CARTA ENCÍCLICA
HUMANAE VITAE
DE S. S. PABLO VI
A LOS VENERABLES HERMANOS LOS PATRIARCAS,
ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS DE LUGAR
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA,
AL CLERO Y A LOS FIELES DEL ORBE CATÓLICO
Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD,
SOBRE LA REGULACIÓN DE LA NATALIDAD
HUMANAE VITAE
DE S. S. PABLO VI
A LOS VENERABLES HERMANOS LOS PATRIARCAS,
ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS DE LUGAR
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA,
AL CLERO Y A LOS FIELES DEL ORBE CATÓLICO
Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD,
SOBRE LA REGULACIÓN DE LA NATALIDAD
Venerables hermanos y amados hijos, salud y bendición apostólica.
La transmisión de la vida
1. El gravísimo deber de transmitir la vida humana ha sido siempre para los
esposos, colaboradores libres y responsables de Dios Creador, fuente de grandes alegrías
aunque algunas veces acompañadas de no pocas dificultades y angustias.
En todos los tiempos ha planteado el cumplimiento de este deber serios
problemas en la conciencia de los cónyuges, pero con la actual transformación de la sociedad se
han verificado unos cambios tales que han hecho surgir nuevas cuestiones que la Iglesia no
podía ignorar por tratarse de una materia relacionada tan de cerca con la vida y la felicidad de
los hombres.
I. Nuevos aspectos del problema y competencia del magisterio
Nuevo enfoque del problema
2. Los cambios que se han producido son, en efecto, notables y de diversa
índole. Se trata, ante todo, del rápido desarrollo demográfico. Muchos manifiestan el temor de que la
población mundial aumente más rápidamente que las reservas de que dispone, con creciente
angustia para tantas familias y pueblos en vía de desarrollo, siendo grande la tentación de
las autoridades de oponer a este peligro medidas radicales. Además, las condiciones de trabajo y
de vivienda y las múltiples exigencias que van aumentando en el campo económico y en el de la
educación, con frecuencia hacen hoy difícil el mantenimiento adecuado de un número elevado
de hijos.
Se asiste también a un cambio, tanto en el modo de considerar la personalidad
de la mujer y su puesto en la sociedad, como en el valor que hay que atribuir al amor conyugal
dentro del matrimonio y en el aprecio que se debe dar al significado de los actos
conyugales en relación con este amor.
Finalmente, y sobre todo, el hombre ha llevado a cabo progresos estupendos en
el dominio y en la organización racional de las fuerzas de la naturaleza, de modo que tiende a
extender ese dominio a su mismo ser global: al cuerpo, a la vida psíquica, a la vida social
y hasta las leyes que regulan la transmisión de la vida.
3. El nuevo estado de cosas hace plantear nuevas preguntas. Consideradas las
condiciones de la vida actual y dado el significado que las relaciones conyugales tienen en orden
a la armonía entre los esposos y a su mutua fidelidad, ¿no sería indicado revisionar las normas
éticas hasta ahora vigentes, sobre todo si se considera que las mismas no pueden observarse sin
sacrificios, algunas veces heroicos?
Más aún, extendiendo a este campo la aplicación del llamado "principio de
totalidad", ¿no se podría admitir que la intención de una fecundidad menos exuberante, pero más
racional, transformase la intervención materialmente esterilizadora en un control lícito
y prudente de los nacimientos? Es decir, ¿no se podría admitir que la finalidad procreadora
pertenezca al conjunto de la vida conyugal más bien que a cada uno de los actos? Se pregunta también
si, dado el creciente sentido de responsabilidad del hombre moderno, no haya llegado el
momento de someter a su razón y a su voluntad, más que a los ritmos biológicos de su
organismo, la tarea de regular la natalidad.
4. Estas cuestiones exigían del Magisterio de la Iglesia una nueva y profunda
reflexión acerca de los principios de la doctrina moral del matrimonio, doctrina fundada sobre la
ley natural, iluminada y enriquecida por la Revelación divina.
Ningún fiel querrá negar que corresponda al Magisterio de la Iglesia el
interpretar también la ley moral natural. Es, en efecto, incontrovertible —como tantas veces han declarado
nuestros predecesores (1)— que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su
autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos (2), los constituía
en custodios y en
intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley
evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente
necesario para salvarse (3).
