CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
INTRODUCCIÓN
1. El Evangelio de la vida está en el centro del
mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con
intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y
culturas.
En la aurora de la salvación, el nacimiento de un
niño es proclamado como gozosa noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo
será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador,
que es el Cristo Señor » (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador
produce ciertamente esta « gran alegría »; pero la Navidad pone también de
manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría
mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada
niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando el núcleo central de su misión
redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia » (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y «
eterna », que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está
llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es
precisamente en esa « vida » donde encuentran pleno significado todos los
aspectos y momentos de la vida del hombre.
Valor
incomparable de la persona humana
2. El hombre está llamado a una plenitud de vida
que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en
la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación
sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de
la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es
condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso
unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es
iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará
su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al
mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter
relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa
no es realidad « última », sino « penúltima »; es realidad
sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de
responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros
mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio de la
vida, recibido de su Señor1, tiene
un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso
no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella
de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien,
aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el
influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural
escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la
vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser
humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento
de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad
política.
Los creyentes en Cristo deben, de modo particular,
defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad
recordada por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación,
se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».2 En
efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el
amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3,
16), sino también el valor incomparable de cada persona humana.
La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de
la Redención, descubre con renovado asombro este valor 3 y
se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este «
evangelio », fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para
cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el
Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e
indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el hombre viviente, constituye
el camino primero y fundamental de la Iglesia.4
Nuevas amenazas a la vida humana
3. Cada persona, precisamente en virtud del
misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1, 14), es
confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la
dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia,
afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la
compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por
todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es particularmente urgente ante la
impresionante multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las
personas y de los pueblos, especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A
las tradicionales y dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la
violencia y las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones
inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de
dramática actualidad, denunció con fuerza los numerosos delitos y atentados
contra la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo mías las palabras
de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en
nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento
auténtico de cada conciencia recta: « Todo lo que se opone a la vida, como los
homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el
mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona
humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los
intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como
las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de
jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros
son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y
responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios
que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican
que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido
al Creador ».5
4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez
de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas
por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión
contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando
una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida
un aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando
ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública
justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la
libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad,
sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos
con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras
sanitarias.
En la actualidad, todo esto provoca un cambio
profundo en el modo de entender la vida y las relaciones entre los hombres. El
hecho de que las legislaciones de muchos países, alejándose tal vez de los
mismos principios fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no
penar o incluso reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la
vida es, al mismo tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un
grave deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como
delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a poco
socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación está ordenada a
la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de
sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su
rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la
ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los graves problemas
demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del mundo
y exigen una atención responsable y activa por parte de las comunidades
nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones
falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de
las naciones.
El resultado al que se llega es dramático: si es
muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas
incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de
que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan grandes,
le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo
referente al valor fundamental mismo de la vida humana.
En
comunión con todos los Obispos del mundo
5. El Consistorio extraordinario de
Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril de 1991, se dedicó al
problema de las amenazas a la vida humana en nuestro tiempo. Después de un
amplio y profundo debate sobre el tema y sobre los desafíos presentados a toda
la familia humana y, en particular, a la comunidad cristiana, los Cardenales,
con voto unánime, me pidieron ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro,
el valor de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las
circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de
1991 una carta personal a cada Hermano en el Episcopado para
que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su colaboración
para redactar un documento al respecto. 6 Estoy
profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome
valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su
unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la
Iglesia sobre elEvangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos días de la celebración
del centenario de la Encíclica Rerum novarum,llamaba la atención de
todos sobre esta singular analogía: « Así como hace un siglo la clase obrera
estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con
gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del
trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su
derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la
misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en
defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y
oprimidos en sus derechos humanos ». 7
Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e
indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo
aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del
siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces existentes, menos aún
puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no
superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y
opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso
de cara a la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración del
Episcopado de todos los Países del mundo, quiere ser pues una confirmación
precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, y,
al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios:¡respeta,
defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo
este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y
felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e
hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las personas de buena voluntad,
interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el destino de toda la
sociedad!
6. En comunión profunda con cada uno de los
hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad sincera hacia todos,
quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida,esplendor
de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada
oscurecida, fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los desafíos
siempre nuevos que encontramos en nuestro camino.
