EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
La Iglesia Maestra y Madre para los esposos en dificultad
33. También en el campo de la moral conyugal la
Iglesia es y actúa como Maestra y Madre.
Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral que debe guiar la
transmisión responsable de la vida. De tal norma la Iglesia no es ciertamente
ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya
imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la
Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena
voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección.
Como Madre, la Iglesia se hace cercana a muchas parejas de esposos que
se encuentran en dificultad sobre este importante punto de la vida moral;
conoce bien su situación, a menudo muy ardua y a veces verdaderamente
atormentada por dificultades de todo tipo, no sólo individuales sino también
sociales; sabe que muchos esposos encuentran dificultades no sólo para la
realización concreta, sino también para la misma comprensión de los valores
inherentes a la norma moral.
Pero la misma y única Iglesia es a la vez Maestra y Madre. Por esto, la
Iglesia no cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las eventuales
dificultades conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamas la
verdad. En efecto, está convencida de que no puede haber verdadera
contradicción entre la ley divina de la transmisión de la vida y la de
favorecer el auténtico amor conyugal[91].
Por esto, la pedagogía concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca
separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma persuasión de mi
predecesor: «No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma
de caridad eminente hacia las almas»[92].
Por otra parte, la auténtica pedagogía eclesial revela su realismo y su
sabiduría solamente desarrollando un compromiso tenaz y valiente en crear y
sostener todas aquellas condiciones humanas —psicológicas, morales y
espirituales— que son indispensables para comprender y vivir el valor y la
norma moral.
No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la
constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza
filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los
sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación[93].
Confortados así, los esposos cristianos podrán mantener viva la conciencia de
la influencia singular que la gracia del sacramento del matrimonio ejerce sobre
todas las realidades de la vida conyugal, y por consiguiente también sobre su
sexualidad: el don del Espíritu, acogido y correspondido por los esposos, les
ayuda a vivir la sexualidad humana según el plan de Dios y como signo del amor
unitivo y fecundo de Cristo por su Iglesia.
Pero entre las condiciones necesarias está también el conocimiento de la
corporeidad y de sus ritmos de fertilidad. En tal sentido conviene hacer lo
posible para que semejante conocimiento se haga accesible a todos los esposos,
y ante todo a las personas jóvenes, mediante una información y una educación
clara, oportuna y seria, por parte de parejas, de médicos y de expertos. El
conocimiento debe desembocar además en la educación al autocontrol; de ahí la
absoluta necesidad de la virtud de la castidad y de la educación permanente en
ella. Según la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo
ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía espiritual
que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y
sabe promoverlo hacia su realización plena.
Pablo VI, con intuición profunda de sabiduría y amor, no hizo más que
escuchar la experiencia de tantas parejas de esposos cuando en su encíclica
escribió: «El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre,
impone sin ningún género de duda una ascética, para que las manifestaciones
afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente
para observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de
los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano
más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo
beneficioso, los cónyuges desarrollan integralmente su personalidad,
enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de
serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo
la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del
verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres
adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a
los hijos»[94].
Itinerario moral de los esposos
34. Es siempre muy importante poseer una recta concepción del orden
moral, de sus valores y normas; la importancia aumenta, cuanto más numerosas y
graves se hacen las dificultades para respetarlos.
El orden moral, precisamente porque revela y propone el designio de Dios
Creador, no puede ser algo mortificante para el hombre ni algo impersonal; al
contrario, respondiendo a las exigencias más profundas del hombre creado por
Dios, se pone al servicio de su humanidad plena, con el amor delicado y
vinculante con que Dios mismo inspira, sostiene y guía a cada criatura hacia su
felicidad.
Pero el hombre, llamado a vivir responsablemente el designio sabio y
amoroso de Dios, es un ser histórico, que se construye día a día con sus
opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral
según diversas etapas de crecimiento.
También los esposos, en el ámbito de su vida moral, están llamados a un
continuo camino, sostenidos por el deseo sincero y activo de conocer cada vez
mejor los valores que la ley divina tutela y promueve, y por la voluntad recta
y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas.
Ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal que se
puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de
Cristo Señor a superar con valentía las dificultades. «Por ello la llamada
"ley de gradualidad" o camino gradual no puede identificarse con la
"gradualidad de la ley", como si hubiera varios grados o formas de
precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones. Todos los
esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio,
y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se
encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno,
confiando en la gracia divina y en la propia voluntad»[95].
En la misma línea, es propio de la pedagogía de la Iglesia que los esposos
reconozcan ante todo claramente la doctrina de la Humanae vitae como normativa para el ejercicio
de su sexualidad y se comprometan sinceramente a poner las condiciones
necesarias para observar tal norma.
Esta pedagogía, como ha puesto de relieve el Sínodo, abarca toda la vida
conyugal. Por esto la función de transmitir la vida debe estar integrada en la
misión global de toda la vida cristiana, la cual sin la cruz no puede llegar a
la resurrección. En semejante contexto se comprende cómo no se puede quitar de
la vida familiar el sacrificio, es más, se debe aceptar de corazón, a fin de
que el amor conyugal se haga más profundo y sea fuente de gozo íntimo.
Este camino exige reflexión, información, educación idónea de los
sacerdotes, religiosos y laicos que están dedicados a la pastoral familiar;
todos ellos podrán ayudar a los esposos en su itinerario humano y espiritual,
que comporta la conciencia del pecado, el compromiso sincero a observar la ley
moral y el ministerio de la reconciliación. Conviene también tener presente que
en la intimidad conyugal están implicadas las voluntades de dos personas,
llamadas sin embargo a una armonía de mentalidad y de comportamiento. Esto
exige no poca paciencia, simpatía y tiempo. Singular importancia tiene en este
campo la unidad de juicios morales y pastorales de los sacerdotes: tal unidad
debe ser buscada y asegurada cuidadosamente, para que los fieles no tengan que
sufrir ansiedades de conciencia[96].
El camino de los esposos será pues más fácil si, con estima de la
doctrina de la Iglesia y con confianza en la gracia de Cristo, ayudados y acompañados
por los pastores de almas y por la comunidad eclesial entera, saben descubrir y
experimentar el valor de liberación y promoción del amor auténtico, que el
Evangelio ofrece y el mandamiento del Señor propone.
Suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas
35. Ante el problema de una honesta regulación de la natalidad, la
comunidad eclesial, en el tiempo presente, debe preocuparse por suscitar
convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y
la maternidad de modo verdaderamente responsable.
En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los resultados
alcanzados por las investigaciones científicas para un conocimiento más preciso
de los ritmos de fertilidad femenina y alienta a una más decisiva y amplia
extensión de tales estudios, no puede menos de apelar, con renovado vigor, a la
responsabilidad de cuantos —médicos, expertos, consejeros matrimoniales,
educadores, parejas— pueden ayudar efectivamente a los esposos a vivir su amor,
respetando la estructura y finalidades del acto conyugal que lo expresa. Esto
significa un compromiso más amplio, decisivo y sistemático en hacer conocer,
estimar y aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad[97].
Un testimonio precioso puede y debe ser dado por aquellos esposos que,
mediante el compromiso común de la continencia periódica, han llegado a una
responsabilidad personal más madura ante el amor y la vida. Como escribía Pablo
VI, «a ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres
la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su
cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana»[98].
2) La educación.
El derecho-deber educativo de los padres
36. La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación primordial de los
esposos a participar en la obra creadora de Dios; ellos, engendrando en el amor
y por amor una nueva persona, que tiene en sí la vocación al crecimiento y al
desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla eficazmente a vivir
una vida plenamente humana. Como ha recordado el Concilio Vaticano II: «Puesto
que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de
educar a la prole, y por tanto hay que reconocerlos como los primeros y
principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación familiar es de
tanta transcendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues,
deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la
piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra
personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de
las virtudes sociales, que todas las sociedades necesitan»[99].
El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial,
relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original
y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la
relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible
e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente
delegado o usurpado por otros.
Por encima de estas características, no puede olvidarse que el elemento
más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor
paterno y materno que encuentra en la acción educativa su realización,
al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de los padres se
transforma de fuente en alma, y por consiguiente,
en norma, que inspira y guía toda la acción educativa concreta,
enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio,
desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del amor.
