EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
Hacia un nuevo orden internacional
48. Ante la dimensión mundial que hoy caracteriza a los diversos
problemas sociales, la familia ve que se dilata de una manera totalmente nueva
su cometido ante el desarrollo de la sociedad; se trata de cooperar también a
establecer un nuevo orden internacional, porque sólo con la solidaridad mundial
se pueden afrontar y resolver los enormes y dramáticos problemas de la justicia
en el mundo, de la libertad de los pueblos y de la paz de la humanidad.
La comunión espiritual de las familias cristianas, enraizadas en la fe y
esperanza común y vivificadas por la caridad, constituye una energía interior
que origina, difunde y desarrolla justicia, reconciliación, fraternidad y paz
entre los hombres. La familia cristiana, como «pequeña Iglesia», está llamada,
a semejanza de la «gran Iglesia», a ser signo de unidad para el mundo y a
ejercer de ese modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la paz
de Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino.
Las familias cristianas podrán realizar esto tanto por medio de su
acción educadora, es decir, ofreciendo a los hijos un modelo de vida fundado
sobre los valores de la verdad, libertad, justicia y amor, bien sea con un
compromiso activo y responsable para el crecimiento auténticamente humano de la
sociedad y de sus instituciones, bien con el apoyo, de diferentes modos, a las
asociaciones dedicadas específicamente a los problemas del orden internacional.
IV - PARTICIPACIÓN EN LA VIDA Y MISIÓN DE LA IGLESIA
La familia en el misterio de la Iglesia
49. Entre los cometidos fundamentales de la familia cristiana se halla
el eclesial, es decir, que ella está puesta al servicio de la edificación del
Reino de Dios en la historia, mediante la participación en la vida y misión de
la Iglesia.
Para comprender mejor los fundamentos, contenidos y características de
tal participación, hay que examinar a fondo los múltiples y profundos vínculos
que unen entre sí a la Iglesia y a la familia cristiana, y que hacen de esta
última como una «Iglesia en miniatura» (Ecclesia domestica)[114] de
modo que sea, a su manera, una imagen viva y una representación histórica del
misterio mismo de la Iglesia.
Es ante todo la Iglesia Madre la que engendra, educa, edifica la familia
cristiana, poniendo en práctica para con la misma la misión de salvación que ha
recibido de su Señor. Con el anuncio de la Palabra de Dios, la Iglesia revela a
la familia cristiana su verdadera identidad, lo que es y debe ser según el plan
del Señor; con la celebración de los sacramentos, la Iglesia enriquece y
corrobora a la familia cristiana con la gracia de Cristo, en orden a su
santificación para la gloria del Padre; con la renovada proclamación del
mandamiento nuevo de la caridad, la Iglesia anima y guía a la familia cristiana
al servicio del amor, para que imite y reviva el mismo amor de donación y
sacrificio que el Señor Jesús nutre hacia toda la humanidad.
Por su parte la familia cristiana está insertada de tal forma en el
misterio de la Iglesia que participa, a su manera, en la misión de salvación
que es propia de la Iglesia. Los cónyuges y padres cristianos, en virtud del
sacramento, «poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y
forma de vida»[115].
Por eso no sólo «reciben» el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad
«salvada», sino que están también llamados a «transmitir» a los hermanos el
mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad «salvadora». De esta manera, a
la vez que es fruto y signo de la fecundidad sobrenatural de la Iglesia, la
familia cristiana se hace símbolo, testimonio y participación de la maternidad
de la Iglesia[116].
Un cometido eclesial propio y original
50. La familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable
en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir, poniendo a
servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad
íntima de vida y de amor.
Si la familia cristiana es comunidad cuyos vínculos son renovados por
Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión de la
Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria; juntos,
pues, los cónyuges en cuanto pareja, y los padres e hijos en
cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo. Deben ser
en la fe «un corazón y un alma sola»[117],
mediante el común espíritu apostólico que los anima y la colaboración que los
empeña en las obras de servicio a la comunidad eclesial y civil.
La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en la historia
mediante esas mismas realidades cotidianas que tocan y distinguen su condición
de vida. Es por ello en el amor conyugal y familiar —vivido en
su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad,
fidelidad y fecundidad[118]—
donde se expresa y realiza la participación de la familia cristiana en la
misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia. El amor y la
vida constituyen por lo tanto el núcleo de la misión salvífica de la familia
cristiana en la Iglesia y para la Iglesia.
