EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
PARTE FINAL Y CONCLUSIÓN
c) Católicos unidos con mero matrimonio civil
82. Es cada vez más frecuente el caso de católicos que, por motivos
ideológicos y prácticos, prefieren contraer sólo matrimonio civil, rechazando
o, por lo menos, diferiendo el religioso. Su situación no puede equipararse sin
más a la de los que conviven sin vínculo alguno, ya que hay en ellos al menos
un cierto compromiso a un estado de vida concreto y quizá estable, aunque a
veces no es extraña a esta situación la perspectiva de un eventual divorcio.
Buscando el reconocimiento público del vínculo por parte del Estado, tales
parejas demuestran una disposición a asumir, junto con las ventajas, también
las obligaciones. A pesar de todo, tampoco esta situación es aceptable para la
Iglesia. La acción pastoral tratará de hacer comprender la necesidad de
coherencia entre la elección de vida y la fe que se profesa, e intentará hacer
lo posible para convencer a estas personas a regular su propia situación a la
luz de los principios cristianos. Aun tratándoles con gran caridad e
interesándoles en la vida de las respectivas comunidades, los pastores de la
Iglesia no podrán admitirles al uso de los sacramentos.
d) Separados y divorciados no casados de nuevo
83. Motivos diversos, como incomprensiones recíprocas, incapacidad de
abrise a las relaciones interpersonales, etc., pueden conducir dolorosamente el
matrimonio válido a una ruptura con frecuencia irreparable. Obviamente la
separación debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier
intento razonable haya sido inútil.
La soledad y otras dificultades son a veces patrimonio del cónyuge
separado, especialmente si es inocente. En este caso la comunidad eclesial debe
particularmente sostenerlo, procurarle estima, solidaridad, comprensión y ayuda
concreta, de manera que le sea posible conservar la fidelidad, incluso en la
difícil situación en la que se encuentra; ayudarle a cultivar la exigencia del
perdón, propio del amor cristiano y la disponibilidad a reanudar eventualmente
la vida conyugal anterior.
Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el divorcio,
pero que —conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial válido— no
se deja implicar en una nueva unión, empeñándose en cambio en el cumplimiento
prioritario de sus deberes familiares y de las responsabilidades de la vida
cristiana. En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume
un particular valor de testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo
todavía más necesaria, por parte de ésta, una acción continua de amor y de
ayuda, sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos.
e) Divorciados casados de nuevo
84. La experiencia diaria enseña, por desgracia, que quien ha recurrido
al divorcio tiene normalmente la intención de pasar a una nueva unión,
obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose de una plaga que, como
otras, invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes católicos, el
problema debe afrontarse con atención improrrogable. Los Padres Sinodales lo
han estudiado expresamente. La Iglesia, en efecto, instituida para conducir a
la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede
abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial
sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará
infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación.
Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las
situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han
esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo
injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio
canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión
en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en
conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no
había sido nunca válido.
En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la
comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con
solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun
debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a
escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a
perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas
de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe
cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de
este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime,
se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la
esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su
práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan
otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y
situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la
Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo
pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían
inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la
indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el
camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que,
arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a
Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la
indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el
hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los
hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso
de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los
esposos»[180].
Del mismo modo el respeto debido al sacramento del matrimonio, a los
mismos esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe
a todo pastor —por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral— efectuar
ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que vuelven a casarse. En
efecto, tales ceremonias podrían dar la impresión de que se celebran nuevas
nupcias sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a error sobre
la indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído.
Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a Cristo y
a su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia estos hijos
suyos, especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido abandonados
por su cónyuge legítimo.
La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han
alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de Dios
la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la
penitencia y en la caridad.
Los privados de familia
85. Deseo añadir una palabra en favor de una categoría de personas que,
por la situación concreta en la que viven —a menudo no por voluntad deliberada—
considero especialmente cercanas al Corazón de Cristo, dignas del afecto y
solicitud activa de la Iglesia, así como de los pastores.
Hay en el mundo muchas personas que desgraciadamente no tienen en
absoluto lo que con propiedad se llama una familia. Grandes sectores de la
humanidad viven en condiciones de enorme pobreza, donde la promiscuidad, la
falta de vivienda, la irregularidad de relaciones y la grave carencia de
cultura no permiten poder hablar de verdadera familia. Hay otras personas que
por motivos diversos se han quedado solas en el mundo. Sin embargo para todas
ellas existe una «buena nueva de la familia».
Teniendo presentes a los que viven en extrema pobreza, he hablado ya de
la necesidad urgente de trabajar con valentía para encontrar soluciones,
también a nivel político, que permitan ayudarles a superar esta condición
inhumana de postración. Es un deber que incumbe solidariamente a toda la
sociedad, pero de manera especial a las autoridades, por razón de sus cargos y
consecuentes responsabilidades, así como a las familias que deben demostrar
gran comprensión y voluntad de ayuda.
