EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
TERCERA PARTE
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA
¡Familia, sé lo que eres!
17. En el designio de Dios Creador y Redentor la familia descubre no
sólo su «identidad», lo que «es», sino también su «misión», lo que puede y debe
«hacer». El cometido, que ella por vocación de Dios está llamada a desempeñar
en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y
existencial. Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada
imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad: familia,
¡«sé» lo que «eres»!
Remontarse al «principio» del gesto creador de Dios es una necesidad
para la familia, si quiere conocerse y realizarse según la verdad interior no
sólo de su ser, sino también de su actuación histórica. Y dado que, según el
designio divino, está constituida como «íntima comunidad de vida y de amor»[44],
la familia tiene la misión de ser cada vez más lo que es, es decir, comunidad
de vida y amor, en una tensión que, al igual que para toda realidad creada y
redimida, hallará su cumplimiento en el Reino de Dios. En una perspectiva que
además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y
el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por
esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el
amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la
humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa.
Todo cometido particular de la familia es la expresión y la actuación
concreta de tal misión fundamental. Es necesario por tanto penetrar más a fondo
en la singular riqueza de la misión de la familia y sondear sus múltiples y
unitarios contenidos.
En este sentido, partiendo del amor y en constante referencia a él, el
reciente Sínodo ha puesto de relieve cuatro cometidos generales de la familia:
1) formación de una comunidad de personas;
2) servicio a la vida;
3) participación en el desarrollo de la sociedad;
4) participación en la vida y misión de la Iglesia.
2) servicio a la vida;
3) participación en el desarrollo de la sociedad;
4) participación en la vida y misión de la Iglesia.
I - FORMACIÓN DE UNA COMUNIDAD DE PERSONAS
El amor, principio y fuerza de la comunión
18. La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de
personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de
los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la
comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de
personas.
El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido
es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas,
así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y
perfeccionarse como comunidad de personas. Cuanto he escrito en la
encíclica Redemptor hominis encuentra su originalidad y
aplicación privilegiada precisamente en la familia en cuanto tal: «El hombre no
puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida
está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con
el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él
vivamente»[45].
El amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada
y más amplia, el amor entre los miembros de la misma familia —entre padres e
hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares— está animado e
impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia a
una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y
alma de la comunidad conyugal y familiar.
Unidad indivisible de la comunión conyugal
19. La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los
cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya
dos, sino una sola carne»[46] y
están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad
cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que
existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal
de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que
son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia
profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana,
la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el
sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración
sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de
amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la
Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos
cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día
progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles
—del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma[47]—,
revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la
gracia de Cristo.
Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la poligamia;
ésta, en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es revelado
desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre
y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo
único y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «La unidad matrimonial
confirmada por el Señor aparece de modo claro incluso por la igual dignidad
personal del hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo y pleno
amor»[48].
Una comunión indisoluble
20. La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino
también por su indisolubilidad: «Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de
dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de
los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad»[49].
Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza —como han hecho
los Padres del Sínodo— la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a
cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a
una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que
rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del
compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio
de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su
fuerza[50].
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por
el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última
en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la
indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor
absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su
Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el
corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del
matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: de este modo los cónyuges no sólo pueden
superar la «dureza de corazón»[51],
sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo
de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el
«testigo fiel»[52],
es el «sí» de las promesas de Dios[53] y
consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la
que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a
participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la
Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin[54].
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los
esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de
toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor:
«lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre»[55].
Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad
matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas
cristianas de nuestro tiempo. Por esto, junto con todos los Hermanos en el
Episcopado que han tomado parte en el Sínodo de los Obispos, alabo y aliento a
las numerosas parejas que, aun encontrando no leves dificultades, conservan y
desarrollan el bien de la indisolubilidad; cumplen así, de manera útil y
valiente, el cometido a ellas confiado de ser un «signo» en el mundo —un signo
pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación, pero siempre renovado— de la
incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a
cada hombre.
Pero es obligado también reconocer el valor del testimonio de
aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con
la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión:
también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo
tiene hoy gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los
pastores y por los fieles de la Iglesia.
La más amplia comunión de la familia
21. La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va
edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos,
de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás
familiares.
Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la
sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en
el instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del
espíritu: el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos
miembros de la familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la
comunión y la comunidad familiar.
