EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
FAMILIARIS CONSORTIO
de S.S. JUAN PABLO II
CUARTA PARTE
PASTORAL FAMILIAR:
TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES
Y SITUACIONES
TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES
Y SITUACIONES
I - TIEMPOS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La Iglesia acompaña a la familia cristiana en su camino
65. Al igual que toda realidad viviente, también la familia está llamada
a desarrollarse y crecer. Después de la preparación durante el noviazgo y la
celebración sacramental del matrimonio la pareja comienza el camino cotidiano
hacia la progresiva actuación de los valores y deberes del mismo matrimonio.
A la luz de la fe y en virtud de la esperanza, la familia cristiana
participa, en comunión con la Iglesia, en la experiencia de la peregrinación
terrena hacia la plena revelación y realización del Reino de Dios.
Por ello hay que subrayar una vez más la urgencia de la intervención
pastoral de la Iglesia en apoyo de la familia. Hay que llevar a cabo toda clase
de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera consistencia y se
desarrolle, dedicándose a un sector verdaderamente prioritario, con la certeza
de que la evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia
doméstica[165].
La solicitud pastoral de la Iglesia no se limitará solamente a las
familias cristianas más cercanas, sino que, ampliando los propios horizontes en
la medida del Corazón de Cristo, se mostrará más viva aún hacia el conjunto de
las familias en general y en particular hacia aquellas que se hallan en
situaciones difíciles o irregulares. Para todas ellas la Iglesia tendrá
palabras de verdad, de bondad, de comprensión, de esperanza, de viva
participación en sus dificultades a veces dramáticas; ofrecerá a todos su ayuda
desinteresada, a fin de que puedan acercarse al modelo de familia, que ha
querido el Creador «desde el principio» y que Cristo ha renovado con su gracia
redentora.
La acción pastoral de la Iglesia debe ser progresiva, incluso en el
sentido de que debe seguir a la familia, acompañándola paso a paso en las
diversas etapas de su formación y de su desarrollo.
Preparación
66. En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los
jóvenes al matrimonio y a la vida familiar. En algunos países siguen siendo las
familias mismas las que, según antiguas usanzas, transmiten a los jóvenes los
valores relativos a la vida matrimonial y familiar mediante una progresiva obra
de educación o iniciación. Pero los cambios que han sobrevenido en casi todas
las sociedades modernas exigen que no sólo la familia, sino también la sociedad
y la Iglesia se comprometan en el esfuerzo de preparar convenientemente a los
jóvenes para las reponsabilidades de su futuro. Muchos fenómenos negativos que
se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de que, en las nuevas
situaciones, los jóvenes no sólo pierden de vista la justa jerarquía de
valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de comportamiento, no
saben cómo afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia enseña
en cambio que los jóvenes bien preparados para la vida familiar, en general van
mejor que los demás.
Esto vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo influjo se extiende
sobre la santidad de tantos hombres y mujeres. Por esto, la Iglesia debe
promover programas mejores y más intensos de preparación al matrimonio, para
eliminar lo más posible las dificultades en que se debaten tantos matrimonios,
y más aún para favorecer positivamente el nacimiento y maduración de
matrimonios logrados.
La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso
gradual y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una
preparación remota, una próxima y otra inmediata.
La preparación remota comienza desde la infancia, en la juiciosa pedagogía familiar,
orientada a conducir a los niños a descubrirse a sí mismos como seres dotados
de una rica y compleja psicología y de una personalidad particular con sus
fuerzas y debilidades. Es el período en que se imbuye la estima por todo auténtico
valor humano, tanto en las relaciones interpersonales como en las sociales, con
todo lo que significa para la formación del carácter, para el dominio y recto
uso de las propias inclinaciones, para el modo de considerar y encontrar a las
personas del otro sexo, etc. Se exige, además, especialmente para los
cristianos, una sólida formación espiritual y catequística, que sepa mostrar en
el matrimonio una verdadera vocación y misión, sin excluir la posibilidad del
don total de sí mismo a Dios en la vocación a la vida sacerdotal o religiosa.
Sobre esta base se programará después, en plan amplio, la
preparación próxima, la cual comporta —desde la edad oportuna y con una
adecuada catequesis, como en un camino catecumenal— una preparación más
específica para los sacramentos, como un nuevo descubrimiento. Esta nueva
catequesis de cuantos se preparan al matrimonio cristiano es absolutamente
necesaria, a fin de que el sacramento sea celebrado y vivido con las debidas
disposiciones morales y espirituales. La formación religiosa de los jóvenes
deberá ser integrada, en el momento oportuno y según las diversas exigencias
concretas, por una preparación a la vida en pareja que, presentando el
matrimonio como una relación interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse
continuamente, estimule a profundizar en los problemas de la sexualidad
conyugal y de la paternidad responsable, con los conocimientos
médico-biológicos esenciales que están en conexión con ella y los encamine a la
familiaridad con rectos métodos de educación de los hijos, favoreciendo la
adquisición de los elementos de base para una ordenada conducción de la familia
(trabajo estable, suficiente disponibilidad financiera, sabia administración,
nociones de economía doméstica, etc.).
Finalmente, no se deberá descuidar la preparación al apostolado
familiar, a la fraternidad y colaboración con las demás familias, a la
inserción activa en grupos, asociaciones, movimientos e iniciativas que tienen
como finalidad el bien humano y cristiano de la familia.
La preparación inmediata a la celebración del sacramento del matrimonio debe tener lugar en
los últimos meses y semanas que preceden a las nupcias, como para dar un nuevo
significado, nuevo contenido y forma nueva al llamado examen prematrimonial
exigido por el derecho canónico. De todos modos, siendo como es siempre
necesaria, tal preparación se impone con mayor urgencia para aquellos
prometidos que presenten aún carencias y dificultades en la doctrina y en la
práctica cristiana.
Entre los elementos a comunicar en este camino de fe, análogo al
catecumenado, debe haber también un conocimiento serio del misterio de Cristo y
de la Iglesia, de los significados de gracia y responsabilidad del matrimonio
cristiano, así como la preparación para tomar parte activa y consciente en los
ritos de la liturgia nupcial.
A las distintas fases de la preparación matrimonial —descritas
anteriormente sólo a grandes rasgos indicativos— deben sentirse comprometidas
la familia cristiana y toda la comunidad eclesial. Es deseable que las Conferencias
Episcopales, al igual que están interesadas en oportunas iniciativas para
ayudar a los futuros esposos a que sean más conscientes de la seriedad de su
elección y los pastores de almas a que acepten las convenientes disposiciones,
así también procuren que se publique un directorio para la pastoral de
la familia. En él se deberán establecer ante todo los elementos mínimos de
contenido, de duración y de método de los «cursos de preparación», equilibrando
entre ellos los diversos aspectos —doctrinales, pedagógicos, legales y médicos—
que interesan al matrimonio, y estructurándolos de manera que cuantos se
preparen al mismo, además de una profundización intelectual, se sientan
animados a inserirse vitalmente en la comunidad eclesial.
Por más que no sea de menospreciar la necesidad y obligatoriedad de la
preparación inmediata al matrimonio —lo cual sucedería si se dispensase
fácilmente de ella— , sin embargo tal preparación debe ser propuesta y actuada
de manera que su eventual omisión no sea un impedimento para la celebración del
matrimonio.
Celebración
67. El matrimonio cristiano exige por norma una celebración litúrgica,
que exprese de manera social y comunitaria la naturaleza esencialmente eclesial
y sacramental del pacto conyugal entre los bautizados.
En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración
del matrimonio —inserida en la liturgia, culmen de toda la acción de la Iglesia
y fuente de su fuerza santificadora—[166] debe
ser de por sí válida, digna y fructuosa. Se abre aquí un campo amplio para la
solicitud pastoral, al objeto de satisfacer ampliamente las exigencias
derivadas de la naturaleza del pacto conyugal elevado a sacramento y observar
además fielmente la disciplina de la Iglesia en lo referente al libre
consentimiento, los impedimentos, la forma canónica y el rito mismo de la
celebración. Este último debe ser sencillo y digno, según las normas de las
competentes autoridades de la Iglesia, a las que corresponde a su vez —según
las circunstancias concretas de tiempo y de lugar y en conformidad con las
normas impartidas por la Sede Apostólica[167] —
asumir eventualmente en la celebración litúrgica aquellos elementos propios de
cada cultura que mejor se prestan a expresar el profundo significado humano y
religioso del pacto conyugal, con tal de que no contengan algo menos
conveniente a la fe y a la moral cristiana.
En cuanto signo, la celebración litúrgica debe llevarse a
cabo de manera que constituya, incluso en su desarrollo exterior, una
proclamación de la Palabra de Dios y una profesión de fe de la comunidad de los
creyentes. El empeño pastoral se expresará aquí con la preparación inteligente
y cuidadosa de la «liturgia de la Palabra» y con la educación a la fe de los
que participan en la celebración, en primer lugar de los que se casan.
En cuanto gesto sacramental de la Iglesia, la celebración
litúrgica del matrimonio debe comprometer a la comunidad cristiana, con la
participación plena, activa y responsable de todos los presentes, según el
puesto e incumbencia de cada uno: los esposos, el sacerdote, los testigos, los
padres, los amigos, los demás fieles, todos los miembros de una asamblea que
manifiesta y vive el misterio de Cristo y de su Iglesia.
Para la celebración del matrimonio cristiano en el ámbito de las
culturas o tradiciones ancestrales, se sigan los principios anteriormente
enunciados.
Celebración del matrimonio y evangelización de los bautizados no
creyentes
68. Precisamente porque en la celebración del sacramento se reserva una
atención especial a las disposiciones morales y espirituales de los
contrayentes, en concreto a su fe, hay que afrontar aquí una dificultad bastante
frecuente, que pueden encontrar los pastores de la Iglesia en el contexto de
nuestra sociedad secularizada.
En efecto, la fe de quien pide desposarse ante la Iglesia puede tener
grados diversos y es deber primario de los pastores hacerla descubrir, nutrirla
y hacerla madurar. Pero ellos deben comprender también las razones que
aconsejan a la Iglesia admitir a la celebración a quien está imperfectamente
dispuesto.
El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los
otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la
creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador «al principio».
La decisión pues del hombre y de la mujer de casarse según este proyecto
divino, esto es, la decisión de comprometer en su respectivo consentimiento
conyugal toda su vida en un amor indisoluble y en una fidelidad incondicional,
implica realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud
de obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia.
Ellos quedan ya por tanto inseridos en un verdadero camino de salvación, que la
celebración del sacramento y la inmediata preparación a la misma pueden
completar y llevar a cabo, dada la rectitud de su intención.
Es verdad, por otra parte, que en algunos territorios, motivos de
carácter más bien social que auténticamente religioso impulsan a los novios a
pedir casarse en la iglesia. Esto no es de extrañar. En efecto, el matrimonio
no es un acontecimiento que afecte solamente a quien se casa. Es por su misma
naturaleza un hecho también social que compromete a los esposos ante la
sociedad. Desde siempre su celebración ha sido una fiesta que une a familias y
amigos. De ahí pues que haya también motivos sociales, además de los
personales, en la petición de casarse en la iglesia.
Sin embargo, no se debe olvidar que estos novios, por razón de su
bautismo, están ya realmente inseridos en la Alianza esponsal de Cristo con la
Iglesia y que, dada su recta intención, han aceptado el proyecto de Dios sobre
el matrimonio y consiguientemente —al menos de manera implícita— acatan lo que
la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio. Por tanto, el
solo hecho de que en esta petición haya motivos también de carácter social, no
justifica un eventual rechazo por parte de los pastores. Por lo demás, como ha
enseñado el Concilio Vaticano II, los sacramentos, con las palabras y los
elementos rituales nutren y robustecen la fe[168];
la fe hacia la cual están ya orientados en virtud de su rectitud de intención
que la gracia de Cristo no deja de favorecer y sostener.
Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la celebración
eclesial del matrimonio, que debieran tener en cuenta el grado de fe de los que
están próximos a contraer matrimonio, comporta además muchos riesgos. En primer
lugar el de pronunciar juicios infundados y discriminatorios; el riesgo además
de suscitar dudas sobre la validez del matrimonio ya celebrado, con grave daño
para la comunidad cristiana y de nuevas inquietudes injustificadas para la
conciencia de los esposos; se caería en el peligro de contestar o de poner en
duda la sacramentalidad de muchos matrimonios de hermanos separados de la plena
comunión con la Iglesia católica, contradiciendo así la tradición eclesial.
Cuando por el contrario, a pesar de los esfuerzos hechos, los
contrayentes dan muestras de rechazar de manera explícita y formal lo que la
Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados, el pastor de almas
no puede admitirlos a la celebración. Y, aunque no sea de buena gana, tiene
obligación de tomar nota de la situación y de hacer comprender a los interesados
que, en tales circunstancias, no es la Iglesia sino ellos mismos quienes
impiden la celebración que a pesar de todo piden.
Una vez más se presenta en toda su urgencia la necesidad de una
evangelización y catequesis prematrimonial y postmatrimonial puestas en
práctica por toda la comunidad cristiana, para que todo hombre y toda mujer que
se casan, celebren el sacramento del matrimonio no sólo válida sino también
fructuosamente.
Pastoral postmatrimonial
69. El cuidado pastoral de la familia normalmente constituida significa
concretamente el compromiso de todos los elementos que componen la comunidad
eclesial local en ayudar a la pareja a descubrir y a vivir su nueva vocación y
misión. Para que la familia sea cada vez más una verdadera comunidad de amor,
es necesario que sus miembros sean ayudados y formados en su responsabilidad
frente a los nuevos problemas que se presentan, en el servicio recíproco, en la
coparticipación activa a la vida de familia.
Esto vale sobre todo para las familias jóvenes, las cuales,
encontrándose en un contexto de nuevos valores y de nuevas responsabilidades,
están más expuestas, especialmente en los primeros años de matrimonio, a
eventuales dificultades, como las creadas por la adaptación a la vida en común
o por el nacimiento de hijos. Los cónyuges jóvenes sepan acoger cordialmente y
valorar inteligentemente la ayuda discreta, delicada y valiente de otras
parejas que desde hace tiempo tienen ya experiencia del matrimonio y de la
familia. De este modo, en seno a la comunidad eclesial —gran familia formada
por familias cristianas— se actuará un mutuo intercambio de presencia y de
ayuda entre todas las familias, poniendo cada una al servicio de las demás la
propia experiencia humana, así como también los dones de fe y de gracia.
Animada por verdadero espíritu apostólico esta ayuda de familia a familia
constituirá una de las maneras más sencillas, más eficaces y más al alcance de
todos para transfundir capilarmente aquellos valores cristianos, que son el
punto de partida y de llegada de toda cura pastoral. De este modo las jóvenes
familias no se limitarán sólo a recibir, sino que a su vez, ayudadas así, serán
fuente de enriquecimiento para las otras familias, ya desde hace tiempo
constituidas, con su testimonio de vida y su contribución activa.
En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la Iglesia deberá
reservar una atención específica con el fin de educarlas a vivir
responsablemente el amor conyugal en relación con sus exigencias de comunión y
de servicio a la vida, así como a conciliar la intimidad de la vida de casa con
la acción común y generosa para edificación de la Iglesia y la sociedad humana.
Cuando, por el advenimiento de los hijos, la pareja se convierte en familia, en
sentido pleno y específico, la Iglesia estará aún más cercana a los padres para
que acojan a sus hijos y los amen como don recibido del Señor de la vida,
asumiendo con alegría la fatiga de servirlos en su crecimiento humano y
cristiano.
II - ESTRUCTURAS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La acción pastoral es siempre expresión dinámica de la realidad de la
Iglesia, comprometida en su misión de salvación. También la pastoral familiar
—forma particular y específica de la pastoral— tiene como principio operativo
suyo y como protagonista responsable a la misma Iglesia, a través de sus
estructuras y agentes.
La comunidad eclesial y la parroquia en particular
70. La Iglesia, comunidad al mismo tiempo salvada y salvadora, debe ser
considerada aquí en su doble dimensión universal y particular. Esta se expresa
y se realiza en la comunidad diocesana, dividida pastoralmente en comunidades
menores entre las que se distingue, por su peculiar importancia, la parroquia.
La comunión con la Iglesia universal no rebaja, sino que garantiza y
promueve la consistencia y la originalidad de las diversas Iglesias
particulares; éstas permanecen como el sujeto activo más inmediato y eficaz
para la actuación de la pastoral familiar. En este sentido cada Iglesia local
y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de
la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción
de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no
deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia.
A la luz de esta responsabilidad hay que entender la importancia de una
adecuada preparación por parte de cuantos se comprometan específicamente en
este tipo de apostolado. Los sacerdotes, religiosos y religiosas, desde la
época de su formación, sean orientados y formados de manera progresiva y
adecuada para sus respectivas tareas. Entre otras iniciativas, me es grato
subrayar la reciente creación en Roma, en la Pontificia Universidad
Lateranense, de un Instituto Superior dedicado al estudio de los problemas de
la Familia. También en algunas diócesis se han fundado Institutos de este tipo;
los Obispos procuren que el mayor número posible de sacerdotes, antes de asumir
responsabilidades parroquiales, frecuenten cursos especializados; en otros
lugares se tienen periódicamente cursos de formación en Institutos Superiores
de estudios teológicos y pastorales. Estas iniciativas sean alentadas,
sostenidas, multiplicadas y estén abiertas, naturalmente, también a los
seglares, que con su labor profesional (médica, legal, psicológica, social y
educativa) prestan su labor en ayuda a la familia.
La familia
71. Pero sobre todo hay que reconocer el puesto singular que, en este
campo, corresponde a lo esposos y a las familias cristianas, en virtud de la
gracia recibida en el sacramento. Su misión debe ponerse al servicio de la
edificación de la Iglesia y de la construcción del Reino de Dios en la
historia. Esto es una exigencia de obediencia dócil a Cristo Señor. Él, en
efecto, en virtud del matrimonio de los bautizados elevado a sacramento
confiere a los esposos cristianos una peculiar misión de apóstoles, enviándolos
como obreros a su viña, y, de manera especial, a este campo de la familia.
En esta actividad ellos actúan en comunión y colaboración con los
restantes miembros de la Iglesia, que también trabajan en favor de la familia,
poniendo a disposición sus dones y ministerios.
Este apostolado se desarrollará sobre todo dentro de la propia familia,
con el testimonio de la vida vivida conforme a la ley divina en todos sus
aspectos, con la formación cristiana de los hijos, con la ayuda dada para su
maduración en la fe, con la educación en la castidad, con la preparación a la
vida, con la vigilancia para preservarles de los peligros ideológicos y morales
por los que a menudo se ven amenazados, con su gradual y responsable inserción
en la comunidad eclesial y civil, con la asistencia y el consejo en la elección
de la vocación, con la mutua ayuda entre los miembros de la familia para el
común crecimiento humano y cristiano, etc. El apostolado de la familia, por
otra parte, se irradiará con obras de caridad espiritual y material hacia las
demás familias, especialmente a las más necesitadas de ayuda y apoyo, a los
pobres, los enfermos, los ancianos, los minusválidos, los huérfanos, las
viudas, los cónyuges abandonados, las madres solteras y aquellas que en
situaciones difíciles sienten la tentación de deshacerse del fruto de su seno,
etc.
Asociaciones de familias para las familias
72. Sin salir del ámbito de la Iglesia, sujeto responsable de la pastoral
familiar, hay que recordar las diversas agrupaciones de fieles, en las que se
manifiesta y se vive de algún modo el misterio de la Iglesia de Cristo. Por
consiguiente, se han de reconocer y valorar —cada una según las
características, finalidades, incidencias y métodos propios— las varias
comunidades eclesiales, grupos y movimientos comprometidos de distintas
maneras, por títulos y a niveles diversos, en la pastoral familiar.
Por este motivo el Sínodo ha reconocido expresamente la aportación de
tales asociaciones de espiritualidad, de formación y de apostolado. Su cometido
será el de suscitar en los fieles un vivo sentido de solidaridad, favorecer una
conducta de vida inspirada en el Evangelio y en la fe de la Iglesia, formar las
conciencias según los valores cristianos y no según los criterios de la opinión
pública, estimular a obras de caridad recíproca y hacia los demás con un
espíritu de apertura, que hace de las familias cristianas una verdadera fuente
de luz y un sano fermento para las demás.
Igualmente es deseable que, con un vivo sentido del bien común, las
familias cristianas se empeñen activamente, a todos los niveles, incluso en
asociaciones no eclesiales. Algunas de estas asociaciones se proponen la
preservación, la transmisión y tutela de los sanos valores éticos y culturales
del respectivo pueblo, el desarrollo de la persona humana, la protección
médica, jurídica y social de la maternidad y de la infancia, la justa promoción
de la mujer y la lucha frente a todo lo que va contra su dignidad, el
incremento de la mutua solidaridad, el conocimiento de los problemas que tienen
conexión con la regulación responsable de la fecundidad, según los métodos
naturales conformes con la dignidad humana y la doctrina de la Iglesia. Otras
miran a la construcción de un mundo más justo y más humano, a la promoción de
leyes justas que favorezcan el recto orden social en el pleno respeto de la
dignidad y de la legítima libertad del individuo y de la familia, a nivel
nacional e internacional, y a la colaboración con la escuela y con las otras
instituciones que completan la educación de los hijos, etc.
III - AGENTES DE LA PASTORAL FAMILIAR
Además de la familia —objeto y sobre todo sujeto de la pastoral
familiar— hay que recordar también los otros agentes principales en este campo
concreto.
Obispos y presbíteros
73. El primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis es el
obispo. Como Padre y Pastor debe prestar particular solicitud a este sector,
sin duda prioritario, de la pastoral. A él debe dedicar interés, atención,
tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las familias y a
cuantos, en las diversas estructuras diocesanas, le ayudan en la pastoral de la
familia. Procurará particularmente que la propia diócesis sea cada vez más una
verdadera «familia diocesana», modelo y fuente de esperanza para tantas
familias que a ella pertenecen. La creación del Pontificio Consejo para la
Familia se ha de ver en este contexto; es un signo de la importancia que yo
atribuyo a la pastoral de la familia en el mundo, para que al mismo tiempo sea
un instrumento eficaz a fin de ayudar a promoverla a todos los niveles.
Los obispos se valen de modo particular de los presbíteros, cuya tarea
—como ha subrayado expresamente el Sínodo— constituye una parte esencial del
ministerio de la Iglesia hacia el matrimonio y la familia. Lo mismo se diga de
aquellos diáconos a los que eventualmente se confíe el cuidado de este sector
pastoral.
Su responsabilidad se extiende no sólo a los problemas morales y
litúrgicos, sino también a los de carácter personal y social. Ellos deben
sostener a la familia en sus dificultades y sufrimientos, acercándose a sus
miembros, ayudándoles a ver su vida a la luz del Evangelio. No es superfluo
anotar que de esta misión, si se ejerce con el debido discernimiento y
verdadero espíritu apostólico, el ministro de la Iglesia saca nuevos estímulos
y energías espirituales aun para la propia vocación y para el ejercicio mismo
de su ministerio.
El sacerdote o el diácono preparados adecuada y seriamente para este
apostolado, deben comportarse constantemente, con respecto a las familias, como
padre, hermano, pastor y maestro, ayudándolas con los recursos de la gracia e
iluminándolas con la luz de la verdad. Por lo tanto, su enseñanza y sus
consejos deben estar siempre en plena consonancia con el Magisterio auténtico
de la Iglesia de modo que ayude al pueblo de Dios a formarse un recto sentido
de la fe, que ha de aplicarse luego en la vida concreta. Esta fidelidad al
Magisterio permitirá también a los sacerdotes lograr una perfecta unidad de
criterios con el fin de evitar ansiedades de conciencia en los fieles.
Pastores y laicado participan dentro de la Iglesia en la misión
profética de Cristo: los laicos, testimoniando la fe con las palabras y con la
vida cristiana; los pastores, discerniendo en tal testimonio lo que es
expresión de fe genuina y lo que no concuerda con ella; la familia, como
comunidad cristiana, con su peculiar participación y testimonio de fe. Se abre
así un diálogo entre los pastores y las familias. Los teólogos y los expertos
en problemas familiares pueden ser de gran ayuda en este diálogo, explicando
exactamente el contenido del Magisterio de la Iglesia y el de la experiencia de
la vida de familia. De esta manera se comprenden mejor las enseñanzas del
Magisterio y se facilita el camino para su progresivo desarrollo. No obstante,
es bueno recordar que la norma próxima y obligatoria en doctrina de fe —incluso
en los problemas de la familia— es competencia del Magisterio jerárquico.
Relaciones claras entre los teólogos, los expertos en problemas familiares y el
Magisterio ayudan no poco a la recta comprensión de la fe y a promover —dentro
de los límites de la misma— el legítimo pluralismo.
Religiosos y religiosas
74. La ayuda que los religiosos, religiosas y almas consagradas en
general, pueden dar al apostolado de la familia encuentra su primera,
fundamental y original expresión precisamente en su consagración a Dios: «De
este modo evocan ellos ante todos los fieles aquel maravilloso connubio, fundado
por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el que la
Iglesia tiene por esposo único a Cristo»[169].
Esa consagración los convierte en testigos de aquella caridad universal que,
por medio de la castidad abrazada por el Reino de los cielos, les hace cada vez
más disponibles para dedicarse generosamente al servicio divino y a las obras
de apostolado.
De ahí deriva la posibilidad de que religiosos y religiosas, miembros de
Institutos seculares y de otros Institutos de perfección, individualmente o
asociados, desarrollen su servicio a las familias, con especial dedicación a
los niños, especialmente a los abandonados, no deseados, huérfanos, pobres o
minusválidos; visitando a las familias y preocupándose de los enfermos;
cultivando relaciones de respeto y de caridad con familias incompletas, en
dificultad o separadas; ofreciendo su propia colaboración en la enseñanza y
asesoramiento para la preparación de los jóvenes al matrimonio, y en la ayuda
que hay que dar a las parejas para una procreación verdaderamente responsable;
abriendo la propia casa a una hospitalidad sencilla y cordial, para que las
familias puedan encontrar el sentido de Dios, el gusto por la oración y el
recogimiento, el ejemplo concreto de una vida vivida en caridad y alegría
fraterna, como miembros de la gran familia de Dios.
Quisiera añadir una exhortación apremiante a los responsables de los
Institutos de vida consagrada, para que consideren —dentro del respeto
sustancial al propio carisma original— el apostolado dirigido a las familias
como una de las tareas prioritarias, requeridas más urgentemente por la situación
actual.
Laicos especializados
75. No poca ayuda pueden prestar a las familias los laicos
especializados (médicos, juristas, psicólogos, asistentes sociales, consejeros,
etc.) que, tanto individualmente como por medio de diversas asociaciones e
iniciativas, ofrecen su obra de iluminación, de consejo, de orientación y
apoyo. A ellos pueden aplicarse las exhortaciones que dirigí a la
Confederación de los Consultores familiares de inspiración cristiana: «El vuestro es un compromiso que bien
merece la calificación de misión, por lo noble que son las finalidades que
persigue, y determinantes para el bien de la sociedad y de la misma comunidad
cristiana los resultados que derivan de ellas... Todo lo que consigáis hacer en
apoyo de la familia está destinado a tener una eficacia que, sobrepasando su
ámbito, alcanza también otras personas e incide sobre la sociedad. El futuro
del mundo y de la Iglesia pasa a través de la familia»[170].
Destinatarios y agentes de la comunicación social
76. Una palabra aparte se ha de reservar a esta categoría tan importante
en la vida moderna. Es sabido que los instrumentos de comunicación social
«inciden a menudo profundamente, tanto bajo el aspecto afectivo e intelectual
como bajo el aspecto moral y religioso, en el ánimo de cuantos los usan»,
especialmente si son jóvenes[171].
Tales medios pueden ejercer un influjo benéfico en la vida y las costumbres de
la familia y en la educación de los hijos, pero al mismo tiempo esconden
también «insidias y peligros no insignificantes»[172],
y podrían convertirse en vehículo —a veces hábil y sistemáticamente manipulado,
como desgraciadamente acontece en diversos países del mundo— de ideologías
disgregadoras y de visiones deformadas de la vida, de la familia, de la
religión, de la moralidad y que no respetan la verdadera dignidad y el destino
del hombre.
Peligro tanto más real, cuanto «el modo de vivir, especialmente en las
naciones más industrializadas, lleva muy a menudo a que las familias se
descarguen de sus responsabilidades educativas, encontrando en la facilidad de
evasión (representada en casa especialmente por la televisión y ciertas
publicaciones) el modo de tener ocupados tiempo y actividad de los niños y
muchachos»[173].
De ahí «el deber ... de proteger especialmente a los niños y muchachos de las
"agresiones" que sufren también por parte de los mass-media»,
procurando que el uso de éstos en familia sea regulado cuidadosamente. Con la
misma diligencia la familia debería buscar para sus propios hijos también otras
diversiones más sanas, más útiles y formativas física, moral y espiritualmente
«para potenciar y valorizar el tiempo libre de los adolescentes y orientar sus
energías»[174].
Puesto que además los instrumentos de comunicación social —así como la
escuela y el ambiente— inciden a menudo de manera notable en la formación de
los hijos, los padres, en cuanto receptores, deben hacerse parte activa en el
uso moderado, crítico, vigilante y prudente de tales medios, calculando el
influjo que ejercen sobre los hijos; y deben dar una orientación que permita
«educar la conciencia de los hijos para emitir juicios serenos y objetivos, que
después la guíen en la elección y en el rechazo de los programas propuestos»[175].
Con idéntico empeño los padres tratarán de influir en la elección y
preparación de los mismos programas, manteniéndose —con oportunas iniciativas—
en contacto con los responsables de las diversas fases de la producción y de la
transmisión, para asegurarse que no sean abusivamente olvidados o expresamente
conculcados aquellos valores humanos fundamentales que forman parte del
verdadero bien común de la sociedad, sino que, por el contrario, se difundan
programas aptos para presentar en su justa luz los problemas de la familia y su
adecuada solución. A este respecto, mi predecesor Pablo VI escribía: «Los
productores deben conocer y respetar las exigencias de la familia, y esto
requiere a veces, por parte de ellos, una verdadera valentía, y siempre un alto
sentido de responsabilidad. Ellos, en efecto, están obligados a evitar todo lo
que pueda dañar a la familia en su existencia, en su estabilidad, en su
equilibrio y en su felicidad. Toda ofensa a los valores fundamentales de la
familia —se trate de erotismo o de violencia, de apología del divorcio o de
actitudes antisociales por parte de los jóvenes— es una ofensa al verdadero
bien del hombre»[176].
Yo mismo, en ocasión semejante, ponía de relieve que las familias «deben
poder contar en no pequeña medida con la buena voluntad, rectitud y sentido de
responsabilidad de los profesionales de los mass-media: editores,
escritores, productores, directores, dramaturgos, informadores, comentaristas y
actores»[177].
Por consiguiente, es justo que también por parte de la Iglesia se siga
dedicando toda atención a estas categorías de personas, animando y sosteniendo
al mismo tiempo a aquellos católicos que se sienten llamados y tienen
cualidades para trabajar en estos delicados sectores.
IV. - LA PASTORAL FAMILIAR EN LOS CASOS DIFÍCILES
Circunstancias particulares
77. Es necesario un empeño pastoral todavía más generoso, inteligente y
prudente, a ejemplo del Buen Pastor, hacia aquellas familias que —a menudo e
independientemente de la propia voluntad, o apremiados por otras exigencias de
distinta naturaleza— tienen que afrontar situaciones objetivamente difíciles.
A este respecto hay que llamar especialmente la atención sobre algunas
categorías particulares de personas, que tienen mayor necesidad no sólo de
asistencia, sino de una acción más incisiva ante la opinión pública y sobre
todo ante las estructuras culturales, profundas de sus dificultades.
Estas son, por ejemplo, las familias de los emigrantes por motivos
laborales; las familias de cuantos están obligados a largas ausencias, como los
militares, los navegantes, los viajeros de cualquier tipo; las familias de los
presos, de los prófugos y de los exiliados; las familias que en las grandes
ciudades viven prácticamente marginadas; las que no tienen casa; las
incompletas o con uno solo de los padres; las familias con hijos minusválidos o
drogados; las familias de alcoholizados; las desarraigadas de su ambiente
cultural y social o en peligro de perderlo; las discriminadas por motivos
políticos o por otras razones; las familias ideológicamente divididas; las que
no consiguen tener fácilmente un contacto con la parroquia; las que sufren
violencia o tratos injustos a causa de la propia fe; las formadas por esposos
menores de edad; los ancianos, obligados no raramente a vivir en soledad o sin
adecuados medios de subsistencia.
Las familias de emigrantes, especialmente tratándose de obreros y campesinos, deben tener la
posibilidad de encontrar siempre en la Iglesia su patria. Esta es una tarea
connatural a la Iglesia, dado que es signo de unidad en la diversidad. En
cuanto sea posible estén asistidos por sacerdotes de su mismo rito, cultura e
idioma. Corresponde igualmente a la Iglesia hacer una llamada a la conciencia
pública y a cuantos tienen autoridad en la vida social, económica y política,
para que los obreros encuentren trabajo en su propia región y patria, sean
retribuidos con un justo salario, las familias vuelvan a reunirse lo antes
posible, sea tenida en consideración su identidad cultural, sean tratadas igual
que las otras, y a sus hijos se les dé la oportunidad de la formación
profesional y del ejercicio de la profesión, así como de la posesión de la
tierra necesaria para trabajar y vivir.
Un problema difícil es el de las familias ideológicamente divididas. En
estos casos se requiere una particular atención pastoral. Sobre todo hay que
mantener con discreción un contacto personal con estas familias. Los creyentes
deben ser fortalecidos en la fe y sostenidos en la vida cristiana. Aunque la
parte fiel al catolicismo no puede ceder, no obstante, hay que mantener siempre
vivo el diálogo con la otra parte. Deben multiplicarse las manifestaciones de
amor y respeto, con la viva esperanza de mantener firme la unidad. Mucho
depende también de las relaciones entre padres e hijos. Las ideologías extrañas
a la fe pueden estimular a los miembros creyentes de la familia a crecer en la
fe y en el testimonio de amor.
Otros momentos difíciles en los que la familia tiene necesidad de la
ayuda de la comunidad eclesial y de sus pastores pueden ser: la adolescencia
inquieta, contestadora y a veces problematizada de los hijos; su matrimonio que
les separa de la familia de origen; la incomprensión o la falta de amor por
parte de las personas más queridas; el abandono por parte del cónyuge o su
pérdida, que abre la dolorosa experiencia de la viudez, de la muerte de un
familiar, que mutila y transforma en profundidad el núcleo original de la
familia.
Igualmente no puede ser descuidado por la Iglesia el período de la
ancianidad, con todos sus contenidos positivos y negativos: la posible
profundización del amor conyugal cada vez más purificado y ennoblecido por una
larga e ininterrumpida fidelidad; la disponibilidad a poner en favor de los
demás, de forma nueva, la bondad y la cordura acumulada y las energías que
quedan; la dura soledad, a menudo más psicológica y afectiva que física, por el
eventual abandono o por una insuficiente atención por parte de los hijos y de
los parientes; el sufrimiento a causa de enfermedad, por el progresivo
decaimiento de las fuerzas, por la humillación de tener que depender de otros,
por la amargura de sentirse como un peso para los suyos, por el acercarse de
los últimos momentos de la vida. Son éstas las ocasiones en las que —como han
sugerido los Padres Sinodales— más fácilmente se pueden hacer comprender y
vivir los aspectos elevados de la espiritualidad matrimonial y familiar, que se
inspiran en el valor de la cruz y resurrección de Cristo, fuente de
santificación y de profunda alegría en la vida diaria, en la perspectiva de las
grandes realidades escatológicas de la vita eterna.
En estas diversas situaciones no se descuide jamás la oración, fuente de
luz y de fuerza, y alimento de la esperanza cristiana.
Matrimonios mixtos
78. El número creciente de matrimonios entre católicos y otros
bautizados requiere también una peculiar atención pastoral a la luz de las
orientaciones y normas contenidas en los recientes documentos de la Santa Sede
y en los elaborados por las Conferencias Episcopales, para facilitar su
aplicación concreta en las diversas situaciones.
Las parejas que viven en matrimonio mixto presentan peculiares
exigencias que pueden reducirse a tres apartados principales.
Hay que considerar ante todo las obligaciones de la parte católica que
derivan de la fe, en lo concerniente al libre ejercicio de la misma y a la
consecuente obligación de procurar, según las propias posibilidades, bautizar y
educar los hijos en la fe católica[178].
Hay que tener presentes las particulares dificultades inherentes a las
relaciones entre marido y mujer, en lo referente al respeto de la libertad
religiosa; ésta puede ser violada tanto por presiones indebidas para lograr el
cambio de las convicciones religiosas de la otra parte, como por impedimentos
puestos a la manifestación libre de las mismas en la práctica religiosa.
En lo referente a la forma litúrgica y canónica del matrimonio, los
Ordinarios pueden hacer uso ampliamente de sus facultades por varios motivos.
Al tratar de estas exigencias especiales hay que poner atención en estos
puntos:
- en la preparación concreta a
este tipo de matrimonio, debe realizarse todo esfuerzo razonable para
hacer comprender la doctrina católica sobre las cualidades y exigencias
del matrimonio, así como para asegurarse de que en el futuro no se
verifiquen las presiones y los obstáculos, de los que antes se ha hablado.
- es de suma importancia que,
con el apoyo de la comunidad, la parte católica sea fortalecida en su fe y
ayudada positivamente a madurar en la comprensión y en la práctica de la
misma, de manera que llegue a ser verdadero testigo creíble dentro de la
familia, a través de la vida misma y de la calidad del amor demostrado al
otro cónyuge y a los hijos.
Los matrimonios entre católicos y otros bautizados presentan aun en su particular
fisonomía numerosos elementos que es necesario valorar y desarrollar, tanto por
su valor intrínseco, como por la aportación que pueden dar al movimiento
ecuménico. Esto es verdad sobre todo cuando los dos cónyuges son fieles a sus
deberes religiosos. El bautismo común y el dinamismo de la gracia procuran a
los esposos, en estos matrimonios, la base y las motivaciones para compartir su
unidad en la esfera de los valores morales y espirituales.
A tal fin, aun para poner en evidencia la importancia ecuménica de este
matrimonio mixto, vivido plenamente en la fe por los dos cónyuges cristianos,
se debe buscar —aunque esto no sea siempre fácil— una colaboración cordial
entre el ministro católico y el no católico, desde el tiempo de la preparación
al matrimonio y a la boda.
Respecto a la participación del cónyuge no católico en la comunión
eucarística, obsérvense las normas impartidas por el Secretariado para la Unión
de los Cristianos[179].
En varias partes del mundo se asiste hoy al aumento del número de
matrimonios entre católicos y no bautizados. En muchos de ellos, el cónyuge no
bautizado profesa otra religión, y sus convicciones deben ser tratadas con
respeto, de acuerdo con los principios de la Declaración Nostra aetate del
Concilio Ecuménico Vaticano II sobre las relaciones con las religiones no
cristianas; en no pocos otros casos, especialmente en las sociedades
secularizadas, la persona no bautizada no profesa religión alguna. Para estos
matrimonios es necesario que las Conferencias Episcopales y cada uno de los
obispos tomen adecuadas medidas pastorales, encaminadas a garantizar la defensa
de la fe del cónyuge católico y la tutela del libre ejercicio de la misma,
sobre todo en lo que se refiere al deber de hacer todo lo posible para que los
hijos sean bautizados y educados católicamente. El cónyuge católico debe además
ser ayudado con todos los medios en su obligación de dar, dentro de la familia,
un testimonio genuino de fe y vida católica.
Acción pastoral frente a algunas situaciones irregulares
79. En su solicitud por tutelar la familia en toda su dimensión, no sólo
la religiosa, el Sínodo no ha dejado de considerar atentamente algunas
situaciones irregulares, desde el punto de vista religioso y con frecuencia
también civil, que —con las actuales y rápidas transformaciones culturales— se
van difundiendo por desgracia también entre los católicos con no leve daño de
la misma institución familiar y de la sociedad, de la que ella es la célula
fundamental.
a) Matrimonio a prueba
80. Una primera situación irregular es la del llamado «matrimonio a
prueba» o experimental, que muchos quieren hoy justificar, atribuyéndole un
cierto valor. La misma razón humana insinúa ya su no aceptabilidad, indicando
que es poco convincente que se haga un «experimento» tratándose de personas
humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y únicamente término de un amor
de donación, sin límite alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias.
La Iglesia por su parte no puede admitir tal tipo de unión por motivos
ulteriores y originales derivados de la fe. En efecto, por una parte el don del
cuerpo en la relación sexual es el símbolo real de la donación de toda la
persona; por lo demás, en la situación actual tal donación no puede realizarse
con plena verdad sin el concurso del amor de caridad dado por Cristo. Por otra
parte, el matrimonio entre dos bautizados es el símbolo real de la unión de
Cristo con la Iglesia, una unión no temporal o «ad experimentum», sino fiel
eternamente; por tanto, entre dos bautizados no puede haber más que un
matrimonio indisoluble.
Esta situación no puede ser superada de ordinario, si la persona humana
no ha sido educada —ya desde la infancia, con la ayuda de la gracia de Cristo y
no por temor— a dominar la concupiscencia naciente e instaurar con los demás
relaciones de amor genuino. Esto no se consigue sin una verdadera educación en
el amor auténtico y en el recto uso de la sexualidad, de tal manera que
introduzca a la persona humana —en todas sus dimensiones, y por consiguiente
también en lo que se refiere al propio cuerpo— en la plenitud del misterio de
Cristo.
Será muy útil preguntarse acerca de las causas de este fenómeno,
incluidos los aspectos psicológicos, para encontrar una adecuada solución.
b) Uniones libres de hecho
81. Se trata de uniones sin algún vínculo institucional públicamente
reconocido, ni civil ni religioso. Este fenómeno, cada vez más frecuente, ha de
llamar la atención de los pastores de almas, ya que en el mismo puede haber
elementos varios, actuando sobre los cuales será quizá posible limitar sus
consecuencias.
En efecto, algunos se consideran como obligados por difíciles
situaciones —económicas, culturales y religiosas— en cuanto que, contrayendo
matrimonio regular, quedarían expuestos a daños, a la pérdida de ventajas
económicas, a discriminaciones, etc. En otros, por el contrario, se encuentra
una actitud de desprecio, contestación o rechazo de la sociedad, de la
institución familiar, de la organización socio-política o de la mera búsqueda
del placer. Otros, finalmente, son empujados por la extrema ignorancia y
pobreza, a veces por condicionamientos debidos a situaciones de verdadera
injusticia, o también por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir
la incertidumbre o el temor de atarse con un vínculo estable y definitivo. En
algunos países las costumbres tradicionales prevén el matrimonio verdadero y
propio solamente después de un período de cohabitación y después del nacimiento
del primer hijo.
Cada uno de estos elementos pone a la Iglesia serios problemas
pastorales, por las graves consecuencias religiosas y morales que de ellos
derivan (pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la
Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave
escándalo), así como también por las consecuencias sociales (destrucción del
concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la
sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y afirmación del egoísmo).
Los pastores y la comunidad eclesial se preocuparán por conocer tales
situaciones y sus causas concretas, caso por caso; se acercarán a los que
conviven, con discreción y respeto; se empeñarán en una acción de iluminación
paciente, de corrección caritativa y de testimonio familiar cristiano que pueda
allanarles el camino hacia la regularización de su situación. Pero, sobre todo,
adelántense enseñándoles a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación
moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las condiciones y
estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da verdadera
libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y haciéndoles comprender la
rica realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento.
El pueblo de Dios se esfuerce también ante las autoridades públicas para
que —resistiendo a las tendencias disgregadoras de la misma sociedad y nocivas
para la dignidad, seguridad y bienestar de los ciudadanos— procuren que la
opinión pública no sea llevada a menospreciar la importancia institucional del
matrimonio y de la familia. Y dado que en muchas regiones, a causa de la
extrema pobreza derivada de unas estructuras socio-económicas injustas o
inadecuadas, los jóvenes no están en condiciones de casarse como conviene, la
sociedad y las autoridades públicas favorezcan el matrimonio legítimo a través
de una serie de intervenciones sociales y políticas, garantizando el salario
familiar, emanando disposiciones para una vivienda apta a la vida familiar y
creando posibilidades adecuadas de trabajo y de vida.
Continúa en: c) Católicos unidos con mero
matrimonio civil
82.