En conformidad con esta su misión, la Iglesia dio siempre, y con más amplitud
en los tiempos recientes, una doctrina coherente tanto sobre la naturaleza del matrimonio como
sobre el recto uso de los derechos conyugales y sobre las obligaciones de los esposos
(4).
Estudios especiales
5. La conciencia de esa misma misión nos indujo a confirmar y a ampliar la
Comisión de Estudio que nuestro predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, había instituido en el mes
de marzo del año 1963. Esta Comisión de la que formaban parte bastantes
estudiosos de las diversas disciplinas relacionadas con la materia y parejas de esposos, tenía la finalidad de recoger
opiniones acerca de las nuevas cuestiones referentes a la vida conyugal, en particular la
regulación de la natalidad, y de suministrar elementos de información oportunos, para que el Magisterio
pudiese dar una respuesta adecuada a la espera de los fieles y de la opinión pública mundial
(5).
Los trabajos de estos peritos, así como los sucesivos pareceres y los consejos
de buen número de nuestros hermanos en el Episcopado, quienes los enviaron espontáneamente o
respondiendo a una petición expresa, nos han permitido ponderar mejor los diversos aspectos
del complejo argumento. Por ello les expresamos de corazón a todos nuestra viva
gratitud.
La respuesta del Magisterio
6. No podíamos, sin embargo, considerar como definitivas las conclusiones a que
había llegado la Comisión, ni dispensarnos de examinar personalmente la grave cuestión; entre
otros motivos, porque en seno a la Comisión no se había alcanzado una plena concordancia de
juicios acerca de las normas morales a proponer y, sobre todo, porque habían aflorado algunos
criterios de soluciones que se separaban de la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta
por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza. Por ello, habiendo examinado
atentamente la documentación que se nos presentó y después de madura reflexión y de asiduas
plegarias, queremos ahora, en virtud del mandato que Cristo nos confió, dar nuestra
respuesta a estas graves cuestiones.
II. Principios doctrinales
Una visión global del hombre
7. El problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana,
hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o
psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su
vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna. Y puesto que, en el
tentativo de justificar los métodos artificiales del control de los nacimientos, muchos han apelado a las
exigencias del amor conyugal y de una "paternidad responsable", conviene precisar bien el
verdadero concepto de estas dos grandes realidades de la vida matrimonial, remitiéndonos sobre todo a
cuanto ha declarado, a este respecto, en forma altamente autorizada, el Concilio Vaticano
II en la Constitución pastoral Gaudium et Spes.
El amor conyugal
8. La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan cuando éste
es considerado en su fuente suprema, Dios, que es Amor (6), "el Padre de quien procede
toda paternidad en el cielo y en la tierra" (7).
El matrimonio no es, por tanto, efecto de la casualidad o producto de la
evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en
la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia
y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento
personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas.
En los bautizados el matrimonio reviste, además, la dignidad de signo
sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y de la Iglesia.
Sus características
9. Bajo esta luz aparecen claramente las notas y las exigencias características
del amor conyugal, siendo de suma importancia tener una idea exacta de ellas.
Es, ante todo, un amor plenamente humano, es decir, sensible y
espiritual al mismo tiempo. No es por tanto una simple efusión del instinto y del sentimiento sino que es
también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las
alegrías y los dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en un solo
corazón y en una sola alma y juntos alcancen su perfección humana.
Es un amor total, esto es, una forma singular de amistad personal,
con la cual los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas. Quien
ama de verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe sino por sí
mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí.
Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben
el esposo y la esposa el día en que asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vínculo matrimonial.
Fidelidad que a veces puede resultar difícil pero que siempre es posible, noble y meritoria;
nadie puede negarlo.
El ejemplo de numerosos esposos a través de los siglos demuestra que la
fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y
duradera.
Es, por fin, un amor fecundo, que no se agota en la comunión
entre los esposos sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas. "El matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los
hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de
los propios padres" (8).
