CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
CAPITULO II
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
2ª-Parte
II. Conciencia y verdad
El sagrario del hombre
54. La relación que hay entre libertad
del hombre y ley de Dios tiene su base en el corazón de la
persona, o sea, en su conciencia moral: «En lo profundo de su
conciencia —afirma el concilio Vaticano II—, el hombre descubre una ley que él
no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el
bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley
escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y
según la cual será juzgado (cf. Rm 2, 14-16)» 101.
Por esto, el modo como se conciba la
relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado con la interpretación
que se da a la conciencia moral. En este sentido, las tendencias culturales
recordadas más arriba, que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y
exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación
«creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición
tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.
55. Según la opinión de algunos
teólogos, la función de la conciencia se habría reducido, al menos en un cierto
pasado, a una simple aplicación de normas morales generales a cada caso de la
vida de la persona. Pero semejantes normas —afirman— no son capaces de acoger y
respetar toda la irrepetible especificidad de todos los actos concretos de las
personas; de alguna manera, pueden ayudar a una justa valoración de
la situación, pero no pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal
sobre cómo comportarse en determinados casos particulares. Es más, la citada
crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su
importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas
normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de
conciencia, sino más bien una perspectiva general que, en un
primer momento, ayuda al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida
personal y social. Además, revelan la complejidad típica del
fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona profundamente con toda la esfera
psicológica y afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente social
y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la
conciencia, que el Concilio mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el
que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» 102.
Esta voz —se dice— induce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de
las normas universales, cuanto a una creativa y responsable aceptación de los
cometidos personales que Dios le encomienda.
Algunos autores, queriendo poner de
relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman a
sus actos con el nombre de juicios, sino con el de decisiones. Sólo
tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría alcanzar su
madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración sería
obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones
morales, asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones originarían,
entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de conciencia.
56. Para justificar semejantes
posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad
moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la
originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta,
teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer
legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir
así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado
por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos
casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto
válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de
hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende
establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias
a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según
la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los
casos, por un precepto negativo particular.
Con estos planteamientos se pone en
discusión la identidad misma de la conciencia moral ante la
libertad del hombre y ante la ley de Dios. Sólo la clarificación hecha
anteriormente sobre la relación entre libertad y ley basada en la verdad hace
posible el discernimiento sobre esta interpretación creativa de
la conciencia.
El juicio de la conciencia
57. El mismo texto de la carta
a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley natural,
indica también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en
su vinculación específica con la ley: «Cuando los gentiles, que no
tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley,
para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley
escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos
que los acusan y también los defienden» (Rm 2, 14-15).
Según las palabras de san Pablo, la
conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo»
para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea,
de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo
que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás
desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona
misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la
conciencia.
58. Nunca se valorará adecuadamente la
importancia de este íntimo diálogo del hombre consigo mismo. Pero,
en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, autor de
la ley, primer modelo y fin último del hombre. «La conciencia —dice san
Buenaventura— es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo
manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo
cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la
conciencia tiene la fuerza de obligar» 103. Se
puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del
hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de
Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre
hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter et suaviter» a
la obediencia: «La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad
infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la voz de Dios.
En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de la conciencia
moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre» 104.
59. San Pablo no se limita a reconocer
que la conciencia hace de testigo, sino que manifiesta también
el modo como ella realiza semejante función. Se trata de razonamientos que
acusan o defienden a los paganos en relación con sus comportamientos (cf. Rm 2,
15). El término razonamientos evidencia el carácter propio de la
conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y sus
actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos humanos
sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón. Precisamente, del
juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su
definitivo cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo texto: así será «en
el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi
evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2, 16).
El juicio de la conciencia es un juicio
práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no
hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica
a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el
bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la
ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz
originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios,
que, como una chispa indestructible («scintilla animae»), brilla en el
corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo
las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la
aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el
hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación
concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la
luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el
acto de su conciencia, conoce como un bien que le es
señalado aquí y ahora. El carácter universal de la ley y de la
obligación no es anulado, sino más bien reconocido, cuando la razón determina
sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la conciencia
muestra en última instancia la conformidad de un
comportamiento determinado respecto a la ley; formula la norma próxima de la
moralidad de un acto voluntario, actuando «la aplicación de la ley objetiva a
un caso particular» 105.