Lo recuerda el Concilio Vaticano II cuando dice: «La familia hará partícipes
a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la
familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y
participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a
todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de
la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de
los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros»[119].
Puesto así el fundamento de la participación de la
familia cristiana en la misión eclesial, hay que poner de manifiesto ahora
su contenido en la triple unitaria referencia a Jesucristo Profeta,
Sacerdote y Rey, presentando por ello la familia cristiana como 1)
comunidad creyente y evangelizadora, 2) comunidad en diálogo con Dios, 3)
comunidad al servicio del hombre.
1) La familia cristiana, comunidad creyente y evangelizadora
La fe, descubrimiento y admiración del plan de Dios sobre la familia
51. Dado que participa de la vida y misión de la Iglesia, la cual
escucha religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con firme confianza[120], la
familia cristiana vive su cometido profético acogiendo y anunciando la Palabra
de Dios. Se hace así, cada día más, una comunidad creyente y
evangelizadora.
También a los esposos y padres cristianos se exige la obediencia a la fe[121],
ya que son llamados a acoger la Palabra del Señor que les revela la estupenda
novedad —la Buena Nueva— de su vida conyugal y familiar, que Cristo ha hecho
santa y santificadora. En efecto, solamente mediante la fe ellos pueden descubrir
y admirar con gozosa gratitud a qué dignidad ha elevado Dios el matrimonio y la
familia, constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y
los hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya. La misma preparación al
matrimonio cristiano se califica ya como un itinerario de fe. Es, en efecto,
una ocasión privilegiada para que los novios vuelvan a descubrir y profundicen
la fe recibida en el Bautismo y alimentada con la educación cristiana. De esta
manera reconocen y acogen libremente la vocación a vivir el seguimiento de
Cristo y el servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial.
El momento fundamental de la fe de los esposos está en la celebración
del sacramento del matrimonio, que en el fondo de su naturaleza es la
proclamación, dentro de la Iglesia, de la Buena Nueva sobre el amor conyugal.
Es la Palabra de Dios que «revela» y «culmina» el proyecto sabio y amoroso que
Dios tiene sobre los esposos, llamados a la misteriosa y real participación en
el amor mismo de Dios hacia la humanidad. Si la celebración sacramental del
matrimonio es en sí misma una proclamación de la Palabra de Dios en cuanto son
por título diverso protagonistas y celebrantes, debe ser una «profesión de fe»
hecha dentro y con la Iglesia, comunidad de creyentes.
Esta profesión de fe ha de ser continuada en la vida de los esposos y de
la familia. En efecto, Dios que ha llamado a los esposos «al» matrimonio,
continúa a llamarlos «en el» matrimonio[122].
Dentro y a través de los hechos, los problemas, las dificultades, los
acontecimientos de la existencia de cada día, Dios viene a ellos, revelando y
proponiendo las «exigencias» concretas de su participación en el amor de Cristo
por su Iglesia, de acuerdo con la particular situación —familiar, social y
eclesial— en la que se encuentran. El descubrimiento y la obediencia al plan de
Dios deben hacerse «en conjunto» por parte de la comunidad conyugal y familiar,
a través de la misma experiencia humana del amor vivido en el Espíritu de
Cristo entre los esposos, entre los padres y los hijos.
Para esto, también la pequeña Iglesia doméstica, como la gran Iglesia,
tiene necesidad de ser evangelizada continua e intensamente. De ahí deriva su
deber de educación permanente en la fe.
Ministerio de evangelización de la familia cristiana
52. En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura
en la fe, se hace comunidad evangelizadora. Escuchemos de nuevo a Pablo VI: «La
familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio es
transmitido y desde donde éste se irradia.
Dentro pues de una familia consciente de esta misión, todos los miembros
de la misma evangelizan y son evangelizados. Los padres no sólo comunican a los
hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos este mismo
Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace evangelizadora de
otras muchas familias y del ambiente en que ella vive»[123].
Como ha repetido el Sínodo, recogiendo mi llamada lanzada en Puebla, la
futura evangelización depende en gran parte de la Iglesia doméstica[124].