Al recordar la rica experiencia vivida durante el
Año de la Familia, como completando idealmente la Carta dirigida
por mí « a cada familia de cualquier región de la tierra »,8 miro
con confianza renovada a todas las comunidades domésticas, y deseo que resurja
o se refuerce a cada nivel el compromiso de todos por sostener la familia, para
que también hoy —aun en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas—
ella se mantenga siempre, según el designio de Dios, como « santuario de la
vida ».9
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo
de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para
que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza,
trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una
nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica
civilización de la verdad y del amor.
CAPÍTULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO CLAMA A MÍ DESDE EL
SUELO
ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA
ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA HUMANA
«Caín se
lanzó contra su hermano Abel y lo mató» (Gn 4, 8): raíz de la violencia contra la vida
7. « No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea
en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera...
Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo
imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la
muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen » (Sb 1,
13-14; 2, 23-24).
El Evangelio de la vida, proclamado
al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de
vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9,
2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte
que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia
humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3,
1.4-5) y por el pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17;
3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel
causada por su hermano Caín: « Cuando estaban en el campo, se lanzó
Caín contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8).
Esta primera muerte es presentada con una singular
elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que cada
día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro
de la historia de los pueblos.
Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar
de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de
enseñanzas.
« Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó
algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo.
También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa
de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró
propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se
abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "¿Por qué andas irritado, y por
qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo?
Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te
codicia, y a quien tienes que dominar".
Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos
afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano
Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano
Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi
hermano?". Replicó el Señor: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu
hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este
suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque
labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la
tierra".
Entonces dijo Caín al Señor: "Mi culpa es
demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he
de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y
cualquiera que me encuentre me matará".
El Señor le respondió: "Al contrario,
quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces". Y el Señor puso una
señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la
presencia del Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn 4, 2-16).
8. Caín se « irritó en gran manera » y su rostro se
« abatió » porque el Señor « miró propicio a Abel y su oblación » (Gn 4,
4). El texto bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio
de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la
oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le
reprende recordándole su libertad frente al mal:el hombre no está
predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder
maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de su
corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al
pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como fiera que te codicia, y a quien
tienes que dominar » (Gn 4, 7).
Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y
así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la
Iglesia Católica, « la
Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín,
revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de
la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió
en el enemigo de sus semejantes ». 10
El hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en
cada homicidio se viola el parentesco « espiritual » que agrupa a los hombres
en una única gran familia 11 donde
todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal.
Además, no pocas veces se viola también el parentesco « de carne y
sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la
relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un
contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la
eutanasia.
En la raíz de cada violencia contra el
prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél
que « era homicida desde el principio » (Jn 8, 44), como nos
recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el mensaje que habéis oído desde el
principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo del maligno,
mató a su hermano » (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano
al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con
rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso
terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.
Después del delito, Dios interviene para
vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el
paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta
con arrogancia: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4,
9). « No sé ». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito.
Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más
diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la
persona. « ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? »: Caín no quiere
pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre
tiene en relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias
actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos
síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles
de la sociedad —es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la
indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos,
incluso cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la
libertad y la paz.
9. Dios no puede dejar impune el
delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del
asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26,
21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la
denominación de « pecados que claman venganza ante la presencia de Dios » y
entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario. 12 Para
los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se
encuentra la vida, mejor aún, « la sangre es la vida » (Dt 12, 23)
y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien
atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.
Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que
le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Yes
castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La
violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La
tierra de « jardín de Edén » (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de
serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser « país de
Nod » (Gn 4, 16), lugar de « miseria », de soledad y de lejanía de
Dios. Caín será « vagabundo errante por la tierra » (Gn 4, 14): la
inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando
castiga, « puso una señal a Caín para que nadie que le
encontrase le atacara » (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de
reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los
demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo
para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su
dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí
donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia
misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se había
cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento
mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la
misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al
culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o
suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...)
Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró
como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de
la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso
castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador
y no su muerte ».13
« ¿Qué
has hecho? » (Gn 4, 10): eclipse del valor de la vida
10. El Señor dice a Caín: « ¿Qué has hecho? Se oye
la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4,
10). La voz de la sangre derramada por los hombres no cesa de
clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y acentos
diversos y siempre nuevos.