60. Igual que la misma ley natural y
todo conocimiento práctico, también el juicio de la conciencia tiene un
carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad con
dicho juicio. Si el hombre actúa contra este juicio, o bien, lo realiza incluso
no estando seguro si un determinado acto es correcto o bueno, es condenado por
su misma conciencia, norma próxima de la moralidad personal. La
dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios
derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que
está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley
divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio
de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley
natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo
acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana: «La conciencia, por tanto,
no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al
contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la
norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones
con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento
humano» 106.
61. La verdad sobre el bien moral,
manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por
el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien
realizado y del mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su
conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien, así como de la
malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de la conciencia queda en
el hombre incluso como un signo de esperanza y de misericordia. Mientras
demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón que se ha de pedir, el
bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar siempre, con
la gracia de Dios.
Así, en el juicio práctico de
la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un
determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente
por esto la conciencia se expresa con actos de juicio, que
reflejan la verdad sobre el bien, y no como decisiones arbitrarias.
La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre,
que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la
verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones,
sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse
guiar por ella en el obrar.
Buscar la verdad y el bien
62. La conciencia, como juicio de un
acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el
Concilio— muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia
invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto
cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco,
por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» 107. Con
estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la
Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia
errónea.
Ciertamente, para tener una «conciencia
recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar
según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar
«iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser
«pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de
Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4, 2).
Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os
acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de
vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo
bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2).
La amonestación de Pablo nos invita a
la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia anida
siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede
errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia
invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es
consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso de que tal ignorancia
invencible no sea culpable —nos recuerda el Concilio— la conciencia no pierde
su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al
orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien,
que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.
63. De cualquier modo, la dignidad de
la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta,
se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de
la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose,
considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable
confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la
verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud de su
fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia
verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una conciencia
errónea108. El
mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no
culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este
caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el
bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la
persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al
bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de
nuestra conciencia, debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da
cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame» (Sal 19, 13).
Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos
rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).
La conciencia, como juicio último
concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o
sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta
manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de
pecado» 109.
Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte:
«La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará
luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la
luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6,
22-23).
64. En las palabras de Jesús antes
mencionadas, encontramos también la llamada a formar la
conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al
bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad
de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12,
2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del
bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia.
En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento
de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una
especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero
bien 110. Tal
connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del
hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar
las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido,
Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).
Los cristianos tienen —como afirma el
Concilio— en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para
la formación de la conciencia: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben
atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por
voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es
anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo,
declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen
de la misma naturaleza humana» 111.
Por
tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales,
no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no
sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con
respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la
verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la
conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer,
desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo
y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser
zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los
hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el
bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones
más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella.
III. La elección fundamental y los comportamientos concretos
«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)
65. El interés por la libertad, hoy
agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias humanas o
teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus
dinamismos. Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la
elección por esta o aquella acción particular; sino que es también, dentro de
esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia
vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última
instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se subraya la importancia
eminente de algunas decisiones que dan forma a toda la vida
moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el cual también
podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas particulares.
Sin embargo, algunos autores proponen
una revisión mucho más radical de la relación entre persona y
actos. Hablan de una libertad fundamental, más
profunda y diversa de la libertad de elección, sin cuya consideración no se
podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según estos
autores, la función clave en la vida moral habría que
atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella libertad
fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a
través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en
forma transcendental y atemática. Los actos
particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas
tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente signos o
síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no es el Bien
absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel
transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados también categoriales).
Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes,
parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona
en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción
fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.
De esta manera, se llega a introducir
una distinción entre la opción fundamental y las elecciones deliberadas
de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores
asume la forma de una disociación, en cuanto circunscriben
expresamente el bien y el mal moral a la
dimensión transcendental propia de la opción fundamental, calificando
como rectas o equivocadas las elecciones de
comportamientos particulares intramundanos, es decir,
referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y con el
mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento
humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una parte el orden del
bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los comportamientos
determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados
haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y
males premorales o físicos, que siguen
efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento
concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un proceso
simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto humano. El
resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral
de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la
elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.
66. No hay duda de que la doctrina
moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica
importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que
compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección
de la fe, de la obediencia de la fe (cf. Rm16,
26), por la que «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece
"el homenaje total de su entendimiento y voluntad"» 112.
Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de
lo más íntimo del hombre, de su «corazón» (cf. Rm 10, 10), y
desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12,
33-35; Lc 6, 43-45; Rm 8, 5-8; Ga 5,
22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la
cláusula fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la
cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones
particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad,
unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto,
al mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14-25; Ex 19,
3-8; Mi 6, 8). También la moral de la nueva alianza está
dominada por la llamada fundamental de Jesús a su seguimiento —al
joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19,
21)—; y el discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección
radical. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los
que se vende todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del
carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios. La
radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente
en sus palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su
vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).
La llamada de Jesús «ven y sígueme»
marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al mismo
tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones
que se pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga
exaltación de la libertad humana en las palabras de san Pablo: «Hermanos,
habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Pero el Apóstol
añade inmediatamente una grave advertencia: «Con tal de que no toméis de esa
libertad pretexto para la carne». En esta exhortación resuenan sus palabras
precedentes: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no
os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Ga 5,
1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre
la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en
el sentido de una opción fundamental— que es disociado de la elección de los
actos particulares según las corrientes anteriormente mencionadas.
67. Por tanto, dichas teorías son
contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción fundamental como
una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta
elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre
es capaz de orientar su vida y —con la ayuda de la gracia— tender a su fin
siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las
elecciones particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se
conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por
tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que
se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada
todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre
mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la
opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en
elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.
Separar la opción fundamental de los
comportamientos concretos significa contradecir la integridad sustancial o la
unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción
fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que
pone en acto y las determinaciones que la expresan, no hace justicia a la
finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus elecciones
deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica
solamente por la intención, por la orientación u opción fundamental,
interpretada en el sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes
bien precisos, o de una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en
las diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada
si se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada de un
comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación integral de la
persona humana. Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad
deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes
que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el caso de los preceptos
morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su
incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros
deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales
negativos, es decir, los que prohíben algunos actos o comportamientos concretos
como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan
ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de
alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie
moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno
es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha
ley prohíbe.
68. Con todo, es necesario añadir una
importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías mencionadas
anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría
permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de
algunas de sus elecciones y de sus actos concretos con las normas o reglas
morales específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el
hombre —según estas corrientes— podría mantenerse moralmente bueno, perseverar
en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, aunque algunos de sus
comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los
mandamientos de Dios.
En realidad, el hombre no va a la
perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental, según la cual
se ha entregado «entera y libremente a Dios» 113. Con
cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que
ha dado la ley y, por tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. St 2,
8-11); a pesar de conservar la fe, pierde la «gracia santificante», la
«caridad» y la «bienaventuranza eterna» 114. «La
gracia de la justificación que se ha recibido —enseña el concilio de Trento— no
sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino
por cualquier otro pecado mortal» 115.
Pecado mortal y venial
69. Las consideraciones en torno a la
opción fundamental, como hemos visto, han inducido a algunos teólogos a someter
también a una profunda revisión la distinción tradicional entre los
pecados mortales y los pecados veniales; subrayan
que la oposición a la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia
santificante —y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación
eterna—, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la persona en su
totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos teólogos, el
pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el
rechazo de Dios, que se realiza a un nivel de libertad no identificable con un
acto de elección ni al que se puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En
este sentido —añaden— es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de
que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia,
pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a
veces la materia misma de sus actos. Igualmente, sería difícil
aceptar que el hombre sea capaz, en un breve período de tiempo, de romper
radicalmente el vínculo de comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a
él mediante una penitencia sincera. Por tanto, es necesario —se afirma— medir
la gravedad del pecado según el grado de compromiso de libertad de la persona
que realiza un acto, y no según la materia de dicho acto.
70. La exhortación apostólica
post-sinodal Reconciliatio et
paenitentia ha confirmado la importancia y la actualidad permanente de la distinción
entre pecados mortales y veniales, según la tradición de la Iglesia. Y el
Sínodo de los obispos de 1983, del cual ha emanado dicha exhortación, «no sólo
ha vuelto a afirmar cuanto fue proclamado por el concilio de Trento sobre la
existencia y la naturaleza de los pecados mortales y veniales, sino que ha
querido recordar que es pecado mortallo que tiene como objeto una
materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado
consentimiento» 116.
La afirmación del concilio de Trento no
considera solamente la materia grave del pecado mortal, sino
que recuerda también, como una condición necesaria suya, el pleno
conocimiento y consentimiento deliberado. Por lo demás, tanto en la
teología moral como en la práctica pastoral, son bien conocidos los casos en
los que un acto grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón
del conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo
comete. Por otra parte, «se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto
de "opción fundamental" —como hoy se suele decir— contra
Dios», concebido ya sea como explícito y formal desprecio de Dios y del
prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en
efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo,
elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta
elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor
de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios
y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser
radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse
situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen
en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la
esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría
teológica, como es concretamente la "opción fundamental" entendida de
tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción
tradicional de pecado mortal»117.