Esta misión apostólica de la familia está enraizada en el Bautismo y recibe con
la gracia sacramental del matrimonio una nueva fuerza para transmitir la fe,
para santificar y transformar la sociedad actual según el plan de Dios.
La familia cristiana, hoy sobre todo, tiene una especial vocación a ser
testigo de la alianza pascual de Cristo, mediante la constante irradiación de
la alegría del amor y de la certeza de la esperanza, de la que debe dar razón:
«La familia cristiana proclama en voz alta tanto las presentes virtudes del
reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada»[125].
La absoluta necesidad de la catequesis familiar surge con singular
fuerza en determinadas situaciones, que la Iglesia constata por desgracia en
diversos lugares: «En los lugares donde una legislación antirreligiosa pretende
incluso impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha
penetrado el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una
verdadera creencia religiosa, la Iglesia doméstica es el único ámbito donde los
niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis»[126].
Un servicio eclesial
53. El ministerio de evangelización de los padres cristianos es original
e insustituible y asume las características típicas de la vida familiar, hecha,
como debería estar, de amor, sencillez, concreción y testimonio cotidiano[127].
La familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno
cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios.
Efectivamente, la familia que está abierta a los valores transcendentes, que
sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus
obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la
cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor seminario de
vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios.
El ministerio de evangelización y catequesis de los padres debe
acompañar la vida de los hijos también durante su adolescencia y juventud,
cuando ellos, como sucede con frecuencia, contestan o incluso rechazan la fe
cristiana recibida en los primeros años de su vida. Y así como en la Iglesia no
se puede separar la obra de evangelización del sufrimiento del apóstol, así
también en la familia cristiana los padres deben afrontar con valentía y gran
serenidad de espíritu las dificultades que halla a veces en los mismos hijos su
ministerio de evangelización.
No hay que olvidar que el servicio llevado a cabo por los cónyuges y
padres cristianos en favor del Evangelio es esencialmente un servicio eclesial,
es decir, que se realiza en el contexto de la Iglesia entera en cuanto
comunidad evangelizada y evangelizadora. En cuanto enraizado y derivado de la
única misión de la Iglesia y en cuanto ordenado a la edificación del único
Cuerpo de Cristo[128],
el ministerio de evangelización y de catequesis de la Iglesia doméstica ha de
quedar en íntima comunión y ha de armonizarse responsablemente con los otros
servicios de evangelización y de catequesis presentes y operantes en la
comunidad eclesial, tanto diocesana como parroquial.
Predicar el Evangelio a toda criatura
54. La universalidad sin fronteras es el horizonte propio de la evangelización,
animada interiormente por el afán misionero, ya que es de hecho la respuesta a
la explícita e inequívoca consigna de Cristo: «Id por el mundo y predicad el
Evangelio a toda criatura»[129].
También la fe y la misión evangelizadora de la familia cristiana poseen
esta dimensión misionera católica. El sacramento del matrimonio que plantea con
nueva fuerza el deber arraigado en el bautismo y en la confirmación de defender
y difundir la fe[130],
constituye a los cónyuges y padres cristianos en testigos de Cristo «hasta los
últimos confines de la tierra»[131],
como verdaderos y propios misioneros» del amor y de la vida.
Una cierta forma de actividad misionera puede ser desplegada ya en el
interior de la familia. Esto sucede cuando alguno de los componentes de la
misma no tiene fe o no la practica con coherencia. En este caso, los parientes
deben ofrecerles tal testimonio de vida que los estimule y sostenga en el
camino hacia la plena adhesión a Cristo Salvador[132].
Animada por el espíritu misionero en su propio interior, la Iglesia
doméstica está llamada a ser un signo luminoso de la presencia de Cristo y de
su amor incluso para los «alejados», para las familias que no creen todavía y
para las familias cristianas que no viven coherentemente la fe recibida. Está
llamada «con su ejemplo y testimonio» a iluminar «a los que buscan la verdad»[133].
Así como ya al principio del cristianismo Aquila y Priscila se
presentaban como una pareja misionera[134],
así también la Iglesia testimonia hoy su incesante novedad y vigor con la
presencia de cónyuges y familias cristianas que, al menos durante un cierto
período de tiempo, van a tierras de misión a anunciar el Evangelio, sirviendo
al hombre por amor de Jesucristo.
Las familias cristianas dan una contribución particular a la causa
misionera de la Iglesia, cultivando la vocación misionera en sus propios hijos
e hijas[135] y,
de manera más general, con una obra educadora que prepare a sus hijos, desde la
juventud «para conocer el amor de Dios hacia todos los hombres»[136].
2) La familia cristiana, comunidad en diálogo con Dios
El santuario doméstico de la Iglesia
55. El anuncio del Evangelio y su acogida mediante la fe encuentran su
plenitud en la celebración sacramental. La Iglesia, comunidad creyente y
evangelizadora, es también pueblo sacerdotal, es decir, revestido de la
dignidad y partícipe de la potestad de Cristo, Sumo Sacerdote de la nueva y
eterna Alianza[137].
También la familia cristiana está inserta en la Iglesia, pueblo
sacerdotal, mediante el sacramento del matrimonio, en el cual está enraizada y
de la que se alimenta, es vivificada continuamente por el Señor y es llamada e
invitada al diálogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de
la propia vida y oración.
Este es el cometido sacerdotal que la familia cristiana
puede y debe ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia, a través de las
realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera la familia
cristiana es llamada a santificarse y a santificar a la comunidad
eclesial y al mundo.
El matrimonio, sacramento de mutua santificación y acto de culto
56. Fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y
para la familia cristiana es el sacramento del matrimonio, que presupone y
especifica la gracia santificadora del bautismo. En virtud del misterio de la
muerte y resurrección de Cristo, en el que el matrimonio cristiano se sitúa de
nuevo, el amor conyugal es purificado y santificado: «El Señor se ha dignado
sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y
la caridad»[138].
El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del
matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia.
Lo recuerda explícitamente el Concilio Vaticano II cuando dice que Jesucristo
«permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con
perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella... Por
ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado,
están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya
virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de
Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más
a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente,
a la glorificación de Dios»[139].
La vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges
y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y
traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y
familiar[140].
De ahí nacen la gracia y la exigencia de una auténtica y profunda espiritualidad
conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creación, de
la alianza, de la cruz, de la resurrección y del signo, de los que se ha
ocupado en más de una ocasión el Sínodo.
El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que «están ordenados
a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en
definitiva, a dar culto a Dios»[141],
es en sí mismo un acto litúrgico de glorificación de Dios en Jesucristo y en la
Iglesia. Celebrándolo, los cónyuges cristianos profesan su gratitud a Dios por
el bien sublime que se les da de poder revivir en su existencia conyugal y
familiar el amor mismo de Dios por los hombres y del Señor Jesús por la
Iglesia, su esposa.
Y como del sacramento derivan para los cónyuges el don y el deber de
vivir cotidianamente la santificación recibida, del mismo sacramento brotan
también la gracia y el compromiso moral de transformar toda su vida en un
continuo sacrificio espiritual[142].
También a los esposos y padres cristianos, de modo especial en esas realidades
terrenas y temporales que los caracterizan, se aplican las palabras del
Concilio: «También los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente,
consagran el mundo mismo a Dios»[143].
Matrimonio y Eucaristía
57. El deber de santificación de la familia cristiana tiene su primera
raíz en el bautismo y su expresión máxima en la Eucaristía, a la que está
íntimamente unido el matrimonio cristiano. El Concilio Vaticano II ha querido
poner de relieve la especial relación existente entre la Eucaristía y el
matrimonio, pidiendo que habitualmente éste se celebre «dentro de la Misa»[144].
Volver a encontrar y profundizar tal relación es del todo necesario, si se
quiere comprender y vivir con mayor intensidad la gracia y las
responsabilidades del matrimonio y de la familia cristiana.
La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano. En efecto, el
sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la Iglesia,
en cuanto sellada con la sangre de la cruz[145].
Y en este sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza los cónyuges cristianos
encuentran la raíz de la que brota, que configura interiormente y vivifica
desde dentro, su alianza conyugal. En cuanto representación del sacrificio de
amor de Cristo por su Iglesia, la Eucaristía es manantial de caridad. Y en el
don eucarístico de la caridad la familia cristiana halla el fundamento y el
alma de su «comunión» y de su «misión», ya que el Pan eucarístico hace de los
diversos miembros de la comunidad familiar un único cuerpo, revelación y
participación de la más amplia unidad de la Iglesia; además, la participación
en el Cuerpo «entregado» y en la Sangre «derramada» de Cristo se hace fuente
inagotable del dinamismo misionero y apostólico de la familia cristiana.
