domingo, 13 de abril de 2014

JUAN PABLO II NOS ENSEÑA LA MORALIDAD DE LA SEXUALIDAD Y TEMAS AFINES

CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II 
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
 

CAPITULO II
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
2ª-Parte

II. Conciencia y verdad
El sagrario del hombre

54. La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el corazón de la persona, o sea, en su conciencia moral: «En lo profundo de su conciencia —afirma el concilio Vaticano II—, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rm 2, 14-16)» 101.

Por esto, el modo como se conciba la relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado con la interpretación que se da a la conciencia moral. En este sentido, las tendencias culturales recordadas más arriba, que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.

55. Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se habría reducido, al menos en un cierto pasado, a una simple aplicación de normas morales generales a cada caso de la vida de la persona. Pero semejantes normas —afirman— no son capaces de acoger y respetar toda la irrepetible especificidad de todos los actos concretos de las personas; de alguna manera, pueden ayudar a una justa valoración de la situación, pero no pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal sobre cómo comportarse en determinados casos particulares. Es más, la citada crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de conciencia, sino más bien una perspectiva general que, en un primer momento, ayuda al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida personal y social. Además, revelan la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente social y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la conciencia, que el Concilio mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» 102. Esta voz —se dice— induce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de las normas universales, cuanto a una creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le encomienda.

Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino con el de decisiones. Sólo tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración sería obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones originarían, entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de conciencia.

56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular.

Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma de la conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios. Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y ley basada en la verdad hace posible el discernimiento sobre esta interpretación creativa de la conciencia.

El juicio de la conciencia

57. El mismo texto de la carta a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley natural, indica también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en su vinculación específica con la ley: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que los acusan y también los defienden» (Rm 2, 14-15).

Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo» para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.

58. Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre. «La conciencia —dice san Buenaventura— es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar» 103. Se puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter et suaviter» a la obediencia: «La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre» 104.

59. San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de testigo, sino que manifiesta también el modo como ella realiza semejante función. Se trata de razonamientos que acusan o defienden a los paganos en relación con sus comportamientos (cf. Rm 2, 15). El término razonamientos evidencia el carácter propio de la conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y sus actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón. Precisamente, del juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su definitivo cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo texto: así será «en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2, 16).

El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, que, como una chispa indestructible («scintilla animae»), brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la conciencia muestra en última instancia la conformidad de un comportamiento determinado respecto a la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando «la aplicación de la ley objetiva a un caso particular» 105.

60. Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también el juicio de la conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad con dicho juicio. Si el hombre actúa contra este juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si un determinado acto es correcto o bueno, es condenado por su misma conciencia, norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana: «La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano» 106.

61. La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de Dios.

Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de juicio, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como decisiones arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar.

Buscar la verdad y el bien

62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el Concilio— muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» 107. Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia errónea.

Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2).

La amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la que no puede salir por sí mismo.

En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos recuerda el Concilio— la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.

63. De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una conciencia errónea108. El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia, debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame» (Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).

La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado» 109. Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).

64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12, 2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien 110. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).

Los cristianos tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» 111

Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella.

III. La elección fundamental y los comportamientos concretos
«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)

65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos. Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular; sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan forma a toda la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el cual también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas particulares.

Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre persona y actos. Hablan de una libertad fundamental, más profunda y diversa de la libertad de elección, sin cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma transcendental atemática. Los actos particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente signos o síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no es el Bien absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados también categoriales). Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.

De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la opción fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el bien y el mal moral a la dimensión transcendental propia de la opción fundamental, calificando como rectas o equivocadas las elecciones de comportamientos particulares intramundanos, es decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y males premorales físicos, que siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un proceso simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.

66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (cf. Rm16, 26), por la que «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad"» 112. Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su «corazón» (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rm 8, 5-8; Ga 5, 22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8; Mi 6, 8). También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su seguimiento —al joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19, 21)—; y el discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios. La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).

La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana en las palabras de san Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia: «Con tal de que no toméis de esa libertad pretexto para la carne». En esta exhortación resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en el sentido de una opción fundamental— que es disociado de la elección de los actos particulares según las corrientes anteriormente mencionadas.