La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una
nueva y original comunión, que confirma y perfecciona la natural y humana. En
realidad la gracia de Cristo, «el Primogénito entre los hermanos»[56],
es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia fraterna como la llama
santo Tomás de Aquino[57].
El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es la raíz
viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acomuna y vincula
a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Una
revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por
la familia cristiana que también por esto puede y debe decirse «Iglesia
doméstica»[58].
Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen
la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las
personas, haciendo de la familia una «escuela de humanidad más completa y más
rica»[59]:
es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y
los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los
bienes, alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para construir tal comunión está constituido por
el intercambio educativo entre padres e hijos[60],
en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los
padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la
edificación de una familia auténticamente humana y cristiana[61].
En esto se verán facilitados si los padres ejercen su autoridad irrenunciable
como un verdadero y propio «ministerio», esto es, como un servicio ordenado al
bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles
adquirir una libertad verdaderamente responsable, y también si los padres
mantienen viva la conciencia del «don» que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un
gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa
disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al
perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el
desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren
mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de
división en la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada
por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la
«reconciliación», esto es, de la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente
encontrada. En particular la participación en el sacramento de la
reconciliación y en el banquete del único Cuerpo de Cristo ofrece a la familia
cristiana la gracia y la responsabilidad de superar toda división y caminar
hacia la plena verdad de la comunión querida por Dios, respondiendo así al
vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una sola cosa»[62].
Derechos y obligaciones de la mujer
22. La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad de
personas, encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante para acoger,
respetar y promover a cada uno de sus miembros en la altísima dignidad de
personas, esto es, de imágenes vivientes de Dios. Como han afirmado justamente
los Padres Sinodales, el criterio moral de la autenticidad de las relaciones
conyugales y familiares consiste en la promoción de la dignidad y vocación de
cada una de las personas, las cuales logran su plenitud mediante el don sincero
de sí mismas[63].
En esta perspectiva, el Sínodo ha querido reservar una atención
privilegiada a la mujer, a sus derechos y deberes en la familia y en la
sociedad. En la misma perspectiva deben considerarse también el hombre como
esposo y padre, el niño y los ancianos.
De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y
responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular
de realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos,
donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana
intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto,
la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad
de la mujer.
Creando al hombre «varón y mujer»[64],
Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer,
enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que
son propias de la persona humana. Dios manifiesta también de la forma más
elevada posible la dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de
María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva
y proponiéndola como modelo de la mujer redimida. El delicado respeto de Jesús
hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana
de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a
las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son
signos que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el
Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. No
hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque
todos sois uno en Cristo Jesús»[65].
Mujer y sociedad
23. Sin entrar ahora a tratar de los diferentes aspectos del amplio y
complejo tema de las relaciones mujer-sociedad, sino limitándonos a algunos
puntos esenciales, no se puede dejar de observar cómo en el campo más
específicamente familiar una amplia y difundida tradición social y cultural ha
querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y madre, sin abrirla
adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al hombre.
No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de
la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas.
Por otra parte, la verdadera promoción de la mujer exige también que sea
claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las
demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales
funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la
evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana.
Esto resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo, una renovada
«teología del trabajo» ilumina y profundiza el significado del mismo en la vida
cristiana y determina el vínculo fundamental que existe entre el trabajo y la
familia, y por consiguiente el significado original e insustituible del trabajo
de la casa y la educación de los hijos[66].
Por ello la Iglesia puede y debe ayudar a la sociedad actual, pidiendo
incansablemente que el trabajo de la mujer en casa sea reconocido por todos y
estimado por su valor insustituible. Esto tiene una importancia especial en la
acción educativa; en efecto, se elimina la raíz misma de la posible
discriminación entre los diversos trabajos y profesiones cuando resulta
claramente que todos y en todos los sectores se empeñan con idéntico derecho e
idéntica responsabilidad. Aparecerá así más espléndida la imagen de Dios en el
hombre y en la mujer.
Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el
derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin
embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de
hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan
vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia
familia.
Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de la mujer
deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige
que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de
su dignidad personal, y que la sociedad cree y desarrolle las condiciones
adecuadas para el trabajo doméstico.
La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre y
de la mujer, debe promover en la medida de lo posible en su misma vida su
igualdad de derechos y de dignidad; y esto por el bien de todos, de la familia,
de la sociedad y de la Iglesia.
Es evidente sin embargo que todo esto no significa para la mujer la
renuncia a su feminidad ni la imitación del carácter masculino, sino la
plenitud de la verdadera humanidad femenina tal como debe expresarse en su
comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin descuidar por otra
parte en este campo la variedad de costumbres y culturas.
Ofensas a la dignidad de la mujer
24. Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la dignidad de la mujer
halla oposición en la persistente mentalidad que considera al ser humano no
como persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, al servicio del
interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal mentalidad es la
mujer.
Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio del hombre
y de la mujer, la esclavitud, la opresión de los débiles, la pornografía, la
prostitución —tanto más cuando es organizada— y todas las diferentes
discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de la
profesión, de la retribución del trabajo, etc.
Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas
formas de discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos
grupos particulares de mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen
hijos, las viudas, las separadas, las divorciadas, las madres solteras.
Estas y otras discriminaciones han sido deploradas con toda la fuerza
posible por los Padres Sinodales. Por lo tanto, pido que por parte de todos se
desarrolle una acción pastoral específica más enérgica e incisiva, a fin de que
estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal modo que se alcance la
plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos los seres humanos sin
excepción alguna.
El hombre esposo y padre
25. Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está
llamado a vivir su don y su función de esposo y padre.
Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No es bueno que
el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»[67],
y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: «Esta vez sí que es hueso
de mis huesos y carne de mi carne»[68].
El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo
respeto por la igual dignidad de la mujer: «No eres su amo —escribe san
Ambrosio— sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer...
Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su amor»[69].
El hombre debe vivir con la esposa «un tipo muy especial de amistad personal»[70].
El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de amor nuevo,
manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo
tiene a la Iglesia[71].
El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el
camino natural para la comprensión y la realización de su paternidad. Sobre
todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al padre a
un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor en la
acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente la
convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de
una importancia única e insustituible[72].
Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios
psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones
familiares, como también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del
padre, especialmente donde todavía vige el fenómeno del «machismo», o sea, la
superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e
inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares.
Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de Dios[73],
el hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos los
miembros de la familia. Realizará esta tarea mediante una generosa
responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un
compromiso educativo más solícito y compartido con la propia esposa[74],
un trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la promueva en su
cohesión y estabilidad, un testimonio de vida cristiana adulta, que introduzca
más eficazmente a los hijos en la experiencia viva de Cristo y de la Iglesia.
Derechos del niño
26. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención
especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal,
así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale
respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es
pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido.
Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada niño que
viene a este mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En efecto, está
llamada a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el mandato de
Cristo, que ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios: «Dejad que
los niños vengan a mí, ... que de ellos es el reino de los cielos»[75].
Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de las Naciones
Unidas, el 2 de octubre de 1979: «Deseo ... expresar el gozo que para cada uno
de nosotros constituyen los niños, primavera de la vida, anticipo de la
historia futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país del
mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si no es a
través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el
múltiple patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la
nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La
solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento
de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud
es la verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con el
hombre - el Santo Padre Juan Pablo II no se refiere a las relaciones homosexuales que destruyen al mismo hombre por los engaños de Satanás -.
Contra la "Cultura de la Muerte" que atenta contra la vida humana y la Creación de Dios Padre, dice S.S. Juan Pablo II:
Y por eso, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la
humanidad, a todos los niños del mundo, sino un futuro mejor en el que el
respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una realidad plena en las
dimensiones del 2000 que se acerca?»[76].
La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario
—material, afectivo, educativo, espiritual— a cada niño que viene a este mundo,
deberá constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los
cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez
que crecen «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»[77],
serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la
misma santificación de los padres[78].
Los ancianos en familia
27. Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor
por el anciano; lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado como un
peso inútil, el anciano permanece inserido en la vida familiar, sigue tomando
parte activa y responsable —aun debiendo respetar la autonomía de la nueva
familia— y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado e
inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro.
Otras culturas, en cambio, especialmente como consecuencia de un
desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen llevando
a los ancianos a formas inaceptables de marginación, que son fuente a la vez de
agudos sufrimientos para ellos mismos y de empobrecimiento espiritual para
tantas familias.
Es necesario que la acción pastoral de la Iglesia estimule a todos a
descubrir y a valorar los cometidos de los ancianos en la comunidad civil y
eclesial, y en particular en la familia. En realidad, «la vida de los ancianos
ayuda a clarificar la escala de valores humanos; hace ver la continuidad de las
generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia del Pueblo de
Dios. Los ancianos tienen además el carisma de romper las barreras entre las
generaciones antes de que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado comprensión
y amor en los ojos, palabras y caricias de los ancianos! y ¡cuánta gente mayor
no ha subscrito con agrado las palabras inspiradas "la corona de los
ancianos son los hijos de sus hijos" (Prov 17, 6)!»[79].
II - SERVICIO A LA VIDA
1) La transmisión de la vida.
Cooperadores del amor de Dios Creador
28. Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y
semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una
especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y
Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de
la vida humana: «Y bendíjolos Dios y les dijo: " Sed fecundos y
multiplicaos y henchid la tierra y sometedla"»[80].
Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el
realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador,
transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre[81].
La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio
vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos: «El cultivo auténtico del
amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin
dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos
para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador,
quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia»[82].
La fecundidad del amor conyugal no se reduce sin embargo a la sola
procreación de los hijos, aunque sea entendida en su dimensión específicamente
humana: se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual
y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por
medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.
La doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia
29. Precisamente porque el amor de los esposos es una participación singular
en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo, la Iglesia sabe que ha
recibido la misión especial de custodiar y proteger la altísima dignidad del
matrimonio y la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana.
De este modo, siguiendo la tradición viva de la comunidad eclesial a
través de la historia, el reciente Concilio Vaticano II y el magisterio de mi
predecesor Pablo VI, expresado sobre todo en la encíclica Humanae vitae, han transmitido a nuestro tiempo un
anuncio verdaderamente profético, que reafirma y propone de nuevo con claridad
la doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el
matrimonio y sobre la transmisión de la vida humana.
Por esto, los Padres Sinodales, en su última asamblea declararon
textualmente: «Este Sagrado Sínodo, reunido en la unidad de la fe con el
sucesor de Pedro, mantiene firmemente lo que ha sido propuesto en el Concilio
Vaticano II (cfr. Gaudium et spes, 50) y después en la encíclica Humanae vitae, y en concreto, que el amor conyugal
debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nueva vida (Humanae vitae, n. 11 y cfr. 9 y 12)»[83].
La Iglesia en favor de la vida
30. La doctrina de la Iglesia se encuentra hoy en una situación social y
cultural que la hace a la vez más difícil de comprender y más urgente e
insustituible para promover el verdadero bien del hombre y de la mujer.
En efecto, el progreso científico-técnico, que el hombre contemporáneo
acrecienta continuamente en su dominio sobre la naturaleza, no desarrolla
solamente la esperanza de crear una humanidad nueva y mejor, sino también una
angustia cada vez más profunda ante el futuro.
Algunos se preguntan si es un
bien vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan de si es lícito llamar a
otros a la vida, los cuales quizás maldecirán su existencia en un mundo cruel,
cuyos terrores no son ni siquiera previsibles. Otros piensan que son los únicos
destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los
cuales imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía,
cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un
continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por
consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. La razón
última de estas mentalidades es la ausencia, en el corazón de los hombres, de
Dios cuyo amor sólo es más fuerte que todos los posibles miedos del mundo y los
puede vencer.
Ha nacido así una mentalidad contra la vida (anti-life mentality),
como se ve en muchas cuestiones actuales: piénsese, por ejemplo, en un cierto
pánico derivado de los estudios de los ecólogos y futurólogos sobre la
demografía, que a veces exageran el peligro que representa el incremento
demográfico para la calidad de la vida.
Pero la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y
enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el
pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la
vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí», de aquel
«Amén» que es Cristo mismo[84].
Al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone este «Sí» viviente,
defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la
vida.
La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un
convencimiento más claro y firme, su voluntad de promover con todo medio y
defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de
desarrollo en que se encuentre.
Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a
la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades
públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en
la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y
rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en
favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto
procurado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el hecho
de que, en las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la
promoción de los pueblos esté condicionada a programas de anticoncepcionismo,
esterilización y aborto procurado[85].