De este modo, la disociación entre
opción fundamental y decisiones deliberadas de comportamientos determinados,
desordenados en sí mismos o por las circunstancias, que podrían no
cuestionarla, comporta el desconocimiento de la doctrina católica sobre el
pecado mortal: «Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado
mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento,
rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo
volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la
voluntad divina («conversio ad creaturam»). Esto puede ocurrir de modo
directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de
modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos
de Dios en materia grave» 118.
IV. El acto moral
Teleología y teleologismo
71. La relación entre la libertad del
hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la
conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es
precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal,
como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar
libremente, mediante su adhesión a él, la perfección feliz y plena 119.
Los actos humanos son actos morales,
porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos
actos 120.
Éstos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino
que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma
que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como
pone de relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno: «Todos los seres
sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan
continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en
bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer
continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención
ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de
una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modonuestros
mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección,
dándonos la forma que queremos» 121.
72. La moralidad de los
actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el
bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de
Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio
de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ley natural),
cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la revelación sobrenatural de
Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es moralmente
bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el
verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de
la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el
cual el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del
diálogo del joven con Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida
eterna?» (Mt 19, 16) evidencia inmediatamente el vínculo esencial
entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús,
en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de
actos buenos, mandados por el único que es «Bueno», constituye la condición
indispensable y el camino para la felicidad eterna: «Si quieres entrar en la
vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). La respuesta de Jesús
remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin
está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien
humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la
vida.
La ordenación racional del acto humano
hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido
por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser
valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel
fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena 122. El
obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria
de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien
humano, tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la
acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la
elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros
mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último,
el bien supremo, es decir, Dios mismo.
73. El cristiano, gracias a la
revelación de Dios y a la fe, conoce la novedad que marca la
moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor
coherencia con la dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia: en
Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano es creatura nueva, hijo
de Dios, y mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con la
imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8,
29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra
a la vida eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo 123.
Cristo «nos forma según su imagen —dice san Cirilo de Alejandría—, de modo que
los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en nosotros a través de la
santificación y la justicia y la vida buena y virtuosa... La belleza de esta
imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras,
nos manifestamos como hombres buenos» 124.
En este sentido, la vida moral posee
un carácter «teleológico» esencial, porque consiste en la
ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos)
último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús:
«¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». Pero esta
ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de
la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a
este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado
por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al
joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19,
17).
Evidentemente debe ser una ordenación
racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el hombre es
responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno
que premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: «Es
necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de
Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida
mortal, el bien o el mal» (2 Co 5, 10).
74. Pero, ¿de qué depende la
calificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo se asegura esta ordenación
de los actos humanos hacia Dios? ¿Solamente depende de la intención que
sea conforme al fin último, al bien supremo, o de las circunstancias —y,
en particular, de las consecuencias— que caracterizan el obrar del
hombre, o no depende también —y sobre todo— del objeto mismo
de los actos humanos?
Éste es el problema llamado
tradicionalmente de las «fuentes de la moralidad». Precisamente con relación a
este problema, en las últimas décadas se han manifestado nuevas —o renovadas—
tendencias culturales y teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por
parte del Magisterio de la Iglesia.
Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican
especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines
perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para
valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de
los bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que
respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado
según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas
interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximalizar los
bienes y minimizar los males.
Muchos de los moralistas católicos que
siguen esta orientación, buscan distanciarse del utilitarismo y del
pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada
sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre. Con razón, se dan
cuenta de la necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más
consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las normas de la
vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de que el orden
moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio, accesible a
la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza con las
exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los
no-creyentes, especialmente en las sociedades pluralistas.
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por
elaborar esa moral racional —a veces llamada por esto moral autónoma—,
existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión
inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente
el hecho de que la voluntad está implicada en las elecciones concretas que
realiza: esas son condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin
último de la persona. Otros se inspiran además en una
concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su
ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su
determinación mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según
estas teorías, la voluntad libre no estaría ni moralmente sometida a obligaciones
determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar de ser
responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo», como
método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado —según
terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo».
El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar
determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse
de la ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y
los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre
los efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o
del mal menor, que sean efectivamente posibles en una situación
determinada.
Las teorías éticas teleológicas
(proporcionalismo, consecuencialismo), aun reconociendo que los valores
morales son señalados por la razón y la revelación, no admiten que se pueda
formular una prohibición absoluta de comportamientos determinados que, en
cualquier circunstancia y cultura, contrasten con aquellos valores. El sujeto
que obra sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen,
pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un
acto humano, sería, desde un punto de vista, de orden moral (con
relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia
hacia el prójimo, la justicia, etc.) y, desde otro, de orden
pre-moral, llamado también no-moral, físico u óntico (con relación a
las ventajas e inconvenientes originados sea a aquel que actúa, sea a toda
persona implicada antes o después, como por ejemplo la salud o su lesión, la
integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc.).
En un mundo en el que el bien estaría
siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno estaría vinculado con
otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su
bondad moral, sobre la base de la intención del sujeto, referida a
los bienes morales; y su rectitud, sobre la base de la consideración de los
efectos o consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los
comportamientos concretos serían calificados como rectos o equivocados,
sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los elige
como moralmente buena o mala. De este modo, un acto
que, oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes
considerados como pre-morales, podría ser calificado como moralmente admisible
si la intención del sujeto se concentra, según una responsable ponderación
de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral
considerado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de
la acción, en virtud de la proporción del acto con sus efectos y de los efectos
entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la especificidad moral de
los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la
fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la
prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con
decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares. Incluso en
materia grave, estos últimos deberán ser considerados como normas operativas
siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta perspectiva, el
consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la
moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
El objeto del acto deliberado
76. Estas teorías pueden adquirir una
cierta fuerza persuasiva por su afinidad con la mentalidad científica,
preocupada, con razón, de ordenar las actividades técnicas y económicas según
el cálculo de los recursos y los beneficios, de los procedimientos y los
efectos. Pretenden liberar de las imposiciones de una moral de la obligación,
voluntarista y arbitraria, que resultaría inhumana.
Sin embargo, semejantes teorías no son
fieles a la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen poder justificar, como
moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los
mandamientos de la ley divina y natural. Estas teorías no pueden apelar a la
tradición moral católica, pues, si bien es verdad que en esta última se ha
desarrollado una casuística atenta a ponderar en algunas situaciones concretas
las posibilidades mayores de bien, es igualmente verdad que esto se refería
solamente a los casos en los que la ley era incierta y, por consiguiente, no
ponía en discusión la validez absoluta de los preceptos morales negativos, que
obligan sin excepción. Los fieles están obligados a reconocer y respetar los
preceptos morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el
nombre de Dios, Creador y Señor 125.
Cuando el apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de
amar al prójimo como a sí mismo (cf. Rm 13, 8-10), no atenúa
los mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el momento en que
revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y el amor al prójimo
son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada
en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. Es un honor para los
cristianos obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 4,
19; 5, 29) e incluso aceptar el martirio a causa de ello, como han hecho los
santos y las santas del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales
por haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular
contrario a la fe o la virtud.
77. Para ofrecer los criterios
racionales de una justa decisión moral, las mencionadas teorías tienen en
cuenta la intención y las consecuencias de la
acción humana. Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la intención
—como Jesús insiste con particular fuerza en abierta contraposición con los
escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin
atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15,
19)—, ya sea a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de
un acto particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad. Pero la
consideración de estas consecuencias —así como de las intenciones— no es
suficiente para valorar la calidad moral de una elección concreta. La
ponderación de los bienes y los males, previsibles como consecuencia de una
acción, no es un método adecuado para determinar si la elección de aquel
comportamiento concreto es, según su especie o en sí
misma, moralmente buena o mala, lícita o ilícita. Las consecuencias
previsibles pertenecen a aquellas circunstancias del acto que, aunque puedan
modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo, la
especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las
dificultades o, mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas las
consecuencias y todos los efectos buenos o malos —denominados pre-morales— de
los propios actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué
hay que hacer para establecer unas proporciones que dependen de una valoración,
cuyos criterios permanecen oscuros? ¿Cómo podría justificarse una obligación
absoluta sobre cálculos tan discutibles?
78. La moralidad del acto
humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente
por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante
análisis, aún válido, de santo Tomás 126. Así
pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente,
hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En
efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente.