67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y —con la ayuda de la gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.

Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y las determinaciones que la expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, los que prohíben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohíbe.

68. Con todo, es necesario añadir una importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos con las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el hombre —según estas corrientes— podría mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, aunque algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los mandamientos de Dios.

En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental, según la cual se ha entregado «entera y libremente a Dios» 113. Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. St 2, 8-11); a pesar de conservar la fe, pierde la «gracia santificante», la «caridad» y la «bienaventuranza eterna» 114. «La gracia de la justificación que se ha recibido —enseña el concilio de Trento— no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal» 115.

Pecado mortal y venial

69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos visto, han inducido a algunos teólogos a someter también a una profunda revisión la distinción tradicional entre los pecados mortales y los pecados veniales; subrayan que la oposición a la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia santificante —y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación eterna—, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la persona en su totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que se realiza a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En este sentido —añaden— es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la materia misma de sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un breve período de tiempo, de romper radicalmente el vínculo de comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a él mediante una penitencia sincera. Por tanto, es necesario —se afirma— medir la gravedad del pecado según el grado de compromiso de libertad de la persona que realiza un acto, y no según la materia de dicho acto.

70. La exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia ha confirmado la importancia y la actualidad permanente de la distinción entre pecados mortales y veniales, según la tradición de la Iglesia. Y el Sínodo de los obispos de 1983, del cual ha emanado dicha exhortación, «no sólo ha vuelto a afirmar cuanto fue proclamado por el concilio de Trento sobre la existencia y la naturaleza de los pecados mortales y veniales, sino que ha querido recordar que es pecado mortallo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» 116.

La afirmación del concilio de Trento no considera solamente la materia grave del pecado mortal, sino que recuerda también, como una condición necesaria suya, el pleno conocimiento y consentimiento deliberado. Por lo demás, tanto en la teología moral como en la práctica pastoral, son bien conocidos los casos en los que un acto grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón del conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por otra parte, «se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción fundamental" —como hoy se suele decir— contra Dios», concebido ya sea como explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la "opción fundamental" entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal»117.

De este modo, la disociación entre opción fundamental y decisiones deliberadas de comportamientos determinados, desordenados en sí mismos o por las circunstancias, que podrían no cuestionarla, comporta el desconocimiento de la doctrina católica sobre el pecado mortal: «Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina («conversio ad creaturam»). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave» 118.

IV. El acto moral
Teleología y teleologismo

71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a él, la perfección feliz y plena 119.

Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos 120. Éstos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno: «Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modonuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos» 121.

72. La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ley natural), cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16) evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por el único que es «Bueno», constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida.

La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena 122. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo.

73. El cristiano, gracias a la revelación de Dios y a la fe, conoce la novedad que marca la moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano es creatura nueva, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo 123. Cristo «nos forma según su imagen —dice san Cirilo de Alejandría—, de modo que los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y virtuosa... La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras, nos manifestamos como hombres buenos» 124.

En este sentido, la vida moral posee un carácter «teleológico» esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». Pero esta ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17).
Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: «Es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2 Co 5, 10).

74. Pero, ¿de qué depende la calificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo se asegura esta ordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Solamente depende de la intención que sea conforme al fin último, al bien supremo, o de las circunstancias —y, en particular, de las consecuencias— que caracterizan el obrar del hombre, o no depende también —y sobre todo— del objeto mismo de los actos humanos?
Éste es el problema llamado tradicionalmente de las «fuentes de la moralidad». Precisamente con relación a este problema, en las últimas décadas se han manifestado nuevas —o renovadas— tendencias culturales y teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por parte del Magisterio de la Iglesia.
Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximalizar los bienes y minimizar los males.

Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre. Con razón, se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio, accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza con las exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los no-creyentes, especialmente en las sociedades pluralistas.

75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar esa moral racional —a veces llamada por esto moral autónoma—, existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho de que la voluntad está implicada en las elecciones concretas que realiza: esas son condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros se inspiran además en una concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su determinación mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no estaría ni moralmente sometida a obligaciones determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar de ser responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo», como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado —según terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo». El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o del mal menor, que sean efectivamente posibles en una situación determinada.

Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo), aun reconociendo que los valores morales son señalados por la razón y la revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición absoluta de comportamientos determinados que, en cualquier circunstancia y cultura, contrasten con aquellos valores. El sujeto que obra sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano, sería, desde un punto de vista, de orden moral (con relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc.) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes originados sea a aquel que actúa, sea a toda persona implicada antes o después, como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc.).

En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su bondad moral, sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales; y su rectitud, sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían calificados como rectos equivocados, sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente buena mala. De este modo, un acto que, oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser calificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra, según una responsable ponderación de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral considerado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de la acción, en virtud de la proporción del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares. Incluso en materia grave, estos últimos deberán ser considerados como normas operativas siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.

El objeto del acto deliberado

76. Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su afinidad con la mentalidad científica, preocupada, con razón, de ordenar las actividades técnicas y económicas según el cálculo de los recursos y los beneficios, de los procedimientos y los efectos. Pretenden liberar de las imposiciones de una moral de la obligación, voluntarista y arbitraria, que resultaría inhumana.

Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural. Estas teorías no pueden apelar a la tradición moral católica, pues, si bien es verdad que en esta última se ha desarrollado una casuística atenta a ponderar en algunas situaciones concretas las posibilidades mayores de bien, es igualmente verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la ley era incierta y, por consiguiente, no ponía en discusión la validez absoluta de los preceptos morales negativos, que obligan sin excepción. Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor 125. Cuando el apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo (cf. Rm 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el momento en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. Es un honor para los cristianos obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las santas del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales por haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la fe o la virtud.

77. Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral, las mencionadas teorías tienen en cuenta la intención y las consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la intención —como Jesús insiste con particular fuerza en abierta contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)—, ya sea a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad. Pero la consideración de estas consecuencias —así como de las intenciones— no es suficiente para valorar la calidad moral de una elección concreta. La ponderación de los bienes y los males, previsibles como consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la elección de aquel comportamiento concreto es, según su especie en sí misma, moralmente buena o mala, lícita o ilícita. Las consecuencias previsibles pertenecen a aquellas circunstancias del acto que, aunque puedan modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo, la especie moral.

Por otra parte, cada uno conoce las dificultades o, mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos buenos o malos —denominados pre-morales— de los propios actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer unas proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen oscuros? ¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan discutibles?

78. La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún válido, de santo Tomás 126. Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor originario. Por tanto, no se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo. El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa. En este sentido, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque ésta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral» 127. «Sucede frecuentemente —afirma el Aquinate— que el hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rm 3, 8)» 128.

La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta elección de las obras, reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es «ordenable» a Dios, al único que es «Bueno», y así realiza la perfección de la persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que privilegia la atención al objeto moral, no rechaza considerar la teleología interior del obrar, en cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que reconoce que éste sólo se pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su objeto, es «ordenable» también al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad. A este respecto, el patrono de los moralistas y confesores enseña: «No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a Dios» 129.

El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rm 3, 8)

79. Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporciona listas, según la cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que se ponen al servicio del bien de la persona , del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural 130.

80. Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran comono-ordenables a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto» 131. El mismo concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador» 132.
Sobre los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rm 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social» 133.

81. La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios» (1 Co 6, 9-10).
Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?» 134.
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección.

82. Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable a Dios e indigno de la persona humana, se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y que obligan «semper et pro semper», o sea sin excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental.

La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes. La calidad moral del obrar humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y de amor. Por esto, —volvemos a decirlo—, hay que rechazar como errónea la opinión que considera imposible calificar moralmente como mala según su especie la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la intención por la cual se hace la elección o por la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas. Sin esta determinación racional de la moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un orden moral objetivo 135 y establecer cualquier norma determinada, desde el punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre el bien, así como en detrimento de la comunión eclesial.

83. Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y particularmente en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello. Reconociendo y enseñando la existencia del mal intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y promueve en su dignidad y vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías expuestas más arriba, que contrastan con esta verdad.

Sin embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina, que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en él nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la verdadera libertad personal: «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25).

(Continúa en: CAPITULO III
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
El bien moral para la vida de la Iglesia y del mundo
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)


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