A los que no tienen una familia natural, hay que abrirles todavía más
las puertas de la gran familia que es la Iglesia, la cual se concreta a su vez
en la familia diocesana y parroquial, en las comunidades eclesiales de base o
en los movimientos apostólicos. Nadie se sienta sin familia en este mundo: la
Iglesia es casa y familia para todos, especialmente para cuantos están
fatigados y cargados[181].
CONCLUSIÓN
86. A vosotros esposos, a vosotros padres y madres de familia.
A vosotros, jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de la Iglesia y
del mundo, y seréis los responsables de la familia en el tercer milenio que se acerca.
A vosotros, venerables y queridos hermanos en el Episcopado y en el
sacerdocio, queridos hijos religiosos y religiosas, almas consagradas al Señor,
que testimoniáis a los esposos la realidad última del amor de Dios.
A vosotros, hombres de sentimientos rectos, que por diversas
motivaciones os preocupáis por el futuro de la familia, se dirige con anhelante
solicitud mi pensamiento al final de esta Exhortación Apostólica.
¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!
Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de buena
voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la
familia.
A este respecto, siento el deber de pedir un empeño particular a los
hijos de la Iglesia. Ellos, que mediante la fe conocen plenamente el designio
maravilloso de Dios, tienen una razón de más para tomar con todo interés la
realidad de la familia en este tiempo de prueba y de gracia.
Deben amar de manera particular a la familia. Se trata de una consigna
concreta y exigente.
Amar a la familia significa saber estimar sus valores y posibilidades,
promoviéndolos siempre. Amar a la familia significa individuar los peligros y
males que la amenazan, para poder superarlos. Amar a la familia significa
esforzarse por crear un ambiente que favorezca su desarrollo. Finalmente, una
forma eminente de amor es dar a la familia cristiana de hoy, con frecuencia
tentada por el desánimo y angustiada por las dificultades crecientes, razones
de confianza en sí misma, en las propias riquezas de naturaleza y gracia, en la
misión que Dios le ha confiado: «Es necesario que las familias de nuestro
tiempo vuelvan a remontarse más alto. Es necesario que sigan a Cristo»[182].
Corresponde también a los cristianos el deber de anunciar con
alegría y convicción la «buena nueva» sobre la familia, que tiene absoluta
necesidad de escuchar siempre de nuevo y de entender cada vez mejor las
palabras auténticas que le revelan su identidad, sus recursos interiores, la
importancia de su misión en la Ciudad de los hombres y en la de Dios.
La Iglesia conoce el camino por el que la familia puede llegar al fondo
de su más íntima verdad. Este camino, que la Iglesia ha aprendido en la escuela
de Cristo y en el de la historia, —interpretada a la luz del Espíritu— no lo
impone, sino que siente en sí la exigencia apremiante de proponerla a todos sin
temor, es más, con gran confianza y esperanza, aun sabiendo que la «buena
nueva» conoce el lenguaje de la Cruz. Porque es a través de ella como la
familia puede llegar a la plenitud de su ser y a la perfección del amor.
Finalmente deseo invitar a todos los cristianos a colaborar,
cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven
su responsabilidad al servicio de la familia. Cuantos se consagran a su bien
dentro de la Iglesia, en su nombre o inspirados por ella, ya sean individuos o
grupos, movimientos o asociaciones, encuentran frecuentemente a su lado
personas e instituciones diversas que trabajan por el mismo ideal. Con
fidelidad a los valores del Evangelio y del hombre, y con respeto a un legítimo
pluralismo de iniciativas, esta colaboración podrá favorecer una promoción más
rápida e integral de la familia.
Ahora, al concluir este mensaje pastoral, que quiere llamar la atención
de todos sobre el cometido pesado pero atractivo de la familia cristiana, deseo
invocar la protección de la Sagrada Familia de Nazaret.
Por misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido largos años el
Hijo de Dios: es, pues, el prototipo y ejemplo de todas las familias
cristianas. Aquella familia, única en el mundo, que transcurrió una existencia
anónima y silenciosa en un pequeño pueblo de Palestina; que fue probada por la
pobreza, la persecución y el exilio; que glorificó a Dios de manera
incomparablemente alta y pura, no dejará de ayudar a las familias cristianas,
más aún, a todas las familias del mundo, para que sean fieles a sus deberes cotidianos,
para que sepan soportar las ansias y tribulaciones de la vida, abriéndose
generosamente a las necesidades de los demás y cumpliendo gozosamente los
planes de Dios sobre ellas.
Que San José, «hombre justo», trabajador incansable, custodio integérrimo
de los tesoros a él confiados, las guarde, proteja e ilumine siempre.
Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea también Madre de
la «Iglesia doméstica», y, gracias a su ayuda materna, cada familia cristiana
pueda llegar a ser verdaderamente una «pequeña Iglesia», en la que se refleje y
reviva el misterio de la Iglesia de Cristo. Sea ella, Esclava del Señor,
ejemplo de acogida humilde y generosa de la voluntad de Dios; sea ella, Madre
Dolorosa a los pies de la Cruz, la que alivie los sufrimientos y enjugue las
lágrimas de cuantos sufren por las dificultades de sus familias.
Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté presente
como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad y
fortaleza. A Él, en el día solemne dedicado a su Realeza, pido que cada familia
sepa dar generosamente su aportación original para la venida de su Reino al
mundo, «Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de
justicia, de amor y de paz»[183] hacia
el cual está caminando la historia.
A Cristo, a María y a José encomiendo cada familia. En sus manos y en su
corazón pongo esta Exhortación: que ellos os la ofrezcan a vosotros, venerables
Hermanos y amadísimos hijos, y abran vuestros corazones a la luz que el
Evangelio irradia sobre cada familia.
Asegurándoos mi constante recuerdo en la plegaria, imparto de corazón a
todos y cada uno, la Bendición Apostólica, en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 de noviembre, solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, del año 1981, cuarto de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
NOTAS
[1]. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
[5] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 47; Juan Pablo II, Carta Appropinquat iam, 1 (15 de agosto de 1980): AAS 72
(1980), 791.
[7] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 47.
[9] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 4.
[13] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 12; Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae, 2: AAS 65 (1973),
398-400.
[14] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 12; Const. dogmática sobre la divina
revelación Dei Verbum, 10.
[16] Cfr. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CSEL 40
II, 56 s.
[18] Cfr. Ef 3, 8, Conc. Ecum.
Vat. II, Const. pastoral
sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 44; Decr. sobre la actividad
misionera de la Iglesia Ad gentes, 15 y 22.
[22] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 12.
[24] Cfr. por ej. Os, 2, 21; Jer 3,
6-13; Is 54.
[27] Cfr. Gén 2, 24; Mt 19, 5.
[29] Tertuliano, Ad uxorem, II, VIII,
6-8: CCL, I, 393.
[30] Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIV, can.
1: I. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum Nova et Amplissima Collectio, 33, 149
s.
[31] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 48.
[33] Ibid., 4: 1. c., p. 1032.
[34] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 50.
[37] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 78.
[38] S. Juan Crisóstomo, La Virginidad, X: PG 48,
540.
[42] Cfr. Pío XII, Cart. Enc. Sacra virginitas, II: AAS 46
(1954), 174 ss.
[44] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
[46] Mt 19, 6; cfr. Gén 2, 24.
[49] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
[57] Summa Theologiae, IIa-IIae, 14, 2, ad
4.
[59] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
[60] Cfr. Ef 6, 1-4; Col 3,
20 s.
[61] Cfr. Conc. Ecum. Vat, II, Const. pastoral sobre la Iglesia en
el mundo actual Gaudium et spes, 48.
[63] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 24.
[69] S. Ambrosio, Exameron, V, 7, 19: CSEL 32,
I, 154.
[74] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 52.
[75] Lc 18, 16; cfr. Mt 19, 14; Mc 10,
14.
[78] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
[82] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 50.
[83] Propositio 22. La conclusión del n. 11 de la
Encíclica Humanae vitae afirma: «La Iglesia, al exigir
que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su
constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a
la transmisión de la vida» («ut quilibet matrimonii usus ad vitam humanam
procreandam per se destinatus permaneat »): AAS 60 (1968),
488.
[84] Cfr. 2 Cor 1, 19; Ap 3, 14.
[86] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 51.
[88] Ibid., 12: l.c., 488 s.
[89] Ibid., 14: l.c., 489.
[90] Ibid., 13: l.c., 489.
[91] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el
mundo actual Gaudium et spes, 51.
[93] Cfr. Ibid., 25: l.c.,
498 s.
[94] Ibid., 21: l.c., 496.
[101] Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, IV, 58.
[112] Cfr. Propositio 42.
[120] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la divina
revelación Dei Verbum, 1.
[127] Cfr. Ibid., 36: l.c.,
1308.
[128] Cfr. 1 Cor 12, 4-6; Ef 4,
12 s.
[134] Cfr. Act 18; Rom 16,
3 s.
[135] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la actividad misionera
de la Iglesia Ad gentes, 39.
[142] Cfr. 1 Pe 2, 5; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 34.
[146] N. 25: AAS 60 (1968), 499.
[152] Discurso en la Audiencia general (11 de agosto de 1976): Insegnamenti
di Paolo VI, XIV (1976), 640.
[154] Cfr. Institutio Generalis de Liturgia Horarum, 27.
[167] Cfr. Ordo celebrandi matrimonium, 17.
[170] N. 3-4 (29 de noviembre del 1980): Insegnamenti di
Giovanni Paolo II, III, 2 (1980), 1453 s.
[178] Cfr. Pablo VI, Motu Proprio Matrimonia mixta,
4-5: AAS62 (1970), 257 ss. Juan Pablo II, Discurso a los
participantes en la reunión plenaria del Secretariado para la Unión de los
Cristianos (13 noviembre de 1981): L'Osservatore Romano (14 de
noviembre de 1981).
[179] Instr. In quibus rerum circumstantiis (15 de
junio de 1972): AAS 64 (1972), 518-525; Nota del 17 de octubre
de 1973: AAS 65 (1973), 616-619.
[183] Prefacio de la Misa de la Solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo.