CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
Venerables hermanos en el episcopado,
salud y bendición apostólica.
El esplendor de la
verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el
hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26),
pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de
esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama:
«¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4,
7).
INTRODUCCIÓN
Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre
1. Llamados a la salvación mediante la
fe en Jesucristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,
9), los hombres llegan a ser «luz en el Señor» e «hijos de la luz» (Ef 5,
8), y se santifican «obedeciendo a la verdad» (1 P 1, 22).
Mas esta obediencia no siempre es
fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de
Satanás, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), el
hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y
dirigirla a los ídolos (cf. 1 Ts 1, 9), cambiando «la verdad
de Dios por la mentira» (Rm 1, 25); de esta manera, su capacidad
para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a
ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18,
38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma.
Pero las tinieblas del error o del
pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios creador. Por
esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la
verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento. Lo prueba
de modo elocuente la incansable búsqueda del hombre en todo campo o sector. Lo
prueba aún más su búsqueda del sentido de la vida. El desarrollo de
la ciencia y la técnica —testimonio espléndido de las capacidades de la
inteligencia y de la tenacidad de los hombres—, no exime a la humanidad de
plantearse los interrogantes religiosos fundamentales, sino que más bien la
estimula a afrontar las luchas más dolorosas y decisivas, como son las del
corazón y de la conciencia moral.
2. Ningún hombre puede eludir las
preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿cómo puedo discernir el bien del
mal? La respuesta es posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla
en lo más íntimo del espíritu humano, como dice el salmista: «Muchos dicen: "¿Quién
nos hará ver la dicha?". ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!»
(Sal 4, 7).
La luz del rostro de Dios resplandece
con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1,
15), «resplandor de su gloria» (Hb 1, 3), «lleno de gracia y de
verdad» (Jn1, 14): él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,
6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en
particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún,
como recuerda el concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de
Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura
del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán,
en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su
vocación» 1.
Jesucristo, «luz de los pueblos»,
ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el
Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) 2. Así
la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones 3,
mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los
esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida,
ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su
Evangelio. En la Iglesia está siempre viva la conciencia de su «deber
permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la
luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada generación, pueda
responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la
vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas» 4.
3. Los pastores de la Iglesia, en
comunión con el Sucesor de Pedro, están siempre cercanos a los fieles en este
esfuerzo, los acompañan y guían con su magisterio, hallando expresiones siempre
nuevas de amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes sino
también a todos los hombres de buena voluntad. El concilio Vaticano II sigue
siendo un testimonio privilegiado de esta actitud de la Iglesia que, «experta
en humanidad» 5, se
pone al servicio de cada hombre y de todo el mundo 6.
La Iglesia sabe que la cuestión moral
incide profundamente en cada hombre; implica a todos, incluso a quienes no
conocen a Cristo, su Evangelio y ni siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente
por la senda de la vida moral está abierto a todos el camino de la
salvación, como lo ha recordado claramente el concilio Vaticano II:
«Los que sin culpa suya no conocen el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero
buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la
gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su
conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». Y prosigue: «Dios, en su
providencia, tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no
han llegado a conocer claramente a Dios, pero se esfuerzan con su gracia en
vivir con honradez. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que hay en
ellos, como una preparación al Evangelio y como un don de Aquel que ilumina a
todos los hombres para que puedan tener finalmente vida» 7.
Objeto de la presente encíclica
4. Siempre, pero sobre todo en los dos
últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con el
Colegio episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples
y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad
de Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; por fidelidad a su misión,
y comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado, sostenido,
consolado; con la garantía de la asistencia del Espíritu de verdad han
contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de
la sexualidad humana, de la familia, de la vida social, económica y política.
Su enseñanza, dentro de la tradición de la Iglesia y de la historia de la
humanidad, representa una continua profundización del conocimiento moral 8.