Y en cuanto es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la
voluntad, nos perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin
último en el bien perfecto, el amor originario. Por tanto, no se puede tomar
como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden
físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de
cosas en el mundo externo. El objeto es el fin próximo de una elección
deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa. En este
sentido, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «hay
comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque ésta comporta
un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral» 127.
«Sucede frecuentemente —afirma el Aquinate— que el hombre actúe con buena
intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por
ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención
es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En
conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala.
"Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen
la propia condena" (Rm 3, 8)» 128.
La razón por la que no basta la buena
intención, sino que es necesaria también la recta elección de las obras, reside
en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o no
es «ordenable» a Dios, al único que es «Bueno», y así realiza la
perfección de la persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme
con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes
para ella. La ética cristiana, que privilegia la atención al objeto moral, no
rechaza considerar la teleología interior del obrar, en cuanto
orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que reconoce que
éste sólo se pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales de
la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su objeto, es «ordenable»
también al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y
decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios
mediante la caridad. A este respecto, el patrono de los moralistas y confesores
enseña: «No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien.
Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con el
fin puro de agradar a Dios» 129.
El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rm 3, 8)
79. Así pues, hay que rechazar
la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporciona listas, según
la cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie —su
«objeto»— la elección deliberada de algunos comportamientos o actos
determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de
la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las
personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el
juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad»
al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida
por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y,
por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades,
que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los
contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de
los bienes para la persona que se ponen al servicio del bien
de la persona , del bien que es ella misma y su perfección. Estos son
los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás,
contienen toda la ley natural 130.
80. Ahora bien, la razón testimonia que
existen objetos del acto humano que se configuran comono-ordenables a
Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su
imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido
denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»):
lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de
las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto,
sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las
circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen
actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son
siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto» 131. El
mismo concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana,
ofrece una amplia ejemplificación de tales actos: «Todo lo que se opone a la
vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la
eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la
persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales,
incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad
humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos
arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas
y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los
obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres
y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios
que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican
que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido
al Creador» 132.
Sobre los actos intrínsecamente malos y
refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante las cuales el acto
conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: «En verdad,
si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de
promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer
el mal para conseguir el bien (cf. Rm 3, 8), es decir, hacer
objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y
por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese
salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social» 133.
81. La Iglesia, al enseñar la
existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada
Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los
impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los
homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios» (1 Co 6,
9-10).
Si los actos son intrínsecamente malos,
una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar
su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos,
por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En
cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata
sunt) —dice san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia u
otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos
buenos (bonis causis), ya no serían pecados o —conclusión más absurda
aún— que serían pecados justificados?» 134.
Por esto, las circunstancias o las
intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su
objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como
elección.
82. Por otra parte, la intención es
buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin
último. Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable a Dios
e indigno de la persona humana, se oponen siempre y en todos
los casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben
tales actos y que obligan «semper et pro semper», o sea sin
excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta
constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como
fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la moral
bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes.
La calidad moral del obrar humano depende de esta fidelidad a los mandamientos,
expresión de obediencia y de amor. Por esto, —volvemos a decirlo—, hay que
rechazar como errónea la opinión que considera imposible calificar moralmente
como mala según su especie la elección deliberada de algunos comportamientos o
actos determinados, prescindiendo de la intención por la cual se hace la
elección o por la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para
todas las personas interesadas. Sin esta determinación racional de la
moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un orden
moral objetivo 135 y
establecer cualquier norma determinada, desde el punto de vista del contenido,
que obligue sin excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana y de
la verdad sobre el bien, así como en detrimento de la comunión eclesial.
83. Como se ve, en la cuestión de la
moralidad de los actos humanos y particularmente en la de la existencia de los
actos intrínsecamente malos, se concentra en cierto sentido la cuestión
misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias
morales que se derivan de ello. Reconociendo y enseñando la existencia del mal
intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad
integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y promueve en su dignidad y
vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías expuestas más arriba, que
contrastan con esta verdad.
Sin embargo, es necesario que nosotros,
hermanos en el episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre
los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el
fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En él, que es
la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos
buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad
en la obediencia a la ley divina, que se compendia en el mandamiento del amor a
Dios y al prójimo. Es cuanto acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu
de verdad, de libertad y amor: en él nos es dado interiorizar la ley y
percibirla y vivirla como el dinamismo de la verdadera libertad personal: «la ley
perfecta de la libertad» (St 1, 25).
(Continúa en: CAPITULO III
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
El bien moral para la vida de la
Iglesia y del mundo
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)