La paternidad responsable
10. Por ello el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión
de "paternidad responsable" sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que
comprender exactamente. Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y
relacionados entre sí.
En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa
conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes
biológicas que forman parte de la persona humana (9).
En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad
responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la
voluntad.
En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales,
la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa
de tener una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el
respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo
indefinido.
La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con
el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta
conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan
plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la
sociedad, en una justa jerarquía de valores.
En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres
para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente
autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención
creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y
constantemente enseñada por la Iglesia (10).
Respetar la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial
11. Estos actos, con los cuales los esposos se unen en casta intimidad, y a
través de los cuales se transmite la vida humana, son, como ha recordado el Concilio, "honestos
y dignos" (11), y no cesan de ser legítimos si, por causas independientes de la voluntad de los
cónyuges, se prevén infecundos, porque continúan ordenados a expresar y consolidar su unión. De
hecho, como atestigua la experiencia, no se sigue una nueva vida de cada uno de los actos
conyugales. Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí
mismos distancian los nacimientos. La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen
las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto
matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida
(12).
Inseparables los dos aspectos: unión y procreación
12. Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre
la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia
iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado
procreador.
Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une
profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes
inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales,
unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y
verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que
los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el
carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental.
Fidelidad al plan de Dios
13. Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge sin
considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y
prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos. Así,
quien reflexiona rectamente deberá también reconocer que un acto de amor recíproco, que
prejuzgue la disponibilidad a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes,
ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la
voluntad del Autor de la vida. Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun
sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas
relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio,
el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no
árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido
por el Creador.
En efecto, al igual que el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre su cuerpo
en general, del mismo modo tampoco lo tiene, con más razón, sobre las facultades generadoras en
cuanto tales, en virtud de su ordenación intrínseca a originar la vida, de la que Dios es
principio. "La vida humana es sagrada —recordaba Juan XXIII—; desde su comienzo, compromete
directamente la acción creadora de Dios" (13).
14. En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y
cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente,
como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso
generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones
terapéuticas (14).
Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado
muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer
(15); queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su
realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio,
hacer imposible la procreación (16).
Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos
conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos
constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto
compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral
menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande (17), no es lícito, ni aun
por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (18), es decir, hacer objeto de
un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la
persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual,
familiar o social.
Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente
infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida
conyugal fecunda.
15. La Iglesia, en cambio, no retiene de ningún modo ilícito el uso de los
medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que
se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese
impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido (19).
Licitud del recurso a los periodos infecundos
16. A estas enseñanzas de la Iglesia sobre la moral conyugal se objeta hoy,
como observábamos antes (n. 3), que es prerrogativa de la inteligencia humana dominar las
energías de la naturaleza irracional y orientarlas hacia un fin en conformidad con el bien del hombre.
Algunos se preguntan: actualmente, ¿no es quizás racional recurrir en muchas
circunstancias al control artificial de los nacimientos, si con ello se obtienen la armonía y la
tranquilidad de la familia y mejores condiciones para la educación de los hijos ya nacidos? A esta pregunta
hay que responder con claridad: la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la
intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su
Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios.
Por consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios motivos,
derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias
exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a
las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así
regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar (20).
La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los
periodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente contrarios
a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En
realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se
sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos
naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la
voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se
seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al
uso del matrimonio en los periodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no
es deseable, y hacen uso después en los periodos agenésicos para manifestarse el afecto y
para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así ellos dan prueba de amor verdadero e
integralmente honesto.
Graves consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad
17. Los hombres rectos podrán convencerse todavía de la consistencia de la
doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias de los métodos de
la regulación artificial de la natalidad. Consideren, antes que nada, el camino fácil y
amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. No se necesita
mucha experiencia para conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres, especialmente los jóvenes, tan vulnerables en este punto tienen necesidad de
aliento para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para
burlar su observancia.
Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas
anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su
equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoístico y
no como a compañera, respetada y amada.
Reflexiónese también sobre el arma peligrosa que de este modo se llegaría a
poner en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales. ¿Quién podría
reprochar a un gobierno el aplicar a la solución de los problemas de la colectividad lo que
hubiera sido reconocido lícito a los cónyuges para la solución de un problema familiar?