Educar en los valores esenciales de la vida humana
37. Aun en medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas, de la
acción educativa, los padres deben formar a los hijos con confianza y valentía
en los valores esenciales de la vida humana. Los hijos deben crecer en una
justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo
y austero, convencidos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que
tiene»[100].
En una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y conflictos a causa
del choque entre los diversos individualismos y egoísmos, los hijos deben
enriquecerse no sólo con el sentido de la verdadera justicia, que lleva al
respeto de la dignidad personal de cada uno, sino también y más aún del sentido
del verdadero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los
demás, especialmente a los más pobres y necesitados. La familia es la primera y
fundamental escuela de socialidad; como comunidad de amor, encuentra en el don
de sí misma la ley que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira el amor
mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber
en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones
que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida
cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad,
representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa,
responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad.
La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la
premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación
sexual clara y delicada. Ante una cultura que «banaliza» en gran parte
la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y
empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el
servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea
verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de
toda la persona —cuerpo, sentimiento y espíritu— y manifiesta su significado
íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor.
La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe
realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los
centros educativos elegidos y controlados por ellos. En este sentido la Iglesia
reafirma la ley de la subsidiaridad, que la escuela tiene que observar cuando
coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a los
padres.
En este contexto es del todo irrenunciable la educación para la
castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y
la hace capaz de respetar y promover el «significado esponsal» del cuerpo. Más
aún, los padres cristianos reserven una atención y cuidado especial
—discerniendo los signos de la llamada de Dios— a la educación para la
virginidad, como forma suprema del don de uno mismo que constituye el sentido
mismo de la sexualidad humana.
Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de la
persona y sus valores éticos, esta educación debe llevar a los hijos a conocer
y estimar las normas morales como garantía necesaria y preciosa para un
crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana.
Por esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema de información
sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el
cual no sería más que una introducción a la experiencia del placer y un
estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los
años de la inocencia.
Misión educativa y sacramento del matrimonio
38. Para los padres cristianos la misión educativa, basada como se ha
dicho en su participación en la obra creadora de Dios, tiene una fuente nueva y
específica en el sacramento del matrimonio, que los consagra a la educación
propiamente cristiana de los hijos, es decir, los llama a participar de la
misma autoridad y del mismo amor de Dios Padre y de Cristo Pastor, así como del
amor materno de la Iglesia, y los enriquece en sabiduría, consejo, fortaleza y
en los otros dones del Espíritu Santo, para ayudar a los hijos en su
crecimiento humano y cristiano.
El deber educativo recibe del sacramento del matrimonio la dignidad y la
llamada a ser un verdadero y propio «ministerio» de la Iglesia al servicio de
la edificación de sus miembros. Tal es la grandeza y el esplendor del
ministerio educativo de los padres cristianos, que santo Tomás no duda en
compararlo con el ministerio de los sacerdotes: «Algunos propagan y conservan
la vida espiritual con un ministerio únicamente espiritual: es la tarea del
sacramento del orden; otros hacen esto respecto de la vida a la vez corporal y
espiritual, y esto se realiza con el sacramento del matrimonio, en
el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el
culto a Dios»[101].
La conciencia viva y vigilante de la misión recibida con el sacramento
del matrimonio ayudará a los padres cristianos a ponerse con gran serenidad y
confianza al servizio educativo de los hijos y, al mismo tiempo, a sentirse
responsables ante Dios que los llama y los envía a edificar la Iglesia en los
hijos. Así la familia de los bautizados, convocada como iglesia doméstica por
la Palabra y por el Sacramento, llega a ser a la vez, como la gran Iglesia,
maestra y madre.
La primera experiencia de Iglesia
39. La misión de la educación exige que los padres cristianos propongan
a los hijos todos los contenidos que son necesarios para la maduración gradual
de su personalidad desde un punto de vista cristiano y eclesial. Seguirán pues
las líneas educativas recordadas anteriormente, procurando mostrar a los hijos
a cuán profundos significados conducen la fe y la caridad de Jesucristo.
Además, la conciencia de que el Señor confía a ellos el crecimiento de un hijo
de Dios, de un hermano de Cristo, de un templo del Espíritu Santo, de un
miembro de la Iglesia, alentará a los padres cristianos en su tarea de afianzar
en el alma de los hijos el don de la gracia divina.