Sin embargo, hoy se hace necesario
reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de la
Iglesia, con el fin preciso de recordar algunas verdades fundamentales
de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser
deformadas o negadas. En efecto, ha venido a crearse una nueva situación
dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas
dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso
e incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la
Iglesia. Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que,
partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela
de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se
encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que
terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y
constitutiva con la verdad. Y así, se rechaza la doctrina tradicional sobre la
ley natural y sobre la universalidad y permanente validez de sus preceptos; se
consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia;
se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más
que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada
uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.
Particularmente hay que destacar
la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas
posiciones teológicas —difundidas incluso en seminarios y facultades
teológicas— sobre cuestiones de máxima importancia para la
Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia
humana. En particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos de Dios,
que están grabados en el corazón del hombre y forman parte de la Alianza, son
capaces verdaderamente de iluminar las opciones cotidianas de cada persona y de
la sociedad entera. ¿Es posible obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al
prójimo, sin respetar en todas las circunstancias estos mandamientos? Está
también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible
entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se debieran decidir la
pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se podría tolerar en
el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al
juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones
sociales y culturales.
5. En ese contexto —todavía actual— he
tomado la decisión de escribir —como ya anuncié en la carta apostólica Spiritus Domini, publicada el 1
de agosto de 1987 con ocasión del segundo centenario de la muerte de san
Alfonso María de Ligorio— una encíclica destinada a tratar, «más amplia y
profundamente, las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la
teología moral»9,
fundamentos que sufren menoscabo por parte de algunas tendencias actuales.
Me dirijo a vosotros, venerables
hermanos en el episcopado, que compartís conmigo la responsabilidad de
custodiar la «sana doctrina» (2 Tm 4, 3), con la intención de precisar
algunos aspectos doctrinales que son decisivos para afrontar la que sin duda
constituye una verdadera crisis, por ser tan graves las dificultades
derivadas de ella para la vida moral de los fieles y para la comunión en la
Iglesia, así como para una existencia social justa y solidaria.
Si esta encíclica —esperada desde hace
tiempo— se publica precisamente ahora, se debe también a que ha parecido
conveniente que la precediera el Catecismo de la
Iglesia católica, el cual contiene una exposición
completa y sistemática de la doctrina moral cristiana. El Catecismo presenta la
vida moral de los creyentes en sus fundamentos y en sus múltiples contenidos
como vida de «los hijos de Dios». En él se afirma que «los cristianos,
reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una
"vida digna del evangelio de Cristo" (Flp 1, 27). Por los
sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu
que les capacitan para ello» 10. Por
tanto, al citar el Catecismo como «texto de referencia seguro y auténtico para
la enseñanza de la doctrina católica» 11, la
encíclica se limitará a afrontar algunas cuestiones fundamentales de la
enseñanza moral de la Iglesia, bajo la forma de un necesario
discernimiento sobre problemas controvertidos entre los estudiosos de la ética
y de la teología moral. Éste es el objeto específico de la presente encíclica,
la cual trata de exponer, sobre los problemas discutidos, las razones de una
enseñanza moral basada en la sagrada Escritura y en la Tradición viva de la
Iglesia 12,
poniendo de relieve, al mismo tiempo, los presupuestos y consecuencias de las
contestaciones de que ha sido objeto tal enseñanza.
CAPITULO I
"MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO.....?" (Mt 19,16)
Cristo y la respuesta a la pregunta
moral
«Se le acercó uno...» (Mt 19, 16)
6. El diálogo de Jesús con el joven
rico, relatado por san Mateo en el capítulo 19 de su evangelio, puede
constituir un elemento útil para volver a escuchar de modo vivo y penetrante su
enseñanza moral: «Se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer
de bueno para conseguir la vida eterna?". Él le dijo: "¿Por qué me
preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas, si quieres entrar en
la vida, guarda los mandamientos". "¿Cuáles?" le dice él. Y
Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás
falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a
ti mismo". Dícele el joven: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me
falta?". Jesús le dijo: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que
tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y
sígueme"» (Mt 19, 16-21) 13.