¿Quién impediría a los gobernantes favorecer y hasta imponer a sus pueblos, si lo consideraran
necesario, el método anticonceptivo que ellos juzgaren más eficaz? En tal modo los hombres,
queriendo evitar las dificultades individuales, familiares o sociales que se encuentran en el
cumplimiento de la ley divina, llegarían a dejar a merced de la intervención de las autoridades
públicas el sector más personal y más reservado de la intimidad conyugal.
Por tanto, sino se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de
engendrar la vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la posibilidad de
dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre,
privado o revestido de autoridad, es lícito quebrantar. Y tales límites no pueden ser
determinados sino por el respeto debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones,
según los principios antes recordados y según la recta inteligencia del "principio de
totalidad" ilustrado por nuestro predecesor Pío XII (21).
La Iglesia, garantía de los auténticos valores humanos
18. Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas
por todos: son demasiadas las voces —ampliadas por los modernos medios de propaganda— que
están en contraste con la Iglesia. A decir verdad, ésta no se maravilla de ser, a
semejanza de su divino Fundador, "signo de contradicción" (22), pero no deja por esto de
proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, natural y evangélica. La Iglesia no ha sido la
autora de éstas, ni puede por tanto ser su árbitro, sino solamente su depositaria e intérprete, sin poder
jamás declarar lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del
hombre.
Al defender la moral conyugal en su integridad, la Iglesia sabe que contribuye
a la instauración de una civilización verdaderamente humana; ella compromete al hombre a no
abdicar la propia responsabilidad para someterse a los medios técnicos; defiende con esto mismo
la dignidad de los cónyuges. Fiel a las enseñanzas y al ejemplo del Salvador, ella se
demuestra amiga sincera y desinteresada de los hombres a quienes quiere ayudar, ya desde su camino
terreno, "a participar como hijos a la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres" (23).
III. Directivas pastorales
La Iglesia, Madre y Maestra
19. Nuestra palabra no sería expresión adecuada del pensamiento y de las
solicitudes de la Iglesia, Madre y Maestra de todas las gentes, si, después de haber invitado a
los hombres a observar y a respetar la ley divina referente al matrimonio, no les confortase
en el camino de una honesta regulación de la natalidad, aun en medio de las difíciles condiciones
que hoy afligen a las familias y a los pueblos. La Iglesia, efectivamente, no puede tener otra
actitud para con los hombres que la del Redentor: conoce su debilidad, tiene compasión de las
muchedumbres, acoge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que en realidad
es la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida por el Espíritu de
Dios (24).
Posibilidad de observar la ley divina
La doctrina de la Iglesia en materia de regulación de la natalidad, promulgadora
de la ley divina, aparecerá fácilmente a los ojos de muchos difícil e incluso imposible en la
práctica. Y en verdad que, como todas las grandes y beneficiosas realidades, exige un serio empeño y
muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social. Más aun, no sería posible
actuarla sin la ayuda de Dios, que sostiene y fortalece la buena voluntad de los hombres. Pero a todo
aquel que reflexione seriamente, no puede menos de aparecer que tales esfuerzos
ennoblecen al hombre y benefician la comunidad humana.
Dominio de sí mismo
21. Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a
los esposos adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la
familia, y también una tendencia a procurarse un perfecto dominio de sí mismos. El dominio del
instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética,
para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden
recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia
de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano
más sublime.
Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los
cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales:
aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros
problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del
verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la
capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos; los niños y los jóvenes
crecen en la justa estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus
facultades espirituales y sensibles.
22. Nos queremos en esta ocasión llamar la atención de los educadores y de
todos aquellos que tienen incumbencia de responsabilidad, en orden al bien común de la convivencia
humana, sobre la necesidad de crear un clima favorable a la educación de la castidad, es
decir, al triunfo de la libertad sobre el libertinaje, mediante el respeto del orden moral.