El sacramento de la conversión y reconciliación
58. Parte esencial y permanente del cometido de santificación de la
familia cristiana es la acogida de la llamada evangélica a la conversión,
dirigida a todos los cristianos que no siempre permanecen fieles a la «novedad»
del bautismo que los ha hecho «santos». Tampoco la familia es siempre coherente
con la ley de la gracia y de la santidad bautismal, proclamada nuevamente en el
sacramento del matrimonio.
El arrepentimiento y perdón mutuo dentro de la familia cristiana que
tanta parte tienen en la vida cotidiana, hallan su momento sacramental
específico en la Penitencia cristiana. Respecto de los cónyuges cristianos, así
escribía Pablo VI en la encíclica Humanae vitae: «Y si el pecado les sorprendiese
todavía, no se desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la
misericordia de Dios, que se concede en el Sacramento de la Penitencia»[146].
La celebración de este sacramento adquiere un significado particular
para la vida familiar. En efecto, mientras mediante la fe descubren cómo el
pecado contradice no sólo la alianza con Dios, sino también la alianza de los
cónyuges y la comunión de la familia, los esposos y todos los miembros de la
familia son alentados al encuentro con Dios «rico en misericordia»[147],
el cual, infundiendo su amor más fuerte que el pecado[148],
reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión familiar.
La plegaria familiar
59. La Iglesia ora por la familia cristiana y la educa para que viva en
generosa coherencia con el don y el cometido sacerdotal recibidos de Cristo
Sumo Sacerdote. En realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en
el matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la familia el
fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal, mediante la cual su
misma existencia cotidiana se transforma en «sacrificio espiritual aceptable a
Dios por Jesucristo»[149].
Esto sucede no sólo con la celebración de la Eucaristía y de los otros
sacramentos o con la ofrenda de sí mismos para gloria de Dios, sino también con
la vida de oración, con el diálogo suplicante dirigido al Padre por medio de
Jesucristo en el Espíritu Santo.
La plegaria familiar tiene características propias. Es una oración hecha
en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos. La comunión en la
plegaria es a la vez fruto y exigencia de esa comunión que deriva de los
sacramentos del bautismo y del matrimonio. A los miembros de la familia
cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el Señor
Jesús promete su presencia: «Os digo en verdad que si dos de vosotros
conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre
que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos»[150].
Esta plegaria tiene como contenido original la misma vida de
familia que en las diversas circunstancias es interpretada como
vocación de Dios y es actuada como respuesta filial a su llamada: alegrías y
dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la
boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y
decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor
de Dios en la historia de la familia, como deben también señalar el momento
favorable de acción de gracias, de imploración, de abandono confiado de la familia
al Padre común que está en los cielos. Además, la dignidad y responsabilidades
de la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser
vividas con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos
la pidan con humildad y confianza en la oración.
Maestros de oración
60. En virtud de su dignidad y misión, los padres cristianos tienen el
deber específico de educar a sus hijos en la plegaria, de introducirlos
progresivamente al descubrimiento del misterio de Dios y del coloquio personal
con Él: «Sobre todo en la familia cristiana, enriquecida con la gracia y los
deberes del sacramento del matrimonio, importa que los hijos aprendan desde los
primeros años a conocer y a adorar a Dios y a amar al prójimo según la fe recibida
en el bautismo»[151].
Elemento fundamental e insustituible de la educación a la oración es el
ejemplo concreto, el testimonio vivo de los padres; sólo orando junto con sus
hijos, el padre y la madre, mientras ejercen su propio sacerdocio real, calan
profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores
acontecimientos de la vida no lograrán borrar. Escuchemos de nuevo la llamada
que Pablo VI ha dirigido a las madres y a los padres: «Madres, ¿enseñáis a
vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de acuerdo con los
sacerdotes, a vuestros hijos para los sacramentos de la primera edad:
confesión, comunión, confirmación? ¿Los acostumbráis, si están enfermos, a
pensar en Cristo que sufre? ¿A invocar la ayuda de la Virgen y de los santos?