7. «Se le acercó uno...».
En el joven, que el evangelio de Mateo no nombra, podemos reconocer a todo
hombre que, conscientemente o no, se acerca a Cristo, redentor
del hombre, y le formula la pregunta moral. Para el joven, más que una
pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de
pleno significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración
central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el
impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un
llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de
la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre. Precisamente con esta
perspectiva, el concilio Vaticano II ha invitado a perfeccionar la teología
moral, de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que
los fieles han recibido en Cristo 14, única
respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón humano.
Para que los hombres puedan realizar
este «encuentro» con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella
«desea servir solamente para este fin: que todo hombre pueda encontrar a
Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la
vida» 15.
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno
para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16)
8. Desde la profundidad del corazón
surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta
esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al
bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús
intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del
propio destino. Él es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la
sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús, podemos imaginar
que no lo hace porque ignora la respuesta contenida en la Ley. Es más probable
que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que surgieran en él
nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad de
confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y
decisivo anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15).
Es necesario que el hombre de hoy se
dirija nuevamente a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es
bueno y lo que es malo. Él es el Maestro, el Resucitado que
tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el
mundo. Es él quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y, revelando
plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente
y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana
(cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del
hombre y su vocación integral. Por esto, «el hombre que quiere comprenderse
hasta el fondo a sí mismo —y no sólo según pautas y medidas de su propio ser,
que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes—,
debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y
pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por
decirlo así, entrar en él con todo su ser, debe apropiarse y
asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse
a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo
de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo» 16.
Si queremos, pues, penetrar en el
núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable,
debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven
rico del evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos
guiar por él. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde
llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.
«Uno solo es el Bueno» (Mt 19, 17)
9. Jesús dice: «¿Por qué me preguntas
acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). En las versiones de los
evangelistas Marcos y Lucas la pregunta es formulada así: «¿Por qué me llamas
bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18,
19).
Antes de responder a la pregunta, Jesús
quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El
«Maestro bueno» indica a su interlocutor —y a todos nosotros— que la respuesta
a la pregunta, «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», sólo
puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón al único que es Bueno:
«Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18,
19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque él
es el Bien. En efecto, interrogarse sobre el bien significa,
en último término, dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad.
Jesús muestra que la pregunta del joven es, en realidad, una pregunta
religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al
hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: el Único que es digno
de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente»
(cf. Mt 22, 37),
Aquel que es la fuente de la felicidad
del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus
raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la
vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.
10. La Iglesia, iluminada por las
palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido
con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo,
tiene como fin último de su vida ser «alabanza de la
gloria» de Dios (cf. Ef 1, 12), haciendo así que cada
una de sus acciones refleje su esplendor. «Conócete a ti misma, alma hermosa:
tú eres la imagen de Dios —escribe san Ambrosio—. Conócete a
ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Co 11, 7). Escucha
de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa
para mí (Sal 138, 6), es decir: tu majestad es más
admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras
me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en
los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto,
conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti...» 17.
Aquello que es el hombre y lo que debe
hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el
Decálogo se fundamenta sobre estas palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te
he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros
dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3). En las «diez palabras» de la
Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y reconocer como el
único que es «Bueno»; como aquel que, a pesar del pecado del hombre, continúa
siendo el modelo del obrar moral, según su misma llamada: «Sed
santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 2);
como Aquel que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cf. Ex 19,
9-24; 20, 18-21) para restablecer la armonía originaria con el Creador y todo
lo creado, y aún más, para introducirlo en su amor: «Caminaré en medio de
vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26,
12).
La vida moral se presenta como la
respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en
favor del hombre. Es una respuesta de amor, según el enunciado
del mandamiento fundamental que hace el Deuteronomio: «Escucha,
Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu
corazón estos preceptos que yo te dicto hoy. Se los repetirás a tus hijos» (Dt6,
4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de Dios, está
llamada a reflejar su gloria: «Para quien ama a Dios es suficiente agradar a
Aquel que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al
mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal manera que Dios mismo
es caridad» 18.