Todo lo que en los medios modernos de comunicación social conduce a la
excitación de los sentidos, al desenfreno de las costumbres, como cualquier forma de pornografía
y de espectáculos licenciosos, debe suscitar la franca y unánime reacción de todas
las personas, solícitas del progreso de la civilización y de la defensa de los supremos
bienes del espíritu humano. En vano se trataría de buscar justificación a estas depravaciones con
el pretexto de exigencias artísticas o científicas (25), o aduciendo como argumento la
libertad concedida en este campo por las autoridades públicas.
Llamamiento a las autoridades públicas
23. Nos decimos a los gobernantes, que son los primeros responsables del bien
común y que tanto pueden hacer para salvaguardar las costumbres morales: no permitáis que
se degrade la moralidad de vuestros pueblos; no aceptéis que se introduzcan legalmente en la
célula fundamental, que es la familia, prácticas contrarias a la ley natural y divina.
Es otro el camino por el cual los poderes públicos pueden y deben contribuir a la solución del
problema demográfico: el de una cuidadosa política familiar y de una sabia educación de los pueblos,
que respete la ley moral y la libertad de los ciudadanos.
Somos conscientes de las graves dificultades con que tropiezan los poderes
públicos a este respecto, especialmente en los pueblos en vía de desarrollo. A sus legítimas
preocupaciones hemos dedicado nuestra encíclica Populorum Progressio. Y con
nuestro predecesor, Juan XXIII, seguimos diciendo: "Estas dificultades no se superan con el recurso
a métodos y medios que son indignos del hombre y cuya explicación está sólo en una concepción
estrechamente materialística del hombre mismo y de su vida. La verdadera solución solamente
se halla en el desarrollo económico y en el progreso social, que respeten y promuevan los
verdaderos valores humanos, individuales y sociales" (26). Tampoco se podría hacer
responsable, sin grave injusticia, a la Divina Providencia de lo que por el contrario dependería de
una menor sagacidad de gobierno, de un escaso sentido de la justicia social, de un monopolio
egoísta o también de la indolencia reprobable en afrontar los esfuerzos y sacrificios necesarios para
asegurar la elevación del nivel de vida de un pueblo y de todos sus hijos (27). Que todos los Poderes
responsables —como ya algunos lo vienen haciendo laudablemente— reaviven generosamente los
propios esfuerzos, y que no cese de extenderse el mutuo apoyo entre todos los miembros
de la familia humana: es un campo inmenso el que se abre de este modo a la actividad de las
grandes organizaciones internacionales.
A los hombres de ciencia
24. Queremos ahora alentar a los hombres de ciencia, los cuales "pueden
contribuir notablemente al bien del matrimonio y de la familia y a la paz de las
conciencias si, uniendo sus estudios, se proponen aclarar más profundamente las diversas condiciones
favorables a una honesta regulación de la procreación humana" (28). Es de desear en
particular que, según el augurio expresado ya por Pío XII, la ciencia médica logre dar una base,
suficientemente segura, para una regulación de nacimientos, fundada en la observancia de los ritmos
naturales (29). De este modo los científicos, y en especial los católicos, contribuirán a
demostrar con los hechos que, como enseña la Iglesia, "no puede haber verdadera contradicción entre
las leyes divinas que regulan la transmisión de la vida y aquellas que favorecen un auténtico amor
conyugal" (30).
25. Nuestra palabra se dirige ahora más directamente a nuestros hijos, en
particular a los llamados por Dios a servirlo en el matrimonio. La Iglesia, al mismo tiempo que
enseña las exigencias imprescriptibles de la ley divina, anuncia la salvación y abre con
los sacramentos los caminos de la gracia, la cual hace del hombre una nueva criatura, capaz de
corresponder en el amor y en la verdadera libertad al designio de su Creador y Salvador, y de
encontrar suave el yugo de Cristo (31).
Los esposos cristianos, pues, dóciles a su voz, deben recordar que su vocación
cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido ulteriormente con el
sacramento del matrimonio. Por lo mismo los cónyuges son corroborados y como consagrados para
cumplir fielmente los propios deberes, para realizar su vocación hasta la perfección y
para dar un testimonio, propio de ellos, delante del mundo (32). A ellos ha confiado el
Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el
amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana.