La pregunta del Señor « ¿Qué has hecho? », que Caín
no puede esquivar, se dirige también al hombre contemporáneo para que tome
conciencia de la amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que
siguen marcando la historia de la humanidad; para que busque las múltiples causas
que los generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las
consecuencias que derivan de estos mismos atentados para la vida de las
personas y de los pueblos.
Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y
que se agravan por la desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no
pocas veces, podrían remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones
de violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a
agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
¿Cómo no pensar también en la violencia contra la
vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria,
a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua distribución de las
riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en la violencia derivada,
incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que
favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? ¿o
en la siembra de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los
equilibrios ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento
de modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente
inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es
imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra la vida
humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo!
11. Pero nuestra atención quiere concentrarse, en
particular, en otro género de atentados,relativos a la vida
naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado
y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden
a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de « delito » y a asumir
paradójicamente el de « derecho », hasta el punto de pretender con ello un
verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la
sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes
sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de
máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave
aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por
obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, «
santuario de la vida ».
¿Cómo se ha podido llegar a una situación
semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores. En el fondo hay
una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos
mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el
sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más
diversas dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad
de una sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las
familias se quedan con frecuencia solas con sus problemas. No faltan además
situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en las que la
prueba de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo soportable, y las
violencias sufridas, especialmente aquellas contra la mujer, hacen que las
opciones por la defensa y promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso
hasta el heroísmo.
Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor
de la vida pueda hoy sufrir una especie de « eclipse », aun cuando la
conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra
el hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos contra la vida
naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención
del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de una persona humana
concreta.
12. En efecto, si muchos y graves aspectos de la
actual problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida
incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad
objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que
se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de
pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la
solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de
muerte ». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes
culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad
basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar,
en cierto sentido, de unaguerra de los poderosos contra los débiles. La
vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o
considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos
modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su
misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más
aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a
quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la
vida », que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones
individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar
y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.
13. Para facilitar la difusión del aborto, se
han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención
de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno
materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma
investigación científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente
por obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al
mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y
responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura
y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además
a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar
obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción,
mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos
recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del
aborto. Pero los contravalores inherentes a la « mentalidad anticonceptiva »
—bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad,
respetando el significado pleno del acto conyugal— son tales que hacen
precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida
no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada
justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la
anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista
moral, sonmales específicamente distintos: la primera contradice la
verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el
segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la
virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la
justicia y viola directamente el precepto divino « no matarás ».
A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy
a menudo están íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es
cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo
aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo
nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero
en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad
hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto
egoísta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la
propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se
convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta
posible frente a una anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha conexión que, como
mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se
manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación
de productos químicos, dispositivos intrauterinos y « vacunas » que,
distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad
como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser
humano.
14. También las distintas técnicas de
reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida
y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a
nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente
inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto
integralmente humano del acto conyugal, 14estas
técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la
fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de
muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia
embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la
mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente
suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso
científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple « material
biológico » del que se puede disponer libremente.
Los diagnósticos prenatales, que
no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales
cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son
ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya
legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad —equivocadamente
considerada acorde con las exigencias de la « terapéutica »— que acoge la vida
sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la
enfermedad.
Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar
los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños
nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual
resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios
lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso
el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se
creía superada para siempre.
15. Amenazas no menos graves afectan también a
los enfermos incurables y a los terminales, en
un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el
sufrimiento, agudiza latentación de resolver el problema del sufrimiento
eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento considerado
como más oportuno.
En una decisión así confluyen con frecuencia
elementos diversos, lamentablemente convergentes en este terrible final. Puede
ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e
incluso desesperación, provocado por una experiencia de dolor intenso y
prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a veces ya inestable
de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte, el enfermo —no
obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social—, corre
el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por otra, en las
personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un sentimiento
de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve agravado por un
ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es
más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa. Esto
acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a
comprender positivamente el misterio del dolor.
Además, en el conjunto del horizonte cultural no
deja de influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de
este modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas,
cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte cerrada
irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una
trágica expresión de todo esto en la difusión de la eutanasia, encubierta
y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por
una presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por
razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos
para la sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos
malformados, de los minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos,
sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es
lícito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales,
de eutanasia. Estas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la
disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los
órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la
muerte del donante.