11. La afirmación de que «uno solo es
el Bueno» nos remite así a la «primera tabla» de los mandamientos, que exige
reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a él
porque es infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El
bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con él
practicando la justicia y amando la piedad (cf. Mi 6, 8). Reconocer
al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del
que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral
de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor,
porque sólo Dios es aquel que es «Bueno». Éste es el testimonio de la sagrada
Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta
santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos» (Is 6,
3).
Pero si Dios es el Bien, ningún
esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos,
logra cumplir la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y
tributarle la adoración que a él solo es debida (cf. Mt 4,
10). El «cumplimiento» puede lograrse sólo como un don de Dios: es
el ofrecimiento de una participación en la bondad divina que se revela y se
comunica en Jesús, aquel a quien el joven rico llama con las palabras «Maestro
bueno» (Mc 10, 17;Lc 18, 18). Lo que quizás en ese
momento el joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por
Jesús mismo con la invitación «ven, y sígueme» (Mt 19, 21).
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17)
12. Sólo Dios puede responder a la
pregunta sobre el bien porque él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta
pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con
sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rm 2,
15), la «ley natural». Ésta «no es más que la luz de la inteligencia infundida
en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se
debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación» 19.
Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con
las «diez palabras», o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante
los cuales él fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo
llamó a ser su «propiedad personal entre todos los pueblos», «una nación santa»
(Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las
naciones (cf. Sb 18, 4; Ez 20, 41). La
entrega del Decálogo es promesa y signo de la alianza nueva, cuando
la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre
(cf. Jr 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que
había desfigurado aquel corazón (cf. Jr 17, 1). Entonces será
dado «un corazón nuevo» porque en él habitará «un espíritu nuevo», el Espíritu
de Dios (cf. Ez 36, 24-28) 20.
Por esto, y tras precisar que «uno solo
es el Bueno», Jesús responde al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda
los mandamientos» (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una
estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de
Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y
a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del
Decálogo son nuevamente dados a los hombres; él mismo los confirma
definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El
mandamiento se vincula con una promesa: en la antigua alianza el
objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría
de una existencia libre y según justicia (cf. Dt 6, 20-25); en
la nueva alianza el objeto de la promesa es el «reino de los cielos», tal como
lo afirma Jesús al comienzo del «Sermón de la montaña» —discurso que contiene
la formulación más amplia y completa de la Ley nueva (cf. Mt 5-7)—,
en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte
Sinaí. A esta misma realidad del reino se refiere la expresión vida
eterna, que es participación en la vida misma de Dios; aquélla se
realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se
convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida,
incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo. En
efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el joven rico:
«Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o
hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19,
29).
13. La respuesta de Jesús no le basta
todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los mandamientos que
hay que observar: «"¿Cuáles?", le dice él» (Mt 19, 18).
Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de la santidad
de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le
recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: «No matarás,
no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu
padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mt 19,
18-19).
Por el contexto del coloquio y,
especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de
Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de
los mandamientos necesarios para «entrar en la vida» sino, más bien, indicar al
joven la «centralidad» del Decálogo respecto a cualquier otro
precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa «Yo soy el
Señor tu Dios». Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los
mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados
preceptos que pertenecen a la llamada «segunda tabla» del Decálogo, cuyo
compendio (cf. Rm 13, 8-10) y fundamento es el
mandamiento del amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt19,
19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa
precisamente la singular dignidad de la persona humana, la
cual es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma» 21. En
efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del
único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los
múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en
relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en
el Catecismo de la Iglesia católica, «los diez mandamientos
pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera
humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto,
indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la
persona humana» 22.