¿Rezáis el rosario en familia? Y vosotros, padres, ¿sabéis rezar con vuestros
hijos, con toda la comunidad doméstica, al menos alguna vez? Vuestro ejemplo,
en la rectitud del pensamiento y de la acción, apoyado por alguna oración común
vale una lección de vida, vale un acto de culto de un mérito singular; lleváis
de este modo la paz al interior de los muros domésticos: "Pax huic
domui". Recordad: así edificáis la Iglesia»[152].
Plegaria litúrgica y privada
61. Hay una relación profunda y vital entre la oración de la Iglesia y
la de cada uno de los fieles, como ha confirmado claramente el Concilio
Vaticano II[153].
Una finalidad importante de la plegaria de la Iglesia doméstica es la de
constituir para los hijos la introducción natural a la oración litúrgica propia
de toda la Iglesia, en el sentido de preparar a ella y de extenderla al ámbito
de la vida personal, familiar y social. De aquí deriva la necesidad de una
progresiva participación de todos los miembros de la familia cristiana en la
Eucaristía, sobre todo los domingos y días festivos, y en los otros
sacramentos, de modo particular en los de la iniciación cristiana de los hijos.
Las directrices conciliares han abierto una nueva posibilidad a la familia
cristiana, que ha sido colocada entre los grupos a los que se recomienda la celebración
comunitaria del Oficio divino[154].
Pondrán asimismo cuidado las familias cristianas en celebrar, incluso en casa y
de manera adecuada a sus miembros, los tiempos y festividades del año
litúrgico.
Para preparar y prolongar en casa el culto celebrado en la iglesia, la
familia cristiana recurre a la oración privada, que presenta gran variedad de formas.
Esta variedad, mientras testimonia la riqueza extraordinaria con la que el
Espíritu anima la plegaria cristiana, se adapta a las diversas exigencias y
situaciones de vida de quien recurre al Señor. Además de las oraciones de la
mañana y de la noche, hay que recomendar explícitamente —siguiendo también las
indicaciones de los Padres Sinodales— la lectura y meditación de la Palabra de
Dios, la preparación a los sacramentos, la devoción y consagración al Corazón
de Jesús, las varias formas de culto a la Virgen Santísima, la bendición de la
mesa, las expresiones de la religiosidad popular.
Dentro del respeto debido a la libertad de los hijos de Dios, la Iglesia
ha propuesto y continúa proponiendo a los fieles algunas prácticas de piedad en
las que pone una particular solicitud e insistencia. Entre éstas es de recordar
el rezo del rosario: «Y ahora, en continuidad de intención con nuestros
Predecesores, queremos recomendar vivamente el rezo del santo Rosario en
familia ... no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser
considerado como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la
familia cristiana está invitada a rezar. Nos queremos pensar y deseamos
vivamente que cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo de oración,
el Rosario sea su expresión frecuente y preferida»[155].
Así la auténtica devoción mariana, que se expresa en la unión sincera y en el
generoso seguimiento de las actitudes espirituales de la Virgen Santísima,
constituye un medio privilegiado para alimentar la comunión de amor de la
familia y para desarrollar la espiritualidad conyugal y familiar. Ella, la
Madre de Cristo y de la Iglesia, es en efecto y de manera especial la Madre de
las familias cristianas, de las Iglesias domésticas.
Plegaria y vida
62. No hay que olvidar nunca que la oración es parte constitutiva y
esencial de la vida cristiana considerada en su integridad y profundidad. Más
aún, pertenece a nuestra misma «humanidad» y es «la primera expresión de la
verdad interior del hombre, la primera condición de la auténtica libertad del
espíritu»[156].
Por ello la plegaria no es una evasión que desvía del compromiso
cotidiano, sino que constituye el empuje más fuerte para que la familia cristiana
asuma y ponga en práctica plenamente sus responsabilidades como célula primera
y fundamental de la sociedad humana. En ese sentido, la efectiva participación
en la vida y misión de la Iglesia en el mundo es proporcional a la fidelidad e
intensidad de la oración con la que la familia cristiana se una a la Vid
fecunda, que es Cristo[157].
De la unión vital con Cristo, alimentada por la liturgia, de la ofrenda
de sí mismo y de la oración deriva también la fecundidad de la familia
cristiana en su servicio específico de promoción humana, que no puede menos de
llevar a la transformación del mundo[158].