16. Otro fenómeno actual, en el
que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico. Este
presenta modalidades diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países
ricos y desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los
nacimientos; los Países pobres, por el contrario, presentan en general una
elevada tasa de aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto
de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante
la superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel internacional, medidas
globales —serias políticas familiares y sociales, programas de desarrollo
cultural y de justa producción y distribución de los recursos— mientras se
continúan realizando políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la esterilización y el aborto
están ciertamente entre las causas que contribuyen a crear situaciones de
fuerte descenso de la natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir
también a los mismos métodos y atentados contra la vida en las situaciones de «
explosión demográfica ».
El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la
presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de
opresión y ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las
mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan
hoy no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran también como una
pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más
prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la
tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y
resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las
familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover
e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las
mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan
injustamente a la aceptación de una política antinatalista.
17. La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo
verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los
que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular
proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una
vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación
de una parte del personal sanitario.
Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la
VIII Jornada Mundial de la Juventud: « Con el tiempo, las amenazas contra la
vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata
sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de
los "Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata
de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El
siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una
serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas
inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito
posible ».15 Más
allá de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos
convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en realidad ante una
objetiva « conjura contra la vida », que ve implicadas incluso
a Instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas
campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son con
frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura
que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la
misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras
muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones
incondicionales a favor de la vida.
« ¿Soy
acaso yo el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9): una
idea perversa de libertad
18. El panorama descrito debe considerarse
atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo caracterizan, sino también
a las múltiples causas que lo determinan. La pregunta del
Señor: « ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10) parece como una invitación a
Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto homicida, y comprender
toda su gravedad en las motivaciones que estaban en su origen
y en las consecuencias que se derivan.
Las opciones contra la vida proceden, a veces, de
situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad,
falta total de perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro.
Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad
subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí
mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más allá del
obligado reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el
plano cultural, social y político, donde presenta su aspecto más subversivo e
inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos
delitos contra la vida como legítimas expresiones de la libertad
individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios
derechos.
De este modo se produce un cambio de trágicas
consecuencias en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea
de los « derechos humanos » —como derechos inherentes a cada persona y previos
a toda Constitución y legislación de los Estados— incurre hoy en una sorprendente
contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente
los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la
vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en
particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el
nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias declaraciones universales
de los derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en
ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el
valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza,
nacionalidad, religión, opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas nobles declaraciones se
contrapone lamentablemente en la realidad su trágica negación. Esta es aún más
desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad
que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo
principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas
repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la
difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar
estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del
anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección
exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza
frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza
capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia
democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser
sociedades de « con-vivientes » a sociedades de excluidos, marginados,
rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial,
¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de
los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas
reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos
que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a
absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No
convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por
los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter
internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia
en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?
19. ¿Dónde están las raíces de una
contradicción tan sorprendente?
Podemos encontrarlas en valoraciones generales de
orden cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando
e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como
titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente
autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero, ¿cómo
conciliar esta postura con laexaltación del hombre como ser « indisponible
»? La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la
consideración del hecho que el hombre, a diferencia de los animales y de las
cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se debe señalar
aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la
capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso,
experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el
mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto
constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras
personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse
mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto,
la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones
interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo
contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho,
como comunidad en la que a las « razones de la fuerza » sustituye la « fuerza
de la razón ».
A otro nivel, el origen de la contradicción entre
la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la
práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo
absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y
al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida
naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de
altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte,
en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que
acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra los débiles destinados
a sucumbir.
Precisamente en este sentido se puede interpretar
la respuesta de Caín a la pregunta del Señor « ¿Dónde está tu hermano Abel? »:
« No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4,
9). Sí, cada hombre es « guarda de su hermano », porque Dios confía el hombre
al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada hombre la
libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un
gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización
mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad
es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se
contradice en su misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la
libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del
otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la
verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier
tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad
objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por
asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya
la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o,
incluso, su interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de la libertad, la
convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción del
propio yo se entiende en términos de autonomía absoluta, se llega
inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien
defenderse. De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos
colocados unos junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada cual quiere
afirmarse independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus
intereses. Sin embargo, frente a los intereses análogos de los otros, se ve
obligado a buscar cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada
uno el máximo posible de libertad en la sociedad. Así, desaparece toda
referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social
se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo
es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos
fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más
propiamente político o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida
se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la
voluntad de una parte —aunque sea mayoritaria— de la población. Es el resultado
nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja
de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad
de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este
modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo
fundamental. El Estado deja de ser la « casa común » donde todos pueden vivir
según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado
tirano,que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e
indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una
utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos.
Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos
cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las,
así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante una
trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es
verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona
humana, es traicionado en sus mismas bases: « ¿Cómo es posible
hablar todavía de dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la
más débil e inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de
las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser
defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ».16 Cuando
se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan
a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la
misma realidad establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio,
a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad
humana un significado perverso e inicuo: el de un poder
absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de
la verdadera libertad: « En verdad, en verdad os digo: todo el que comete
pecado es un esclavo » (Jn 8, 34).
« He de esconderme de tu presencia » (Gn 4, 14): eclipse
del sentido de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las raíces más profundas de
la lucha entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », no
basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es
necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el
eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto
social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes
no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien
se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un
terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a
perder también el sentido del hombre,de su dignidad y de su vida. A su vez,
la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del
respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva
ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de
Dios.
Una vez más podemos inspirarnos en el relato del
asesinato de Abel por parte de su hermano. Después de la maldición impuesta por
Dios, Caín se dirige así al Señor: « Mi culpa es demasiado grande para
soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme
de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y
cualquiera que me encuentre me matará » (Gn 4, 13-14). Caín
considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor y que su destino
inevitable será tener que « esconderse de su presencia ». Si Caín confiesa que
su culpa es « demasiado grande », es porque sabe que se encuentra ante Dios y
su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede reconocer
su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la experiencia de David, que
después de « haber pecado contra el Señor », reprendido por el profeta Natán
(cf. 2 Sam 11-12), exclama: « Mi delito yo lo reconozco, mi
pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a
tus ojos cometí » (Sal 51 50, 5-6).
22. Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios,
también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma
lapidariamente el Concilio Vaticano II: « La criatura sin el Creador
desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida ».17 El
hombre no puede ya entenderse como « misteriosamente otro » respecto a las
demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como
un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado.
Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este
modo a « una cosa », y ya no percibe el carácter trascendente de su « existir
como hombre ». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una
realidad « sagrada » confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia
amorosa, a su « veneración ». La vida llega a ser simplemente « una cosa », que
el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y
manipulable.
Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el
hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de
su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su
propio « existir ». Se preocupa sólo del « hacer » y, recurriendo a cualquier
forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento
y la muerte. Estas, de experiencias originarias que requieren ser « vividas »,
pasan a ser cosas que simplemente se pretenden « poseer » o « rechazar ».
Por otra parte, una vez excluida la referencia a
Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente
deformado, y la misma naturaleza, que ya no es « mater », quede reducida a «
material » disponible a todas las manipulaciones. A esto parece conducir una
cierta racionalidad técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea,
que niega la idea misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de
un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos
verdad, cuando la angustia por los resultados de esta « libertad sin ley »
lleva a algunos a la postura opuesta de una « ley sin libertad », como sucede,
por ejemplo, en ideologías que contestan la legitimidad de cualquier
intervención sobre la naturaleza, como en nombre de una « divinización » suya,
que una vez más desconoce su dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo « como si Dios no existiera
», el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el
de su propio ser.
23. El eclipse del sentido de Dios y del hombre
conduce inevitablemente al materialismo práctico,en el que
proliferan el individualismo, el utilitarismo y el hedonismo. Se manifiesta
también aquí la perenne validez de lo que escribió el Apóstol: « Como no
tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a
su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene » (Rm 1,
28). Así, los valores del ser son sustituidos por los
del tener. El único fin que cuenta es la consecución del
propio bienestar material. La llamada « calidad de vida » se interpreta
principal o exclusivamente como eficiencia económica, consumismo desordenado,
belleza y goce de la vida física, olvidando las dimensiones más profundas
—relacionales, espirituales y religiosas— de la existencia.
En semejante contexto el sufrimiento, elemento
inevitable de la existencia humana, aunque también factor de posible
crecimiento personal, es « censurado », rechazado como inútil, más aún,
combatido como mal que debe evitarse siempre y de cualquier modo. Cuando no es
posible evitarlo y la perspectiva de un bienestar al menos futuro se desvanece,
entonces parece que la vida ha perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre
la tentación de reivindicar el derecho a su supresión.
