EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
INTRODUCCIÓN
La Iglesia al servicio de la familia
1. La familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna
otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y
rápidas de la sociedad y de la cultura. Muchas familias viven esta situación
permaneciendo fieles a los valores que constituyen el fundamento de la
institución familiar. Otras se sienten inciertas y desanimadas de cara a su
cometido, e incluso en estado de duda o de ignorancia respecto al significado
último y a la verdad de la vida conyugal y familiar. Otras, en fin, a causa de diferentes
situaciones de injusticia se ven impedidas para realizar sus derechos
fundamentales.
La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno
de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y
ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de
la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la
incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve
injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar.
Sosteniendo a los primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás,
la Iglesia ofrece su servicio a todo hombre preocupado por los destinos del
matrimonio y de la familia[1].
De manera especial se dirige a los jóvenes que están para emprender su
camino hacia el matrimonio y la familia, con el fin de abrirles nuevos horizontes,
ayudándoles a descubrir la belleza y la grandeza de la vocación al amor y al
servicio de la vida.
El Sínodo de 1980 continuación de los Sínodos anteriores
2. Una señal de este profundo interés de la Iglesia por la familia ha
sido el último Sínodo de los Obispos, celebrado en Roma del 26 de septiembre al
25 de octubre de 1980. Fue continuación natural de los anteriores[2].
En efecto, la familia cristiana es la primera comunidad llamada a anunciar el
Evangelio a la persona humana en desarrollo y a conducirla a la plena madurez
humana y cristiana, mediante una progresiva educación y catequesis.
Es más, el reciente Sínodo conecta idealmente, en cierto sentido, con el
que abordó el tema del sacerdocio ministerial y de la justicia en el mundo
contemporáneo. Efectivamente, en cuanto comunidad educativa, la familia debe
ayudar al hombre a discernir la propia vocación y a poner todo el empeño
necesario en orden a una mayor justicia, formándolo desde el principio para
unas relaciones interpersonales ricas en justicia y amor.
Los Padres Sinodales, al concluir su Asamblea, me presentaron una larga
lista de propuestas, en las que recogían los frutos de las reflexiones hechas
durante las intensas jornadas de trabajo, a la vez que me pedían, con voto
unánime, que me hiciera intérprete ante la humanidad de la viva solicitud de la
Iglesia en favor de la familia, dando oportunas indicaciones para un renovado
empeño pastoral en este sector fundamental de la vida humana y eclesial.
Al recoger tal deseo mediante la presente Exhortación, como una
actuación peculiar del ministerio apostólico que se me ha encomendado, quiero
expresar mi gratitud a todos los miembros del Sínodo por la preciosa
contribución en doctrina y experiencia que han ofrecido, sobre todo con sus
«propositiones», cuyo texto he confiado al Pontificio Consejo para la Familia,
disponiendo que haga un estudio profundo de las mismas, a fin de valorizar
todos los aspectos de las riquezas allí contenidas.
El bien precioso del matrimonio y de la familia
3. La Iglesia, iluminada por la fe, que le da a conocer toda la verdad
acerca del bien precioso del matrimonio y de la familia y acerca de sus
significados más profundos, siente una vez más el deber de anunciar el
Evangelio, esto es, la «buena nueva», a todos indistintamente, en particular a
aquellos que son llamados al matrimonio y se preparan para él, a todos los
esposos y padres del mundo.
Está íntimamente convencida de que sólo con la aceptación del Evangelio
se realiza de manera plena toda esperanza puesta legítimamente en el matrimonio
y en la familia.
Queridos por Dios con la misma creación[3],
matrimonio y familia están internamente ordenados a realizarse en Cristo[4] y
tienen necesidad de su gracia para ser curados de las heridas del pecado[5] y
ser devueltos «a su principio»[6],
es decir, al conocimiento pleno y a la realización integral del designio de
Dios.