Los mandamientos, recordados por Jesús
a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el bien de la
persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes
particulares. El «no matarás, no cometerás adulterio, no
robarás, no levantarás falso testimonio», son normas morales formuladas en
términos de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular
fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las
personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.
Los mandamientos constituyen, pues, la
condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su verificación.
Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la
libertad, su inicio. «La primera libertad —dice san Agustín— consiste
en estar exentos de crímenes..., como serían el homicidio, el adulterio, la
fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno
comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe
cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que
el inicio de la libertad, no la libertad perfecta...» 23.
14. Todo ello no significa que Cristo
pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o separarlo del amor a Dios.
Esto lo confirma su diálogo con el doctor de la ley, el cual hace una pregunta
muy parecida a la del joven. Jesús le remite a los dos mandamientos del
amor a Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10, 25-27)
y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna: «Haz eso
y vivirás» (Lc 10, 28). Es, pues, significativo que sea
precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la
pregunta del doctor de la ley: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29).
El Maestro responde con la parábola del buen samaritano, la parábola-clave para
la plena comprensión del mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10,
30-37).
Los dos mandamientos, de los cuales
«penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22, 40), están
profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su
unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su
misión culmina en la cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo
de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (cf. Jn 13,
1).
Tanto el Antiguo como el Nuevo
Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que
se concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el
auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: «Si
alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso;
pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve»
(Jn 4, 20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de
Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen
samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el «discurso» sobre el
juicio final (cf. Mt 25, 31-46).
15. En el «Sermón de la montaña», que
constituye la carta magna de la moral evangélica 24, Jesús
dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a
abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Cristo es la clave de
las Escrituras: «Vosotros investigáis las Escrituras, ellas son las que dan
testimonio de mí» (cf. Jn 5, 39); él es el centro de la
economía de la salvación, la recapitulación del Antiguo y del Nuevo Testamento,
de las promesas de la Ley y de su cumplimiento en el Evangelio; él es el
vínculo viviente y eterno entre la antigua y la nueva alianza. Por su parte,
san Ambrosio, comentando el texto de Pablo en que dice: «el fin de la ley es
Cristo» (Rm 10, 4), afirma que es «fin no en cuanto defecto, sino
en cuanto plenitud de la ley; la cual se cumple en Cristo (plenitudo legis
in Christo est), porque él no vino a abolir la ley, sino a darle
cumplimiento. Al igual que, aunque existe un Antiguo Testamento, toda verdad
está contenida en el Nuevo, así ocurre con la ley: la que fue dada por medio de
Moisés es figura de la verdadera ley. Por tanto, la mosaica es imagen de la
verdad» 25.
Jesús lleva a cumplimiento los
mandamientos de Dios —en particular, el mandamiento del amor al
prójimo—, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el
amor al prójimo brota de un corazón que ama y que,
precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias.
Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite
mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino
moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3,
14). Así, el mandamiento «No matarás», se transforma en la llamada a un amor
solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el
adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar
el significado esponsal del cuerpo: «Habéis oído que se dijo a los antepasados:
No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os
digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el
tribunal... Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os
digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio
con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús mismo es el
«cumplimiento» vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con
el don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y
personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la
gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar
testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13,
34-35).
«Si quieres ser perfecto» (Mt 19, 21)
16. La respuesta sobre los mandamientos
no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: «Todo eso lo he guardado;
¿qué más me falta?» (Mt 19, 20). No es fácil decir con la
conciencia tranquila «todo eso lo he guardado», si se comprende todo el alcance
de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el joven
rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en
práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe
que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona de Jesús se da cuenta
de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa
conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una
plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos, el
Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: «Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y
tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21).
Al igual que el fragmento anterior,
también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el mensaje
moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de la montaña,
de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las
cuales es precisamente la de los pobres, los «pobres de espíritu», como precisa
san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se
puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el
amplio espacio que se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del
joven: «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». En efecto,
cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente
aquel bien que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que
es la misma vida eterna.