No es nuestra intención ocultar las dificultades, a veces graves, inherentes a
la vida de los cónyuges cristianos; para ellos como para todos "la puerta es estrecha y
angosta la senda que lleva a la vida" (33). La esperanza de esta vida debe iluminar su camino,
mientras se esfuerzan animosamente por vivir con prudencia, justicia y piedad en el tiempo (34),
conscientes de que la forma de este mundo es pasajera (35).
Afronten, pues, los esposos los necesarios esfuerzos, apoyados por la fe y por
la esperanza que "no engaña porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones
junto con el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (36); invoquen con oración perseverante la
ayuda divina; acudan sobre todo a la fuente de gracia y de caridad en la Eucaristía. Y si el pecado
les sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la
misericordia de Dios, que se concede en el sacramento de la penitencia. Podrán realizar así la
plenitud de la vida conyugal, descrita por el Apóstol: "Maridos, amad a vuestras mujeres
como Cristo amó a su Iglesia (...). Los maridos deben amar a sus esposas como a su propio cuerpo.
Amar a la esposa ¿no es acaso amarse a sí mismo? Nadie ha odiado jamás su propia carne,
sino que la nutre y la cuida, como Cristo a su Iglesia (...). Este misterio es grande, pero
entendido de Cristo y la Iglesia. Por lo que se refiere a vosotros, cada uno en particular ame a su
esposa como a sí mismo y la mujer respete a su propio marido" (37).
Apostolado entre los hogares
26. Entre los frutos logrados con un generoso esfuerzo de fidelidad a la ley
divina, uno de los más preciosos es que los cónyuges no rara vez sienten el deseo de comunicar a
los demás su experiencia. Una nueva e importantísima forma de apostolado entre semejantes se
inserta de este modo en el amplio cuadro de la vocación de los laicos: los mismos esposos
se convierten en guía de otros esposos. Esta es, sin duda, entre las numerosas formas de
apostolado, una de las que hoy aparecen más oportunas (38).
A los médicos y al personal sanitario
27. Estimamos altamente a los médicos y a los miembros del personal de sanidad,
quienes en el ejercicio de su profesión sienten entrañablemente las superiores exigencias de
su vocación cristiana, por encima de todo interés humano. Perseveren, pues, en promover
constantemente las soluciones inspiradas en la fe y en la recta razón, y se esfuercen en
fomentar la convicción y el respeto de las mismas en su ambiente. Consideren también como propio deber
profesional el procurarse toda la ciencia necesaria en este aspecto delicado, con el fin de
poder dar a los esposos que los consultan sabios consejos y directrices sanas que de ellos
esperan con todo derecho.
28. Amados hijos sacerdotes, que sois por vocación los consejeros y los
directores espirituales de las personas y de las familias, a vosotros queremos dirigirnos ahora con
toda confianza.
Vuestra primera incumbencia —en especial la de aquellos que enseñan la teología
moral— es exponer sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Sed los
primeros en dar ejemplo de obsequio leal, interna y externamente, al Magisterio de la Iglesia
en el ejercicio de vuestro ministerio. Tal obsequio, bien lo sabéis, es obligatorio no sólo por
las razones aducidas, sino sobre todo por razón de la luz del Espíritu Santo, de la cual están
particularmente asistidos los pastores de la Iglesia para ilustrar la verdad (39). Conocéis también la
suma importancia que tiene para la paz de las conciencias y para la unidad del pueblo cristiano, que
en el campo de la moral y del dogma se atengan todos al Magisterio de la Iglesia y hablen del
mismo modo. Por esto renovamos con todo nuestro ánimo el angustioso llamamiento del Apóstol
Pablo: "Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis
igualmente, y no haya entre vosotros cismas, antes seáis concordes en el mismo pensar y en el
mismo sentir" (40).
29. No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de
caridad eminente hacia las almas. Pero esto debe ir acompañado siempre de la paciencia y de la
bondad de que el mismo Señor dio ejemplo en su trato con los hombres. Venido no para juzgar sino
para salvar (41), El fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con las
personas.
Que en medio de sus dificultades encuentren siempre los cónyuges en las
palabras y en el corazón del sacerdote el eco de la voz y del amor del Redentor.