En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas
que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de
la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la familia[7],
siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el
designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, asegurando su plena
vitalidad, así como su promoción humana y cristiana, contribuyendo de este modo
a la renovación de la sociedad y del mismo Pueblo de Dios.
PRIMERA PARTE
LUCES Y SOMBRAS DE LA FAMILIA
EN LA ACTUALIDAD
EN LA ACTUALIDAD
Necesidad de conocer la situación
4. Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la familia
afectan al hombre y a la mujer en su concreta existencia cotidiana, en determinadas
situaciones sociales y culturales, la Iglesia, para cumplir su servicio, debe
esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y familia se
realizan hoy[8].
Este conocimiento constituye consiguientemente una exigencia
imprescindible de la tarea evangelizadora. En efecto, es a las familias de
nuestro tiempo a las que la Iglesia debe llevar el inmutable y siempre nuevo
Evangelio de Jesucristo; y son a su vez las familias, implicadas en las
presentes condiciones del mundo, las que están llamadas a acoger y a vivir el
proyecto de Dios sobre ellas. Es más, las exigencias y llamadas del Espíritu
Santo resuenan también en los acontecimientos mismos de la historia, y por
tanto la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable
misterio del matrimonio y de la familia, incluso por las situaciones,
interrogantes, ansias y esperanzas de los jóvenes, de los esposos y de los
padres de hoy[9].
A esto hay que añadir una ulterior reflexión de especial importancia en
los tiempos actuales. No raras veces al hombre y a la mujer de hoy día, que
están en búsqueda sincera y profunda de una respuesta a los problemas
cotidianos y graves de su vida matrimonial y familiar, se les ofrecen perspectivas
y propuestas seductoras, pero que en diversa medida comprometen la verdad y la
dignidad de la persona humana. Se trata de un ofrecimiento sostenido con
frecuencia por una potente y capilar organización de los medios de comunicación
social que ponen sutilmente en peligro la libertad y la capacidad de juzgar con
objetividad.
Muchos son conscientes de este peligro que corre la persona humana y
trabajan en favor de la verdad. La Iglesia, con su discernimiento evangélico,
se une a ellos, poniendo a disposición su propio servicio a la verdad, libertad
y dignidad de todo hombre y mujer.
Discernimiento evangélico
5. El discernimiento hecho por la Iglesia se convierte en el
ofrecimiento de una orientación, a fin de que se salve y realice la verdad y la
dignidad plena del matrimonio y de la familia.
Tal discernimiento se lleva a cabo con el sentido de la fe[10] que
es un don participado por el Espíritu Santo a todos los fieles[11].
Es por tanto obra de toda la Iglesia, según la diversidad de los diferentes
dones y carismas que junto y según la responsabilidad propia de cada uno,
cooperan para un más hondo conocimiento y actuación de la Palabra de Dios. La
Iglesia, consiguientemente, no lleva a cabo el propio discernimiento evangélico
únicamente por medio de los Pastores, quienes enseñan en nombre y con el poder
de Cristo, sino también por medio de los seglares: Cristo «los constituye sus
testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra
(cfr. Act 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la
virtud del evangelio brille en la vida diaria familiar y social»[12].
Más aún, los seglares por razón de su vocación particular tienen el cometido
específico de interpretar a la luz de Cristo la historia de este mundo, en
cuanto que están llamados a iluminar y ordenar todas las realidades temporales
según el designio de Dios Creador y Redentor.
El «sentido sobrenatural de la fe»[13] no
consiste sin embargo única o necesariamente en el consentimiento de los fieles.
La Iglesia, siguiendo a Cristo, busca la verdad que no siempre coincide con la
opinión de la mayoría. Escucha a la conciencia y no al poder, en lo cual
defiende a los pobres y despreciados. La Iglesia puede recurrir también a la
investigación sociológica y estadística, cuando se revele útil para captar el
contexto histórico dentro del cual la acción pastoral debe desarrollarse y para
conocer mejor la verdad; no obstante tal investigación por sí sola no debe
considerarse, sin más, expresión del sentido de la fe.
Dado que es cometido del ministerio apostólico asegurar la permanencia
de la Iglesia en la verdad de Cristo e introducirla en ella cada vez más
profundamente, los Pastores deben promover el sentido de la fe en todos los
fieles, valorar y juzgar con autoridad la autenticidad de sus expresiones,
educar a los creyentes para un discernimiento evangélico cada vez más maduro[14].
Para hacer un auténtico discernimiento evangélico en las diversas
situaciones y culturas en que el hombre y la mujer viven su matrimonio y su
vida familiar, los esposos y padres cristianos pueden y deben ofrecer su propia
e insustituible contribución. A este cometido les habilita su carisma y don
propio, el don del sacramento del matrimonio[15].
Situación de la familia en el mundo de hoy
6. La situación en que se halla la familia presenta aspectos positivos y
aspectos negativos: signo, los unos, de la salvación de Cristo operante en el
mundo; signo, los otros, del rechazo que el hombre opone al amor de Dios.
En efecto, por una parte existe una conciencia más viva de la libertad
personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en
el matrimonio, a la promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación
responsable, a la educación de los hijos; se tiene además conciencia de la
necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, en orden a una ayuda
recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia
de la familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más
justa. Por otra parte no faltan, sin embargo, signos de preocupante degradación
de algunos valores fundamentales: una equivocada concepción teórica y práctica
de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades acerca de
la relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades concretas que
con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores; el número
cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más
frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y propia
mentalidad anticoncepcional.
En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una corrupción
de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad
de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia,
sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás,
en orden al propio bienestar egoísta.
Merece también nuestra atención el hecho de que en los países del
llamado Tercer Mundo a las familias les faltan muchas veces bien sea los medios
fundamentales para la supervivencia como son el alimento, el trabajo, la
vivienda, las medicinas, bien sea las libertades más elementales. En cambio, en
los países más ricos, el excesivo bienestar y la mentalidad consumista,
paradójicamente unida a una cierta angustia e incertidumbre ante el futuro,
quitan a los esposos la generosidad y la valentía para suscitar nuevas vidas
humanas; y así la vida en muchas ocasiones no se ve ya como una bendición, sino
como un peligro del que hay que defenderse.
La situación histórica en que vive la familia se presenta pues como un
conjunto de luces y sombras.
Esto revela que la historia no es simplemente un progreso necesario
hacia lo mejor, sino más bien un acontecimiento de libertad, más aún, un
combate entre libertades que se oponen entre sí, es decir, según la conocida
expresión de san Agustín, un conflicto entre dos amores: el amor de Dios
llevado hasta el desprecio de sí, y el amor de sí mismo llevado hasta el
desprecio de Dios[16].
Se sigue de ahí que solamente la educación en el amor enraizado en la fe
puede conducir a adquirir la capacidad de interpretar los «signos de los
tiempos», que son la expresión histórica de este doble amor.
Influjo de la situación en la conciencia de los fieles
7. Viviendo en un mundo así, bajo las presiones derivadas sobre todo de
los medios de comunicación social, los fieles no siempre han sabido ni saben
mantenerse inmunes del oscurecerse de los valores fundamentales y colocarse como
conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos activos de la
construcción de un auténtico humanismo familiar.
Entre los signos más preocupantes de este fenómeno, los Padres Sinodales
han señalado en particular la facilidad del divorcio y del recurso a una nueva
unión por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente
civil, en contradicción con la vocación de los bautizados a «desposarse en el
Señor»; la celebración del matrimonio sacramento no movidos por una fe viva, sino
por otros motivos; el rechazo de las normas morales que guían y promueven el
ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio.
Nuestra época tiene necesidad de sabiduría
8. Se plantea así a toda la Iglesia el deber de una reflexión y de un
compromiso profundos, para que la nueva cultura que está emergiendo sea
íntimamente evangelizada, se reconozcan los verdaderos valores, se defiendan
los derechos del hombre y de la mujer y se promueva la justicia en las
estructuras mismas de la sociedad. De este modo el «nuevo humanismo» no
apartará a los hombres de su relación con Dios, sino que los conducirá a ella
de manera más plena.
En la construcción de tal humanismo, la ciencia y sus aplicaciones
técnicas ofrecen nuevas e inmensas posibilidades. Sin embargo, la ciencia, como
consecuencia de las opciones politicas que deciden su dirección de
investigación y sus aplicaciones, se usa a menudo contra su significado
original, la promoción de la persona humana. Se hace pues necesario recuperar
por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, que son
los valores de la persona humana en cuanto tal. Volver a comprender el sentido
último de la vida y de sus valores fundamentales es el gran e importante
cometido que se impone hoy día para la renovación de la sociedad. Sólo la
conciencia de la primacía de éstos permite un uso de las inmensas
posibilidades, puestas en manos del hombre por la ciencia; un uso
verdaderamente orientado como fin a la promoción de la persona humana en toda
su verdad, en su libertad y dignidad. La ciencia está llamada a ser aliada de
la sabiduría.
Por tanto se pueden aplicar también a los problemas de la familia las
palabras del Concilio Vaticano II: «Nuestra época, más que ninguna otra, tiene
necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de
la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no se forman hombres
más instruidos en esta sabiduría»[17].
La educación de la conciencia moral que hace a todo hombre capaz de
juzgar y de discernir los modos adecuados para realizarse según su verdad
original, se convierte así en una exigencia prioritaria e irrenunciable.
Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más profundamente
reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría todo hombre ha sido hecho
partícipe por el mismo gesto creador de Dios. Y es únicamente en la fidelidad a
esta alianza como las familias de hoy estarán en condiciones de influir
positivamente en la construcción de un mundo más justo y fraterno.
Gradualidad y conversión
9. A la injusticia originada por el pecado —que ha penetrado
profundamente también en las estructuras del mundo de hoy— y que con frecuencia
pone obstáculos a la familia en la plena realización de sí misma y de sus
derechos fundamentales, debemos oponernos todos con una conversión de la mente
y del corazón, siguiendo a Cristo Crucificado en la renuncia al propio egoísmo:
semejante conversión no podrá dejar de ejercer una influencia beneficiosa y
renovadora incluso en las estructuras de la sociedad.
Se pide una conversión continua, permanente, que, aunque exija el
alejamiento interior de todo mal y la adhesión al bien en su plenitud, se actúa
sin embargo concretamente con pasos que conducen cada vez más lejos. Se
desarrolla así un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva
integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y
absoluto en toda la vida personal y social del hombre. Por esto es necesario un
camino pedagógico de crecimiento con el fin de que los fieles, las familias y
los pueblos, es más, la misma civilización, partiendo de lo que han recibido ya
del misterio de Cristo, sean conducidos pacientemente más allá hasta llegar a
un conocimiento más rico y a una integración más plena de este misterio en su
vida.
Inculturación
10. Está en conformidad con la tradición constante de la Iglesia el aceptar
de las culturas de los pueblos, todo aquello que está en condiciones de
expresar mejor las inagotables riquezas de Cristo[18].
Sólo con el concurso de todas las culturas, tales riquezas podrán manifestarse
cada vez más claramente y la Iglesia podrá caminar hacia un conocimiento cada
día más completo y profundo de la verdad, que le ha sido dada ya enteramente
por su Señor.
Teniendo presente el doble principio de la compatibilidad con el
Evangelio de las varias culturas a asumir y de la comunión con la Iglesia
Universal se deberá proseguir en el estudio, en especial por parte de las
Conferencias Episcopales y de los Dicasterios competentes de la Curia Romana, y
en el empeño pastoral para que esta «inculturación» de la fe cristiana se lleve
a cabo cada vez más ampliamente, también en el ámbito del matrimonio y de la
familia.
Es mediante la «inculturación» como se camina hacia la reconstitución
plena de la alianza con la Sabiduría de Dios que es Cristo mismo. La Iglesia
entera quedará enriquecida también por aquellas culturas que, aun privadas de
tecnología, abundan en sabiduría humana y están vivificadas por profundos
valores morales.
Para que sea clara la meta y, consiguientemente, quede indicado con
seguridad el camino, el Sínodo justamente ha considerado a fondo en primer
lugar el proyecto original de Dios acerca del matrimonio y de la familia: ha
querido «volver al principio», siguiendo las enseñanzas de Cristo[19].
SEGUNDA PARTE
EL DESIGNIO DE DIOS
SOBRE EL MATRIMONIO
Y LA FAMILIA
SOBRE EL MATRIMONIO
Y LA FAMILIA
El hombre imagen de Dios Amor
11. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza[20]:
llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo
tiempo al amor.
Dios es amor[21] y
vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su
imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad
del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la
responsabilidad del amor y de la comunión[22].
El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano.
En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo
informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su
totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se
hace partícipe del amor espiritual.
La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar
integralmente la vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y la
Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una
concretización de la verdad más profunda del hombre, de su «ser imagen de
Dios».
En consecuencia, la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se
dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo
puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en
cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando es
parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen
totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si
no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona,
incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la
posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría
totalmente.
Esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también con
las exigencias de una fecundidad responsable, la cual, orientada a engendrar
una persona humana, supera por su naturaleza el orden puramente biológico y
toca una serie de valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es
necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres.
El único «lugar» que hace posible esta donación total es el matrimonio,
es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que
el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por
Dios mismo[23],
que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado. La institución
matrimonial no es una ingerencia indebida de la sociedad o de la autoridad ni
la imposición intrínseca de una forma, sino exigencia interior del pacto de
amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea
vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta fidelidad,
lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo
y relativismo, y la hace partícipe de la Sabiduría creadora.
Matrimonio y comunión entre Dios y los hombres
12. La comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido fundamental
de la Revelación y de la experiencia de fe de Israel, encuentra una
significativa expresión en la alianza esponsal que se establece entre el hombre
y la mujer.
Por esta razón, la palabra central de la Revelación, «Dios ama a su
pueblo», es pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que el
hombre y la mujer se declaran su amor conyugal.
Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que
une a Dios con su pueblo[24].
El mismo pecado que puede atentar contra el pacto conyugal se convierte en
imagen de la infidelidad del pueblo a su Dios: la idolatría es prostitución[25],
la infidelidad es adulterio, la desobediencia a la ley es abandono del amor
esponsal del Señor. Pero la infidelidad de Israel no destruye la fidelidad
eterna del Señor y por tanto el amor siempre fiel de Dios se pone como ejemplo
de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los esposos[26].
Jesucristo, esposo de la Iglesia, y el sacramento del matrimonio
13. La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento
definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y se da como Salvador de la
humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo.
Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad del «principio»[27] y,
liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla
plenamente.
Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el
Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el
sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la
Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha
impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación[28];
el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva
y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde
el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse
como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que
está ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y
específico con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma
caridad de Cristo que se dona sobre la cruz.
En una página justamente famosa, Tertuliano ha expresado acertadamente
la grandeza y belleza de esta vida conyugal en Cristo: «¿Cómo lograré exponer
la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda
eucarística refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y que el
Padre ratifica? ... ¡Qué yugo el de los dos fieles unidos en una sola
esperanza, en un solo propósito, en una sola observancia, en una sola
servidumbre! Ambos son hermanos y los dos sirven juntos; no hay división ni en
la carne ni en el espíritu. Al contrario, son verdaderamente dos en una sola
carne y donde la carne es única, único es el espíritu»[29].
La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha
enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de
los siete sacramentos de la Nueva Alianza[30].
En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son inseridos
definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo
con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima
de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador[31],
es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida
por su fuerza redentora.
En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan
vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca
pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma
relación de Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo
que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de
la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este
acontecimiento de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial,
actualización y profecía; «en cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y
el deber de recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de
ellas ante los hijos; en cuanto actualización les da la gracia y el deber de
poner por obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las
exigencias de un amor que perdona y que redime; en cuanto profecía les da la
gracia y el deber de vivir y de testimoniar la esperanza del futuro encuentro
con Cristo»[32].
Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el matrimonio es también
un símbolo real del acontecimiento de la salvación, pero de modo propio. «Los
esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que
el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es
la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión
en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación
de Cristo y su misterio de Alianza. El contenido de la participación en la vida
de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la
que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del
instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y
de la voluntad—; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la
unión en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola
alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la donación reciproca definitiva
y se abre a la fecundidad (cfr. Humanae vitae, 9). En una palabra, se trata de
características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado
nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto
de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos»[33].
Los hijos, don preciosísimo del matrimonio
14. Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad
más amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor
conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, en la que
encuentran su coronación[34].
En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el amor
conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco «conocimiento» que
les hace «una sola carne»[35],
no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación
posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida
a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan
entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de
su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable
del padre y de la madre.
Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva
responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo
visible del mismo amor de Dios, «del que proviene toda paternidad en el cielo y
en la tierra»[36].
Sin embargo, no se debe olvidar que incluso cuando la procreación no es
posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física,
en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a
la vida de la persona humana, como por ejemplo la adopción, la diversas formas
de obras educativas, la ayuda a otras familias, a los niños pobres o
minusválidos.
La familia, comunión de personas
15. En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de
relaciones interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad,
filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda
introducida en la «familia humana» y en la «familia de Dios», que es la
Iglesia.
El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto,
dentro de la familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente
introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que mediante
la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también
en la familia de Dios, que es la Iglesia.
La familia humana, disgregada por el pecado, queda reconstituida en su
unidad por la fuerza redentora de la muerte y resurrección de Cristo[37].
El matrimonio cristiano, partícipe de la eficacia salvífica de este
acontecimiento, constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la
inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia.
El mandato de crecer y multiplicarse, dado al principio al hombre y a la
mujer, alcanza de este modo su verdad y realización plenas.
La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento, su cuna y
el lugar donde puede actuar la propia inserción en las generaciones humanas, y
éstas, a su vez, en la Iglesia.
Matrimonio y virginidad
16. La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no se estima el matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los cielos.
En efecto, dice acertadamente San Juan Crisóstomo: «Quien condena el
matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo
alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo que aparece un bien
solamente en comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es mejor
aún que bienes por todos considerados tales, es ciertamente un bien en grado
superlativo»[38].
En la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente, de
las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la
Iglesia con la esperanza de que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la
vida eterna. La persona virgen anticipa así en su carne el mundo nuevo de la
resurrección futura[39].
En virtud de este testimonio, la virginidad mantiene viva en la Iglesia
la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y
empobrecimiento.
Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre[40],
«hasta encenderlo mayormente de caridad hacia Dios y hacia todos los hombres»[41],
la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla
preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más,
que hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por esto, la Iglesia,
durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma
frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino
de Dios[42].
Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se
hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la
realización de la familia según el designio de Dios.
Los esposos cristianos tienen pues el derecho de esperar de las personas
vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la
muerte. Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige
sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las
personas vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales pruebas, debe
edificar la fidelidad de aquéllos[43].
Estas reflexiones sobre la virginidad pueden iluminar y ayudar a
aquellos que por motivos independientes de su voluntad no han podido casarse y
han aceptado posteriormente su situación en espíritu de servicio.
Continúa en:
TERCERA PARTE
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA
Virgen de Guadalupe y del Apocalipsis (Ap. 12,1ss) y Madre de toda la Humanidad