Las bienaventuranzas no tienen propiamente
como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a
actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no
coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no
hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los
mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de la
montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también
referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el
Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva
de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son, ante
todo, promesas de las que también se derivan, de forma
indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su
profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y,
precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la
comunión de vida con él 26.
17. No sabemos hasta qué punto el joven
del evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera
respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos»; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el
joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos
constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el
deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el
seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a
comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado
a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se
muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se
necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven,
y sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en
el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven
los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida
eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor
asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: «Si quieres...». La palabra de
Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su
madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la
libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no
se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo
sabe que la suya es una vocación a la libertad. «Hermanos, habéis sido llamados
a la libertad» (Ga 5, 13), proclama con alegría y decisión el
apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: «No toméis de esa libertad
pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los
otros» (ib.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía
la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la «liberación» del
hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio
del amor: «Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo
de: No adulterarás, no matarás,
no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en
esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13,
8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la observancia de
los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: «¿Por
qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque "siento en mis
miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón"... Libertad
parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni
plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la
debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han
sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después
de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se
viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el
indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como nos ha quedado alguna
debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos
libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos
esclavos» 27.
18. Quien «vive según la carne» siente
la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo,
como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el
amor y «vive según el Espíritu» (Ga 5, 16), y desea servir a los
demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para
practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia
interior —una verdadera y propia necesidad, y no ya una
constricción— de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de
vivirlas en su plenitud. Es un camino todavía incierto y
frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos
la plena «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rm 8, 21) y,
consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la
sublime vocación de ser «hijos en el Hijo».
Esta vocación al amor perfecto no está
reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La
invitación: «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres», junto
con la promesa: «tendrás un tesoro en los cielos», se dirige a
todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al
prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación: «ven y sígueme», es la
nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la
invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible
caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo:
«Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,
48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún más el sentido de esta
perfección: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,
36).
«Ven, y sígueme» (Mt 19, 21)
19. El camino y, a la vez, el contenido
de esta perfección consiste en la sequela Christi, en el
seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí
mismos. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven:
«luego ven, y sígueme» (Mt19, 21). Es una invitación cuya profundidad
maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la
resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa
(cf. Jn 16, 13).
Es Jesús mismo quien toma la iniciativa
y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes
confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto
que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf. Hch 6,
1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de
la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo
guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13,
21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo
Padre (cf. Jn 6, 44).
No se trata aquí solamente de escuchar
una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más
radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su
vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad
del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a
aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo
de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz
del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que
guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino,
la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia
el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14,
6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen de Dios invisible» (Col 1,
15), significa imitar al Padre.
20. Jesús pide que le sigan y
le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos
por amor de Dios: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a
los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este «como» exige
la imitación de Jesús, la imitación de su amor,
cuyo signo es el lavatorio de los pies: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os
he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros.
Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo
he hecho con vosotros» (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y
sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la
vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto
supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al
Padre y a los hombres. Éste es el amor que Jesús pide que imiten cuantos le
siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento
nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he
amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán
todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,
34-35).
Este como indica
también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben
amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: «Éste es el mandamiento
mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,
12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida
en la cruz, como testimonio de un amor «hasta el extremo» (Jn 13,
1): «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,
13).
Jesús, al llamar al joven a seguirle en
el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento del
amor, en su mandamiento: que se inserte en el movimiento de su
entrega total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro bueno,
de aquel que ha amado hasta el extremo. Esto es lo que Jesús pide a
todo hombre que quiere seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).
21. Seguir a Cristo no
es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más
profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que
se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2,
5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3,
17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto
de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.
Inserido en Cristo, el cristiano se
convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1
Co12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo configura
radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y
resurrección, lo «reviste» de Cristo (cf. Ga 3, 27):
«Felicitémonos y demos gracias —dice san Agustín dirigiéndose a los
bautizados—: hemos llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo
(...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!» 28. El
bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (cf. Rm 6,
3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el
Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cf. Ga 5, 16-25). La
participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza
(cf. 1 Co11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo,
fuente de «vida eterna» (cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza
del don total de sí mismo, del cual Jesús —según el testimonio dado por Pablo—
manda hacer memoria en la celebración y en la vida: «Cada vez que coméis este
pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1
Co 11, 26).
«Para Dios todo es posible» (Mt 19, 26)
22. La conclusión del coloquio de Jesús
con el joven rico es amarga: «Al oír estas palabras, el joven se marchó
entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22). No sólo el
hombre rico, sino también los mismos discípulos se asustan de la llamada de
Jesús al seguimiento, cuyas exigencias superan las aspiraciones y las fuerzas
humanas: «Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían:
"Entonces, ¿quién se podrá salvar?"» (Mt 19, 25).
Pero el Maestro pone ante los ojos el poder de Dios: «Para los
hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19,
26).
En el mismo capítulo del evangelio de
Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando la ley mosaica sobre el matrimonio,
rechaza el derecho al repudio, apelando a un principio más
originario y autorizado respecto a la ley de Moisés: el designio primordial de
Dios sobre el hombre, un designio al que el hombre se ha incapacitado después
del pecado: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os
permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19,
8). La apelación al principio asusta a los discípulos, que comentan
con estas palabras: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no
trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). Y Jesús, refiriéndose
específicamente al carisma del celibato «por el reino de los cielos» (Mt 19,
12), pero enunciando ahora una ley general, remite a la nueva y sorprendente
posibilidad abierta al hombre por la gracia de Dios: «Él les dijo: "No
todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha
concedido"» (Mt 19, 11).
Imitar y revivir el amor de Cristo no
es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor
sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el
amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos:
«Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi
amor» (Jn 15, 9). El don de Cristo es su Espíritu, cuyo
primer «fruto» (cf. Ga 5, 22) es la caridad: «El amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rm 5, 5). San Agustín se pregunta: «¿Es el amor el que nos
hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la
que hace nacer el amor?». Y responde: «Pero ¿quién puede dudar de que el amor
precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para
guardar los mandamientos» 29.
23. «La ley del Espíritu que da la vida
en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8,
2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos introduce a considerar en la
perspectiva de la historia de la salvación que se cumple en Cristo la
relación entre la ley (antigua) y la gracia (ley
nueva). Él reconoce la función pedagógica de la ley, la cual, al permitirle al
hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la
autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la «vida en el
Espíritu». Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de
Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos justificados (cf. Rm 3,
28): la justicia que la ley exige, pero que ella no puede dar,
la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este
modo san Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y
gracia: «Por esto, la ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la
gracia ha sido dada para que se observase la ley» 30.
El amor y la vida según el Evangelio no
pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto, porque lo que exigen
supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios,
que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia:
«Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han
llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17). Por esto, la promesa de la vida
eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos
recibido es ya «prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 14).
24. De esta manera, se manifiesta el
rostro verdadero y original del mandamiento del amor y de la perfección a la
que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre
exclusivamente por la gracia, por el don de Dios, por su amor. Por
otra parte, precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en
Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta
responsable de un amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como
recuerda con insistencia el apóstol san Juan en su primera carta: «Queridos,
amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido
de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es
Amor... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos
amarnos unos a otros... Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1
Jn 4, 7-8. 11. 19).
Esta relación inseparable entre la
gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea, ha sido
expresada en términos sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta
manera: «Da quod iubes et iube quod vis» (Da lo que mandas y manda lo
que quieras) 31.
El don no disminuye, sino que refuerza
la exigencia moral del amor: «Éste es su mandamiento: que creamos en
el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo
mandó» (1 Jn 3, 23). Se puede permanecer en el
amor sólo bajo la condición de que se observen los mandamientos, como afirma
Jesús: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he
guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15,
10).