Siempre en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya
no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las
relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura
materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que
hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también
la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de signo,
lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la acogida del
otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada vez más ocasión e
instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los
propios deseos e instintos. Así se deforma y falsifica el contenido originario
de la sexualidad humana, y los dos significados, unitivo y procreativo, innatos
a la naturaleza misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este
modo, se traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y
de la mujer. La procreación se convierte entonces en el « enemigo »
a evitar en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque
manifiesta el propio deseo, o incluso la propia voluntad, de tener un hijo « a
toda costa », y no, en cambio, por expresar la total acogida del otro y, por
tanto, la apertura a la riqueza de vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las
relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los
primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el
enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal
—el del respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de la
eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que «
es », sino por lo que « tiene, hace o produce ». Es la supremacía del más
fuerte sobre el más débil.
24. En lo íntimo de la conciencia
moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del hombre, con
todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida. Se pone en duda,
sobre todo, la conciencia de cada persona, que en su unicidad
e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios. 18Pero
también se cuestiona, en cierto sentido, la « conciencia moral » de la
sociedad. Esta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o
favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la
« cultura de la muerte », llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas
« estructuras de pecado » contra la vida. La conciencia moral, tanto individual
como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos
medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el
de la confusión entre el bien y el mal en relación con el
mismo derecho fundamental a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la
sociedad actual se asemeja a la que Pablo describe en la Carta a los Romanos.
Está formada « de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia » (1, 18):
habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena sin
necesidad de El, « se ofuscaron en sus razonamientos » de modo que « su
insensato corazón se entenebreció » (1, 21); « jactándose de sabios se
volvieron estúpidos » (1, 22), se hicieron autores de obras dignas de muerte y
« no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen » (1,
32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (cf. Mt6,
22-23), llama « al mal bien y al bien mal » (Is 5, 20), camina ya
hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.
Sin embargo, todos los condicionamientos y
esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar la voz del Señor que
resuena en la conciencia de cada hombre. De este íntimo santuario de la
conciencia puede empezar un nuevo camino de amor, de acogida y de servicio a la
vida humana.
« Os habéis acercado a la sangre de la aspersión
» (cf. Hb 12,
22.24): signos de esperanza y llamada al compromiso
25. « Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí
desde el suelo » (Gn 4, 10). No es sólo la sangre de Abel, el
primer inocente asesinado, que clama a Dios, fuente y defensor de la vida.
También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se
eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la
sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura profética,
como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: « Vosotros, en cambio, os
habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al mediador de una
Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que
la de Abel » (12, 22.24).
Es la sangre de la aspersión. De
ella había sido símbolo y signo anticipador la sangre de los sacrificios de la
Antigua Alianza, con los que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida
a los hombres, purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24,
8; Lv 17, 11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en
Cristo: la suya es la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es
la sangre del mediador de la Nueva Alianza « derramada por muchos para perdón
de los pecados » (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del costado
abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), « habla mejor
que la de Abel »; en efecto, expresa y exige una « justicia » más profunda,
pero sobre todo implora misericordia, 19 se
hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7,
25), es fuente de redención perfecta y don de vida nueva.
La sangre de Cristo, mientras revela la
grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de
Dios y qué inestimable es el valor de su vida. Nos lo recuerda el
apóstol Pedro: « Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia
heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una
sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo » (1
Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo,
signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente
aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede
exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe tener el hombre a los
ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor"
(Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si "Dios ha dado
a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la
vida eterna" (cf. Jn 3, 16)! ».20
Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre
que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste en el don sincero de
sí mismo. Precisamente porque se derrama como don de vida, la sangre
de Cristo ya no es signo de muerte, de separación definitiva de los hermanos,
sino instrumento de una comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe
esta sangre en el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6,
56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida,
para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre
(cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres
encuentran la fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta
sangre es justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es el
fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino la vida
vencerá. « No habrá ya muerte », exclama la voz potente que sale del
trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap21, 4). Y san Pablo nos
asegura que la victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la
victoria definitiva sobre la muerte, cuando « se cumplirá la palabra que está
escrita: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1
Cor 15, 54-55).