El Concilio Vaticano II precisa así el contenido de la educación
cristiana: «La cual no persigue solamente la madurez propia de la persona
humana... sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes
cada día del don recibido de la fe, mientras se inician gradualmente en el
conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre en
espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23), ante todo en la acción
litúrgica, formándose para vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad
de verdad (Ef 4, 22-24), y así lleguen al hombre perfecto, en la
edad de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4, 13), y contribuyan al
crecimiento del Cuerpo místico. Conscientes, además, de su vocación,
acostúmbrense a dar testimonio de la esperanza que hay en ellos (cf. 1
Pe 3, 15) y a ayudar a la configuración cristiana del mundo»[102].(
También el Sínodo, siguiendo y desarrollando la línea conciliar ha
presentado la misión educativa de la familia cristiana como un verdadero
ministerio, por medio del cual se transmite e irradia el Evangelio, hasta el
punto de que la misma vida de familia se hace itinerario de fe y, en cierto
modo, iniciación cristiana y escuela de los seguidores de Cristo. En la familia
consciente de tal don, como escribió Pablo VI, «todos los miembros evangelizan
y son evangelizados»[103].
En virtud del ministerio de la educación los padres, mediante el
testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los
hijos. Es más, rezando con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la
Palabra de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo —eucarístico y
eclesial— de Cristo mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente
padres, es decir engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de
aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y
Resurrección de Cristo.
A fin de que los padres cristianos puedan cumplir dignamente su
ministerio educativo, los Padres Sinodales han manifestado el deseo de que se
prepare un texto adecuado de catecismo para las familias claro,
breve y que pueda ser fácilmente asimilado por todos. Las conferencias
episcopales han sido invitadas encarecidamente a comprometerse en la
realización de este catecismo.
Relaciones con otras fuerzas educativas
40. La familia es la primera, pero no la única y exclusiva, comunidad
educadora; la misma dimensión comunitaria, civil y eclesial del hombre exige y
conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración ordenada
de las diversas fuerzas educativas. Estas son necesarias, aunque cada una puede
y debe intervenir con su competencia y con su contribución propias[104].
La tarea educativa de la familia cristiana tiene por esto un puesto muy
importante en la pastoral orgánica; esto implica una nueva forma de
colaboración entre los padres y las comunidades cristianas, entre los diversos
grupos educativos y los pastores. En este sentido, la renovación de la escuela
católica debe prestar una atención especial tanto a los padres de los alumnos
como a la formación de una perfecta comunidad educadora.
Debe asegurarse absolutamente el derecho de los padres a la elección de
una educación conforme con su fe religiosa.
El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias todas
las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones
educativas. Por esto tanto la Iglesia como el Estado deben crear y promover las
instituciones y actividades que las familias piden justamente, y la ayuda
deberá ser proporcionada a las insuficiencias de las familias. Por tanto, todos
aquellos que en la sociedad dirigen las escuelas, no deben olvidar nunca que
los padres han sido constituidos por Dios mismo como los primeros y principales
educadores de los hijos, y que su derecho es del todo inalienable.
Pero como complementario al derecho, se pone el grave deber de los
padres de comprometerse a fondo en una relación cordial y efectiva con los
profesores y directores de las escuelas.
Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana,
la familia junto con otras familias, si es posible mediante formas de
asociación familiar, debe con todas las fuerzas y con sabiduria ayudar a los
jóvenes a no alejarse de la fe. En este caso la familia tiene necesidad de
ayudas especiales por parte de los pastores de almas, los cuales no deben
olvidar que los padres tienen el derecho inviolable de confiar sus hijos a la
comunidad eclesial.
Un servicio múltiple a la vida
41. El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que
tiene muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las más
inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor
al hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia,
porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación
de sí mismo a los demás.
En particular los esposos que viven la experiencia de la esterilidad
física, deberán orientarse hacia esta perspectiva, rica para todos en valor y
exigencias.
Las familias cristianas, que en la fe reconocen a todos los hombres como
hijos del Padre común de los cielos, irán generosamente al encuentro de los
hijos de otras familias, sosteniéndoles y amándoles no como extraños, sino como
miembros de la única familia de los hijos de Dios. Los padres cristianos podrán
así ensanchar su amor más allá de los vínculos de la carne y de la sangre,
estrechando esos lazos que se basan en el espíritu y que se desarrollan en el
servicio concreto a los hijos de otras familias, a menudo necesitados incluso
de lo más necesario.