Resumiendo lo que constituye el núcleo
del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, y volviendo a
ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de
Occidente —en particular san Agustín 32—,
santo Tomás afirma que la Ley nueva es la gracia del
Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo 33.
Los preceptos externos, de los que también habla el evangelio, preparan para
esta gracia o difunden sus efectos en la vida. En efecto, la Ley nueva no se
contenta con decir lo que se debe hacer, sino que otorga también la fuerza para
«obrar la verdad» (cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo, san Juan
Crisóstomo observa que la Ley nueva fue promulgada precisamente cuando el
Espíritu Santo bajó del cielo el día de Pentecostés y que los Apóstoles «no
bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino
que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos,
mediante su gracia, en una ley viva, en un libro animado» 34.
«He aquí que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven
rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la
historia; también hoy. La pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de
bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es
siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro
que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia
para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros,
según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo» (Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo
respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la
Iglesia. Por esto el Señor prometió a sus discípulos el Espíritu
Santo, que les «recordaría» y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14,
26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el
mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rm 8, 1-13).
Las prescripciones morales, impartidas
por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas en la nueva y eterna en la
persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas
fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a
lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por
Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del
Espíritu de la verdad: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10,
16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles cumplieron la
misión de predicar el Evangelio y señalar el «camino» del Señor (cf. Hch 18,
25), enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de Cristo: «Para mí la
vida es Cristo» (Flp 1, 21).
26. En la catequesis moral de
los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con
el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas
de comportamiento. Es cuanto emerge en sus cartas, que contienen la
interpretación —bajo la guía del Espíritu Santo— de los preceptos del Señor que
hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rm 12,
15; 1 Co 11-14; Ga 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1
P y St ). Encargados de predicar el Evangelio, los
Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde
los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los
cristianos 35, a
la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones
divinos mediante los sacramentos 36. Los
primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad,
se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también
por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva37. En
efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que
actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
Ninguna laceración
debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la
Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la
verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las obligaciones
morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13). Los Apóstoles
rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las
acciones que lo expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y
desde los tiempos apostólicos, los pastores de la Iglesia han denunciado con
claridad los modos de actuar de aquellos que eran instigadores de divisiones
con sus enseñanzas o sus comportamientos 38.
27. Promover y custodiar, en la unidad
de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los
Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el
ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la Tradición
viva, mediante la cual —como afirma el concilio Vaticano II— «la
Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las
edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la
Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo»39. En
el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de
las maravillas que Dios ha hecho en la historia (cf. Lc 1,
49), confiesa la verdad del Verbo hecho carne con los labios de los Padres y de
los doctores, practica sus preceptos y la caridad en la vida de los santos y de
las santas, y en el sacrificio de los mártires, celebra su esperanza en la
liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben «la voz viva del
Evangelio» 40,
como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad divina.
Dentro de la Tradición se desarrolla,
con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de
la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de
los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados
santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los
tiempos y las circunstancias. Esta actualización de los
mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación
y de una comprensión de las nuevas situaciones históricas y culturales bajo la
luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más que confirmar la validez
permanente de la revelación e insertarse en la estela de la interpretación que
de ella da la gran tradición de enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son
testigos la doctrina de los Padres, la vida de los santos, la liturgia de la
Iglesia y la enseñanza del Magisterio.
Además, como afirma de modo particular
el Concilio, «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de
Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la
Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» 41.
De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como «columna
y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), también de la verdad sobre
el obrar moral. En efecto, «compete siempre y en todo lugar a la Iglesia
proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así
como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo
exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las
almas» 42.
Precisamente sobre los interrogantes
que caracterizan hoy la discusión moral y en torno a los cuales se han
desarrollado nuevas tendencias y teorías, el Magisterio, en fidelidad a
Jesucristo y en continuidad con la tradición de la Iglesia, siente más urgente
el deber de ofrecer el propio discernimiento y enseñanza, para ayudar al hombre
en su camino hacia la verdadera libertad.
(Continúa en:
CAPITULO II
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)