Para que el plan divino sea realizado cada vez más plenamente
31. La Iglesia es ciertamente consciente también de los múltiples y
complejos problemas que hoy, en muchos países, afectan a los esposos en su
cometido de transmitir responsablemente la vida. Conoce también el grave
problema del incremento demográfico como se plantea en diversas partes de
mundo, con las implicaciones morales que comporta.
Ella cree, sin embargo, que una consideración profunda de todos los
aspectos de tales problemas ofrece una nueva y más fuerte confirmación de la
importancia de la doctrina auténtica acerca de la regulación de la natalidad,
propuesta de nuevo en el Concilio Vaticano II y en la encíclica Humanae vitae.
Por esto, junto con los Padres del Sínodo, siento el deber de dirigir
una acuciante invitación a los teólogos a fin de que, uniendo sus fuerzas para
colaborar con el magisterio jerárquico, se comprometan a iluminar cada vez
mejor los fundamentos bíblicos, las motivaciones éticas y las razones
personalistas de esta doctrina. Así será posible, en el contexto de una
exposición orgánica, hacer que la doctrina de la Iglesia en este importante
capítulo sea verdaderamente accesible a todos los hombres de buena voluntad,
facilitando su comprensión cada vez más luminosa y profunda; de este modo el plan
divino podrá ser realizado cada vez más plenamente, para la salvación del
hombre y gloria del Creador.
A este respecto, el empeño concorde de los teólogos, inspirado por la
adhesión convencida al Magisterio, que es la única guía auténtica del Pueblo de
Dios, presenta una urgencia especial también a causa de la relación íntima que
existe entre la doctrina católica sobre este punto y la visión del hombre que
propone la Iglesia. Dudas o errores en el ámbito matrimonial o familiar llevan
a una ofuscación grave de la verdad integral sobre el hombre, en una situación
cultural que muy a menudo es confusa y contradictoria. La aportación de
iluminación y profundización, que los teólogos están llamados a ofrecer en el
cumplimiento de su cometido específico, tiene un valor incomparable y
representa un servicio singular, altamente meritorio, a la familia y a la
humanidad.
En la visión integral del hombre y de su vocación
32. En el contexto de una cultura que deforma gravemente o incluso
pierde el verdadero significado de la sexualidad humana, porque la desarraiga
de su referencia a la persona, la Iglesia siente más urgente e insustituible su
misión de presentar la sexualidad como valor y función de toda la persona
creada, varón y mujer, a imagen de Dios.
En esta perspectiva el Concilio Vaticano II afirmó claramente que
«cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de
la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera
intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios
objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios
que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana
procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar
sinceramente la virtud de la castidad conyugal»[86].
Es precisamente partiendo de la «visión integral del hombre y de su
vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna»[87],
por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia «está fundada sobre
la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por
propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado
unitivo y el significado procreador»[88].
Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, «toda
acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el
desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio,
hacer imposible la procreación»[89].
Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan
estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de
la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como «árbitros»
del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad humana, y con ella
la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación «total». Así, al
lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el
anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir,
el de no darse al otro totalmente: se produce, no sólo el rechazo positivo de
la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del
amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal.
En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de
infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y
procreador de la sexualidad humana, se comportan como «ministros» del designio
de Dios y «se sirven» de la sexualidad según el dinamismo original de la
donación «total», sin manipulaciones ni alteraciones[90].
A la luz de la misma experiencia de tantas parejas de esposos y de los
datos de las diversas ciencias humanas, la reflexión teológica puede captar y
está llamada a profundizar la diferencia antropológica y al mismo
tiempo moral, que existe entre el anticoncepcionismo y el recurso a los
ritmos temporales. Se trata de una diferencia bastante más amplia y profunda de
lo que habitualmente se cree, y que implica en resumidas cuentas dos
concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre
sí. La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la
persona, es decir de la mujer, y con esto la aceptación también del diálogo,
del respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo.
Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a
la vez corporal de la comunión conyugal, como también vivir el amor personal en
su exigencia de fidelidad. En este contexto la pareja experimenta que la
comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y afectividad,
que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su
dimensión física. De este modo la sexualidad es respetada y promovida en su
dimensión verdadera y plenamente humana, no «usada» en cambio como un «objeto»
que, rompiendo la unidad personal de alma y cuerpo, contradice la misma
creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona.
Continúa en:
La Iglesia Maestra y Madre para los esposos en dificultad
(Punto 33)