26. En realidad, no faltan signos que anticipan
esta victoria en nuestras sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente
marcadas por la « cultura de la muerte ». Se daría, por tanto, una imagen
unilateral, que podría inducir a un estéril desánimo, si junto con la denuncia
de las amenazas contra la vida no se presentan los signos
positivos que se dan en la situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran
a menudo dificultad para manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque
no encuentran una adecuada atención en los medios de comunicación social. Pero,
¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e indefensas
han surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad
civil, a nivel local, nacional e internacional, promovidas por individuos,
grupos, movimientos y organizaciones diversas!
Son todavía muchos los esposos que,
con generosa responsabilidad, saben acoger a los hijos como « el don más excelente
del matrimonio ».21 No
faltan familias que, además de su servicio cotidiano a la
vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a
personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros de ayuda a la
vida, o instituciones análogas, están promovidos por personas y grupos
que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a
madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto. También surgen y se
difunden grupos de voluntarios dedicados a dar hospitalidad a
quienes no tienen familia, se encuentran en condiciones de particular penuria o
tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les ayude a superar
comportamientos destructivos y a recuperar el sentido de la vida.
La medicina, impulsada con gran
dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su empeño por
encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran
del todo impensables y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen
hoy para la vida naciente, para las personas que sufren y los enfermos en fase
aguda o terminal. Distintos entes y organizaciones se movilizan para llevar,
incluso a los países más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas,
los beneficios de la medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e
internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las
poblaciones probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras. Aunque una
verdadera justicia internacional en la distribución de los recursos médicos
está aún lejos de su plena realización, ¿cómo no reconocer en los pasos dados
hasta ahora el signo de una creciente solidaridad entre los pueblos, de una
apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor respeto por la vida?
27. Frente a legislaciones que han permitido el
aborto y a tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han
aparecido en todo el mundo movimientos e iniciativas de sensibilización
social en favor de la vida. Cuando, conforme a su auténtica
inspiración, actúan con determinada firmeza pero sin recurrir a la violencia,
estos movimientos favorecen una toma de conciencia más difundida y profunda del
valor de la vida, solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su
defensa.
¿Cómo no recordar, además, todos estos
gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado que
un número incalculable de personas realiza con amor en las familias,
hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o
comunidades, en defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo
de Jesús « buen samaritano » (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida
por su fuerza, siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de
sus hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y
siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios
ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos
construyen en lo profundo la « civilización del amor y de la vida », sin la
cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más
auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la
mayoría, la fe asegura que el Padre, « que ve en lo secreto » (Mt 6,
4), no sólo sabrá recompensarlos, sino que ya desde ahora los hace fecundos con
frutos duraderos para todos.
Entre los signos de esperanza se da también el
incremento, en muchos estratos de la opinión pública, de una nueva
sensibilidad cada vez más contraria a la guerra como instrumento de
solución de los conflictos entre los pueblos, y orientada cada vez más a la
búsqueda de medios eficaces, pero « no violentos », para frenar la agresión
armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más
difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como
instrumento de « legítima defensa » social, al considerar las posibilidades con
las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo
que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la
posibilidad de redimirse.
También se debe considerar positivamente una mayor
atención a la calidad de vida y a laecología, que
se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en las que las
expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la
supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las
condiciones de vida. Particularmente significativo es el despertar de una
reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más
extendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo
—entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas
religiones— sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la
vida del hombre.
28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos
a todos plenamente conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque
entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y la «
cultura de la vida ». Estamos no sólo « ante », sino necesariamente « en medio
» de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con
la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de
la vida.
También para nosotros resuena clara y fuerte la
invitación a Moisés: « Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y
desgracia...; te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición.Escoge
la vida, para que vivas, tú y tu descendencia » (Dt 30,
15.19). Es una invitación válida también para nosotros, llamados cada día a
tener que decidir entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte
». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a
una opción propiamente religiosa y moral. Se trata de dar a la propia
existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y coherencia con la
Ley del Señor: « Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas
sus caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y
normas... Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor
tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu
vida, así como la prolongación de tus días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en favor de la vida alcanza
plenamente su significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es
alimentada por la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar
positivamente el conflicto entre la muerte y la vida, en el que estamos
inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido
entre los hombres « para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10,
10): es la fe en el Resucitado, que ha vencido la muerte; es
la fe en la sangre de Cristo « que habla mejor que la de Abel » (Hb 12,
24).
Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y
ante los desafíos de la situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia
de la gracia y de la responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar,
celebrar y servir al Evangelio de la vida.
(Continúa en el Capítulo II)