Las familias cristianas se abran con mayor disponibilidad a la adopción
y acogida de aquellos hijos que están privados de sus padres o abandonados por
éstos. Mientras esos niños, encontrando el calor afectivo de una familia,
pueden experimentar la cariñosa y solícita paternidad de Dios, atestiguada por
los padres cristianos, y así crecer con serenidad y confianza en la vida, la
familia entera se enriquecerá con los valores espirituales de una fraternidad
más amplia.
La fecundidad de las familias debe llevar a su incesante «creatividad»,
fruto maravilloso del Espíritu de Dios, que abre el corazón para descubrir las
nuevas necesidades y sufrimientos de nuestra sociedad, y que infunde ánimo para
asumirlas y darles respuesta. En este marco se presenta a las familias un vasto
campo de acción; en efecto, todavía más preocupante que el abandono de los
niños es hoy el fenómeno de la marginación social y cultural, que afecta
duramente a los ancianos, a los enfermos, a los minusválidos, a los
drogadictos, a los excarcelados, etc.
De este modo se ensancha enormemente el horizonte de la paternidad y
maternidad de las familias cristianas; un reto para su amor espiritualmente
fecundo viene de estas y tantas otras urgencias de nuestro tiempo. Con las
familias y por medio de ellas, el Señor Jesús sigue teniendo «compasión» de las
multitudes.
III - PARTICIPACIÓN EN EL DESARROLLO DE LA SOCIEDAD
La familia, célula primera y vital de la sociedad
42. «El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como origen y
fundamento de la sociedad humana»; la familia es por ello la «célula primera y
vital de la sociedad»[105].
La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque
constituye su fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a
la vida. En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en
ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y
del desarrollo de la sociedad misma.
Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos de
encerrarse en sí misma, se abre a las demás familias y a la sociedad, asumiendo
su función social.
La vida familiar como experiencia de comunión y participación
43. La misma experiencia de comunión y participación, que debe
caracterizar la vida diaria de la familia, representa su primera y fundamental
aportación a la sociedad.
Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están
inspiradas y guiadas por la ley de la «gratuidad» que, respetando y
favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único título de
valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada,
servicio generoso y solidaridad profunda.
Así la promoción de una auténtica y madura comunión de personas en la
familia se convierte en la primera e insustituible escuela de socialidad,
ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un clima de
respeto, justicia, diálogo y amor.
De este modo, como han recordado los Padres Sinodales, la familia
constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de
personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la
construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en
particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los «valores». Como dice
el Concilio Vaticano II, en la familia «las distintas generaciones coinciden y
se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de
las personas con las demás exigencias de la vida social»[106].
Como consecuencia, de cara a una sociedad que corre el peligro de ser
cada vez más despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y
deshumanizadora, con los resultados negativos de tantas formas de «evasión»
—como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga y el mismo terrorismo—, la
familia posee y comunica todavía hoy energías formidables capaces de sacar al
hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de
enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad
e irrepetibilidad en el tejido de la sociedad.
Función social y política
44. La función social de la familia no puede ciertamente reducirse a la
acción procreadora y educativa, aunque encuentra en ella su primera e insustituible
forma de expresión.
Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto
dedicarse a muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los
pobres y de todas aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la
organización de previsión y asistencia de las autoridades públicas.
La aportación social de la familia tiene su originalidad, que exige se
la conozca mejor y se la apoye más decididamente, sobre todo a medida que los
hijos crecen, implicando de hecho lo más posible a todos sus miembros[107].
En especial hay que destacar la importancia cada vez mayor que en
nuestra sociedad asume la hospitalidad, en todas sus formas, desde el abrir la
puerta de la propia casa, y más aún la del propio corazón, a las peticiones de
los hermanos, al compromiso concreto de asegurar a cada familia su casa, como
ambiente natural que la conserva y la hace crecer. Sobre todo, la familia
cristiana está llamada a escuchar el consejo del Apóstol: «Sed solícitos en la
hospitalidad»[108],
y por consiguiente en practicar la acogida del hermano necesitado, imitando el
ejemplo y compartiendo la caridad de Cristo: «El que diere de beber a uno de
estos pequeños sólo un vaso de agua fresca porque es mi discípulo, en verdad os
digo que no perderá su recompensa»[109].
La función social de las familias está llamada a manifestarse también en
la forma de intervención política, es decir, las familias deben ser las
primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no
ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los
deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la
conciencia de ser «protagonistas» de la llamada «política familiar», y asumirse
la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán
las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con
indiferencia. La llamada del Concilio Vaticano II a superar la ética
individualista vale también para la familia como tal[110].
La sociedad al servicio de la familia
45. La conexión íntima entre la familia y la sociedad, de la misma
manera que exige la apertura y la participación de la familia en la sociedad y
en su desarrollo, impone también que la sociedad no deje de cumplir su deber
fundamental de respetar y promover la familia misma.
Ciertamente la familia y la sociedad tienen una función complementaria
en la defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y de cada hombre.
Pero la sociedad, y más específicamente el Estado, deben reconocer que la
familia es una «sociedad que goza de un derecho propio y primordial»[111] y
por tanto, en sus relaciones con la familia, están gravemente obligados a
atenerse al principio de subsidiaridad.
En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe substraer a las
familias aquellas funciones que pueden igualmente realizar bien, por sí solas o
asociadas libremente, sino favorecer positivamente y estimular lo más posible
la iniciativa responsable de las familias. Las autoridades públicas,
convencidas de que el bien de la familia constituye un valor indispensable e
irrenunciable de la comunidad civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar a
las familias todas aquellas ayudas —económicas, sociales, educativas,
políticas, culturales— que necesitan para afrontar de modo humano todas sus
responsabilidades.
Carta de los derechos de la familia
46. El ideal de una recíproca acción de apoyo y desarrollo entre la
familia y la sociedad choca a menudo, y en medida bastante grave, con la
realidad de su separación e incluso de su contraposición.
En efecto, como el Sínodo ha denunciado continuamente, la situación que
muchas familias encuentran en diversos países es muy problemática, si no
incluso claramente negativa: instituciones y leyes desconocen injustamente los
derechos inviolables de la familia y de la misma persona humana, y la sociedad,
en vez de ponerse al servicio de la familia, la ataca con violencia en sus
valores y en sus exigencias fundamentales. De este modo la familia, que, según
los planes de Dios, es célula básica de la sociedad, sujeto de derechos y
deberes antes que el Estado y cualquier otra comunidad, es víctima de la
sociedad, de los retrasos y lentitudes de sus intervenciones y más aún de sus
injusticias notorias.
Por esto la Iglesia defiende abierta y vigorosamente los derechos de la
familia contra las usurpaciones intolerables de la sociedad y del Estado. En
concreto, los Padres Sinodales han recordado, entre otros, los siguientes
derechos de la familia:
- a existir y progresar como
familia, es decir, el derecho de todo hombre, especialmente aun siendo
pobre, a fundar una familia, y a tener los recursos apropiados para
mantenerla;
- a ejercer su responsabilidad
en el campo de la transmisión de la vida y a educar a los hijos;
- a la intimidad de la vida
conyugal y familiar;
- a la estabilidad del vínculo
y de la institución matrimonial;
- a creer y profesar su propia
fe, y a difundirla;
- a educar a sus hijos de
acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y culturales, con
los instrumentos, medios e instituciones necesarias;
- a obtener la seguridad
física, social, política y económica, especialmente de los pobres y
enfermos;
- el derecho a una vivienda
adecuada, para una vida familiar digna;
- el derecho de expresión y de
representación ante las autoridades públicas, económicas, sociales,
culturales y ante las inferiores, tanto por sí misma como por medio de
asociaciones;
- a crear asociaciones con
otras familias e instituciones, para cumplir adecuada y esmeradamente su
misión;
- a proteger a los menores,
mediante instituciones y leyes apropiadas, contra los medicamentos
perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo, etc.;
- el derecho a un justo tiempo
libre que favorezca, a la vez, los valores de la familia;
- el derecho de los ancianos a
una vida y a una muerte dignas;
- el derecho a emigrar como
familia, para buscar mejores condiciones de vida[112].
La Santa Sede, acogiendo la petición explícita del Sínodo, se encargará
de estudiar detenidamente estas sugerencias, elaborando una «Carta de los
derechos de la familia», para presentarla a los ambientes y autoridades
interesadas.
Gracia y responsabilidad de la familia cristiana
47. La función social propia de cada familia compete, por un título
nuevo y original, a la familia cristiana, fundada sobre el sacramento del
matrimonio. Este sacramento, asumiendo la realidad humana del amor conyugal en todas
sus implicaciones, capacita y compromete a los esposos y a los padres
cristianos a vivir su vocación de laicos, y por consiguiente a «buscar el reino
de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios»[113].
El cometido social y político forma parte de la misión real o de
servicio, en la que participan los esposos cristianos en virtud del sacramento
del matrimonio, recibiendo a la vez un mandato al que no pueden sustraerse y
una gracia que los sostiene y los anima.
De este modo la familia cristiana está llamada a ofrecer a todos el
testimonio de una entrega generosa y desinteresada a los problemas sociales,
mediante la «opción preferencial» por los pobres y los marginados. Por eso la
familia, avanzando en el seguimiento del Señor mediante un amor especial hacia
todos los pobres, debe preocuparse especialmente de los que padecen hambre, de
los indigentes, de los ancianos, los enfermos, los drogadictos o los que están
sin familia.
Continúa en:
Hacia
un nuevo orden internacional (CRÍTICA)
ALERTA, ALERTA.- S.S. Juan Pablo II fue engañado en
cuanto a lo que en realidad persiguen los sectarios infiltrados hasta los Más
Altos Reinos de la Jerarquía en el Vaticano, que a partir de Benedicto XVI y
Francisco, es más descarado, abierto e identificable el movimiento judío
sionista para llevar al Anticristo Maitreya a la Silla de Pedro y a liderar el
Gobierno Mundial que surgirá del Nuevo Orden Mundial promovido por los rabinos
de la Sinagoga de Satanás con sus Prioratos, el de Praga, al que pertenecía
Joseph Ratzinger Peintner, judío alemán; y el Priorato de Sión al que
pertenecen Francisco (Jorge Mario Bergoglio), manipulado por los rabinos
Abraham Skorka y Sergio Bergman, desde Buenos Aires Argentina (https://vatileaksnews.blogspot.mx y https://benedictoxviquienes.blogspot.mx ).
Incluso, de
manera errónea, Juan Pablo II escribió un documento pontificio de carácter
ecuménico, sin conocer a ciencia cierta lo que ocultan los cardenales sectarios
infiltrados hasta la Cúpula Vaticana como advertía el Tercer Secreto de Fátima y
el Cap. 13, 11 del Apocalipsis: “Satanás se infiltrará en el seno de la
Iglesia; llegará hasta los Más Altos Reinos en el Vaticano; y hasta la Silla de
Pedro”; y “los corderos que hablan como la Bestia –la masonería eclesiástica- y
están totalmente a su servicio –la masonería laica-“ (revelado por la Virgen al
P. Stéfano Gobbi del Movimiento Sacerdotal Mariano), son los papas, cardenales
y obispos al servicio de la masonería laica, creada por los rabinos de la
Sinagoga de Satanás.
Este Secreto
que ocultó y distorsionó Benedicto XVI porque evidenciaba la infiltración de
los Prioratos, la masonería y los illuminati, desde Prefecto de la Congregación
de la Doctrina de la Fe, fue corroborado desde antes, cuando el Papa Paulo VI,
entre varias declaraciones, advirtió: “Por alguna fisura se ha filtrado el humo
del Infierno en el seno de la Iglesia; y que “fue un fracaso el Concilio
Ecuménico Vaticano II, que no debió haberse convocado”, causó la salida de
cerca de 300 mil sacerdotes que seguían la Misa Tradicional, por considerar la
nueva misa modernista, una infiltración protestante y rabínica en la Mesa de
Trabajo donde hicieron esta propuesta de suplantación del Ordo Missae
tradicional. El golpe fue identificado por el Cardenal Alfons M. Stickler (https://concilioecumenicovaticanoii.blogspot.mx)
El “NUEVO
ORDEN MUNDIAL” será la dictadura del Devastador Anticristo Maitreya e impondrá
su Marca, la de la Bestia 666, con el Microchip RFID (https://marcadelabestia666.blogspot.mx)