3 ) La familia cristiana, comunidad al servicio del hombre
El nuevo mandamiento del amor
63. La Iglesia, pueblo profético, sacerdotal y real, tiene la misión de
llevar a todos los hombres a acoger con fe la Palabra de Dios, a celebrarla y
profesarla en los sacramentos y en la plegaria, y finalmente a manifestarla en
la vida concreta según el don y el nuevo mandamiento del amor.
La vida cristiana encuentra su ley no en un código escrito, sino en la
acción personal del Espíritu Santo que anima y guía al cristiano, es decir, en
«la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús»[159]:
«el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu
Santo, que nos ha sido dado»[160].
Esto vale también para la pareja y para la familia cristiana: su guía y
norma es el Espíritu de Jesús, difundido en los corazones con la celebración
del sacramento del matrimonio. En continuidad con el bautismo de agua y del
Espíritu, el matrimonio propone de nuevo la ley evangélica del amor, y con el
don del Espíritu la graba más profundamente en el corazón de los cónyuges
cristianos. Su amor, purificado y salvado, es fruto del Espíritu que actúa en
el corazón de los creyentes y se pone a la vez como el mandamiento fundamental
de la vida moral que es una exigencia de su libertad responsable.
La familia cristiana es así animada y guiada por la ley nueva del
Espíritu y en íntima comunión con la Iglesia, pueblo real, es llamada a vivir
su «servicio» de amor a Dios y a los hermanos. Como Cristo ejerce su potestad
real poniéndose al servicio de los hombres[161],
así también el cristiano encuentra el auténtico sentido de su participación en
la realeza de su Señor, compartiendo su espíritu y su actitud de servicio al
hombre: «Este poder lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden
constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en
sí mismos el reino del pecado (cf. Rom 6, 12). Más aún, para
que sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan con humildad y paciencia
a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de
los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: reino de verdad y de
vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz.
Un reino en el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la
corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios
(cf. Rom 8, 21)»[162].
Descubrir en cada hermano la imagen de Dios
64. Animada y sostenida por el mandamiento nuevo del amor, la familia
cristiana vive la acogida, el respeto, el servicio a cada hombre, considerado
siempre en su dignidad de persona y de hijo de Dios.
Esto debe realizarse ante todo en el interior y en beneficio de la
pareja y la familia, mediante el cotidiano empeño en promover una auténtica
comunidad de personas, fundada y alimentada por la comunión interior de amor.
Ello debe desarrollarse luego dentro del círculo más amplio de la comunidad
eclesial en el que la familia cristiana vive. Gracias a la caridad de la
familia, la Iglesia puede y debe asumir una dimensión más doméstica, es decir,
más familiar, adoptando un estilo de relaciones más humano y fraterno.
La caridad va más allá de los propios hermanos en la fe, ya que «cada
hombre es mi hermano»; en cada uno, sobre todo si es pobre, débil, si sufre o
es tratado injustamente, la caridad sabe descubrir el rostro de Cristo y un
hermano a amar y servir.
Para que el servicio al hombre sea vivido en la familia de acuerdo con
el estilo evangélico, hay que poner en práctica con todo cuidado lo que enseña
el Concilio Vaticano II: «Para que este ejercicio de la caridad sea
verdaderamente irreprochable y aparezca como tal, es necesario ver en el
prójimo la imagen de Dios, según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor, a
quien en realidad se ofrece lo que al necesitado se da»[163].
La familia cristiana, mientras con la caridad edifica la Iglesia, se
pone al servicio del hombre y del mundo, actuando de verdad aquella «promoción
humana», cuyo contenido ha sido sintetizado en el Mensaje del Sínodo a las
familias: «Otro cometido de la familia es el de formar los hombres al amor y
practicar el amor en toda relación humana con los demás, de tal modo que ella
no se encierre en sí misma, sino que permanezca abierta a la comunidad,
inspirándose en un sentido de justicia y de solicitud hacia los otros,
consciente de la propia responsabilidad hacia toda la sociedad»[164].
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CUARTA PARTE
PASTORAL FAMILIAR:
TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES
Y SITUACIONES
TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES
Y SITUACIONES
I - TIEMPOS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La Iglesia acompaña a la familia cristiana en su camino