Hablad, además, con confianza, amados hijos, seguros de que el Espíritu de Dios
que asiste al Magisterio en el proponer la doctrina, ilumina internamente los corazones de
los fieles, invitándolos a prestar su asentimiento. Enseñad a los esposos el camino
necesario de la oración, preparadlos a que acudan con frecuencia y con fe a los sacramentos de la
Eucaristía y de la Penitencia, sin que se dejen nunca desalentar por su debilidad.
A los Obispos
30. Queridos y venerables hermanos en el episcopado, con quienes compartimos
más de cerca la solicitud del bien espiritual del Pueblo de Dios, a vosotros va
nuestro pensamiento reverente y afectuoso al final de esta encíclica. A todos dirigimos una
apremiante invitación.
Trabajad al frente de los sacerdotes, vuestros colaboradores, y de vuestros
fieles con ardor y sin descanso por la salvaguardia y la santidad del matrimonio para que sea vivido
en toda su plenitud humana y cristiana. Considerad esta misión como una de vuestras
responsabilidades más urgentes en el tiempo actual. Esto supone, como sabéis, una acción pastoral,
coordinada en todos los campos de la actividad humana, económica, cultural y social; en
efecto, solo mejorando simultáneamente todos estos sectores, se podrá hacer no sólo
tolerable sino más fácil y feliz la vida de los padres y de los hijos en el seno de la familia, más
fraterna y pacífica la convivencia en la sociedad humana, respetando fielmente el designio de Dios
sobre el mundo.
Llamamiento final
31. Venerables hermanos, amadísimos hijos y todos vosotros, hombres de buena
voluntad: Es grande la obra de educación, de progreso y de amor a la cual os llamamos,
fundamentándose en la doctrina de la Iglesia, de la cual el Sucesor de Pedro es, con sus hermanos
en el episcopado, depositario e intérprete. Obra grande de verdad, estamos convencidos de ello, tanto
para el mundo como para la Iglesia, ya que el hombre no puede hallar la verdadera
felicidad, a la que aspira con todo su ser, más que en el respeto de las leyes grabadas por Dios en
su naturaleza y que debe observar con inteligencia y amor. Nos invocamos sobre esta tarea, como
sobre todos vosotros y en particular sobre los esposos, la abundancia de las gracias del
Dios de santidad y de misericordia, en prenda de las cuales os otorgamos nuestra bendición
apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta del apóstol Santiago, 25 de
julio de 1968, sexto de nuestro pontificado.
NOTAS
1. Cfr. Pío XI, Enc. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1946, Pii
IX P. M. Acta, vol. 1. pp. 9-10; San Pío X, Enc. Singulari
quadam, 24 de septiembre de 1912, AAS 4 (1912), p. 658; Pío XI, cfr. Casti
connubii, 31 de diciembre de 1930, AAS 22 (1930), pp. 579-581; Pío XII,
Aloc.Magnificate Dominum al Episcopado del mundo católico, 2 de
noviembre de 1954, AAS 46 (1954), pp. 671-672; Juan XXIII, Enc. Mater
et Magistra, 15 de mayo de 1961, AAS 53 (1961), p.
457.
2.Cfr. Math., 28, 18-19.
3.Cfr. Math., 7, 21.
4. Cfr. Catechismus Romanus Concilii Tridentini, pars II, c. VIII;
León XIII, Enc. Arcanum, 10 de febrero de 1880; Acta L.
XIII, 2 (1881), pp. 26-29; Pío XI, Enc. Divini illius Magistri,
31 de diciembre de 1929, AAS 22 (1930), pp. 58-61; Enc. Casti connubii,
31 de diciembre de 1930, AAS 22 (1930), pp. 545-546; Pío XII Alocución a la
Unión Italiana médico-biológica de San Lucas, 12 de noviembre de 1944, Discorsi
e Radiomessaggi, VI, pp. 191-192; al Convenio de la Unión Católica Italiana
de Comadronas, 29 de octubre de 1951, AAS 43 (1951), pp. 853-854; al Congreso
del "Fronte della Famiglia" y de la Asociación de Familias Numerosas,
28 de noviembre de 1951, AAS 43 (1951), pp. 857-859; al VII Congreso de la
Sociedad Internacional de Hematología, 12 de septiembre de 1958, AAS 50 (1958),
pp. 734-735; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra, AAS 53
(1961), pp. 446-447; Codex Iuris Canonici, can. 1067; 1068, párr.1;
1076, párr.1-2; Conc. Vaticano
II, Const. Past. Gaudium et Spes, nn. 47-52.
5. Cfr. Alocución de Pablo VI al Sacro Colegio, 23 de junio de 1964, AAS 56
(1964), p. 588; a la Comisión para el estudio de los problemas de la población, de la familia y
de la natalidad, 27 de marzo de 1965, AAS (1965), p. 388; al Congreso Nacional de la Sociedad
Italiana de Obstetricia y Ginecología, 29 de octubre de 1966, AAS 58 (1966), p. 1168.
6. Cfr. I Jn., 4, 8.
7. Ef., 3, 15.
8. Conc. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 50.
9. Cfr. Sto. Tomás, Sum. Teol., I-II, q. 94, a. 2.
10. Cfr. Gaudium et Spes, nn. 50 y 51.
11. Ibid., n. 49, 2o.
12. Cfr. Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930), p. 560; Pío XII, AAS 43 (1951), p.
843.
13. Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra, AAS 53 (1961), p. 447.
14. Cfr. Catechismus Romanus Concilii Tridentini, pars. II, c.
VIII; Pío XI, Enc. Casti Connubii, AAS 22 (1930), pp. 562-564; Pío
XII, Discorsi e Radiomessaggi, VI, pp. 191-192, AAS 43 (1951), pp. 842-843, pp. 857-859; Juan XXIII, Enc. Pacem in terris, 11 de abril de 1963, AAS55
(1963), pp. 259-260; Gaudium et Spes, n. 51.
15. Cfr. Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930), n. 565; Decreto
del S. Oficio, 22 de febrero de 1940, AAS 32 (1940), p. 73; Pío XII, AAS 43
(1951), pp. 843-844; AAS 50 (1958), pp. 734-735.
16. Cfr. Catechismus Romanus Concilii Tridentini, pars II, c. VIII;
Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930), pp. 559-561; Pío XII, AAS 43 (1951), p. 843; AAS 50 (1958), pp.734-735; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra, AAS 53 (1961), n.
447.
17. Cfr. Pío XII, Aloc. al Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos
Italianos, 6 diciembre 1953, AAS 45 (1953), pp. 798-799.
19. Cfr. Pío XII, Aloc. a los Participantes en el Congreso de la Asociación
Italiana de Urología, 8 octubre 1953, AAS 45 (1953), pp. 674-675; AAS 50 (1958), pp. 734-735.
20. Cfr. Pío XII, AAS 43 (1951), p. 846.
21. AAS 45 (1953), pp. 674-675; Aloc. a los Dirigentes y Socios de la
Asociación Italiana de Donadores de Córnea, AAS 48 (1956), pp. 461-462.
23. Pablo VI, Enc. Populorum Progressio, 26 de marzo de 1967, n.
21.
24. Cfr. Rom., cap. 8.
25.Cfr. Conc. Vat. II, Decreto Inter Mirifica sobre los medios
de comunicación social, nn. 6-7.
26. Cfr. Enc. Mater et Magistra, AAS 53 (1961), p. 447.
27. Cfr. Enc. Populorum Progressio, nn. 48-55.
28. Gaudium et Spes, n. 52.
29. Cfr. AAS 43 (1951), p. 859.
30. Gaudium et Spes, n. 51.
31. Cfr. Mat., 11, 30.
32. Cfr. Gaudium et Spes, n. 48; Conc. Vat. II, Const. Dogm. Lumen
Gentium, n. 35.
34. Cfr. Tit., 2, 12.
35. Cfr. I Cor., 7, 31.
36. Rom., 5, 5.
37. Ef., 5, 25, 28-29, 32-33.
38. Cfr. Lumen Gentium, nn. 35 y 41; Gaudium et Spes,
nn. 48 y 49; Conc. Vat. II, Decret. Apostolicam Actuositatem, n. 11.
40. I Cor., 1, 10.
41. Cfr. Jn., 3, 17.