CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
CAPÍTULO IV
A MÍ ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA
« Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para
anunciar sus alabanzas » (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la
vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido el Evangelio como
anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado
del Padre « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18).
Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo
(cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19-20). La Iglesia,
nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la
exclamación del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1
Cor 9, 16). En efecto, «evangelizar —como escribía Pablo
VI— constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad
más profunda. Ella existe para evangelizar ».101
La evangelización es una acción global y dinámica,
que compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y
real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las
dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad. Es
un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de
todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y
ministerio.
Así sucede también cuando se trata de anunciar
el Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que es
Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la
certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a
toda la humanidad « hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8).
Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo
de la vida y para la vida y presentémonos de este modo ante todos.
79. Somos el pueblo de la vida porque
Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y
hemos sido transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido
redimidos por el « autor de la vida » (Hch 3, 15) a precio de su
preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1,
19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6,
4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia y fecundidad del
árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la
gracia del Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos llegado a ser un pueblo
para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados: estar al servicio de la vida no
es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de
ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1
P 2, 9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del
amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre,
que « muriendo ha dado la vida al mundo ».102
Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la
vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente « eclesial
», que exige la acción concertada y generosa de todos los miembros y de todas
las estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria
no elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la
cual se dirige el mandato del Señor de « hacerse prójimo » de cada hombre: «
Vete y haz tú lo mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el deber de anunciar
el Evangelio de la vida, de celebrarlo en la liturgia
y en toda la existencia, de servirlo con las diversas
iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.
« Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos
» (1
Jn 1, 3): anunciar el Evangelio de la vida
80. « Lo que existía desde el principio, lo que
hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron
nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que
también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1.
3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que
decir y testimoniar.
Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la
vida. En
efecto, El es « la Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En El « la vida
se manifestó » (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es « la vida eterna,
que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó » (ivi). Esta
misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida
terrena de cada uno, ordenada a la vida en plenitud, a la « vida eterna »,
adquiere también pleno sentido.
Iluminados por este Evangelio de la
vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por
la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio, al
identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad 103 y vencedor de la « vejez » causada por el
pecado y que lleva a la muerte, 104 supera toda expectativa del hombre y
descubre la sublime altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la
persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: « El hombre que, entre los
seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el
Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia
y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué palabra,
pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de esta
gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal, de
perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios ».105
El agradecimiento y la alegría por la dignidad
inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos partícipes de este
mensaje: « Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también
vosotros estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 3). Es
necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de
cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.
81. Ante todo se trata de anunciar el
núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que nos
llama a una profunda comunión con El y nos abre a la esperanza segura de la
vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona,
su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de
relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la
extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada
rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación del « don sincero de sí
mismo » como tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las
consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir así: la
vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en
particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la eutanasia;
la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida
con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y
dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la procreación
humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido y,
aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser
acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la
técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la
sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana,
en todo momento y condición de su vida.
82. Para ser verdaderamente un pueblo al servicio
de la vida debemos, con constancia y valentía, proponer estos contenidos desde
el primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y
en las diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en cada
actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y teólogos
corresponde la tarea de poner de relieve las razones
antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida
humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del Evangelio
de la vida,podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la
razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el
hombre y el significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos
puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos
todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida.
En medio de las voces más dispares, cuando muchos
rechazan la sana doctrina sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida
también a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra,
insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y
doctrina » (2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar un fuerte
eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más directamente, con
diverso título, en su misión de « maestra » de la verdad. Que resuene ante todo
para nosotros Obispos: somos los primeros a quienes se pide ser
anunciadores incansables del Evangelio de la vida; a nosotros
se nos confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y fiel
de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas
para que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma.
Debemos poner una atención especial para que en las facultades teológicas, en
los seminarios y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre
y se profundice el conocimiento de la sana doctrina. 106 Que la exhortación de Pablo resuene para
todos los teólogos, para los pastores y para
todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación
de las conciencias:conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca
la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo
ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo
propone e interpreta fielmente el Magisterio.
Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la
hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos
conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2).
Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15,
19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y
resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).
« Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio
soy » (Sal 139
138, 14): celebrar el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como « pueblo para la vida »,
nuestro anuncio debe ser también una celebración verdadera y genuina
del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza
evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar precioso y
significativo para transmitir la belleza y grandeza de este Evangelio.
Con este fin, urge ante todo cultivar, en
nosotros y en los demás, una mirada contemplativa. 107Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que
ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139
138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus
dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la
responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino
que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en
cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8,
6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo,
marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas
estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas
circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua
consideración, al diálogo y a la solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada,
volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar
y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de
sus primeros mensajes de Navidad. 108 El pueblo nuevo de los redimidos, animado
por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza
y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el misterio de
la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una
existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
84. Celebrar el Evangelio de la vida
significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da la vida: « Celebremos
ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a
todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de modo conveniente
a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la
vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda
vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas el ser
inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y animales hasta
el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos,
una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su
bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es
todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en
alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está
viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida.
Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica
toda vida ».109
Como el Salmista también nosotros, en la oración
cotidiana, individual y comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios
nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y amado
cuando todavía éramos informes (cf. Sal 139 138, 13. 15-16), y
exclamamos con incontenible alegría: « Yo te doy gracias por tantas maravillas:
prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente » (Sal 139
138, 14). Sí, « esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros
misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un
prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado
con júbilo y gloria ».110Más aún, el hombre y su vida no se nos
presentan sólo como uno de los prodigios más grandes de la creación: Dios ha
dado al hombre una dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En
cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen
de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios
vivo, icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud
por la vida recibida como don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio
de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre
todo con las celebraciones del año litúrgico. Se deben
recordar aquí particularmente losSacramentos, signos eficaces de la
presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana.
Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la
energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de
vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del
significado de los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones
litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de
expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la
muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio
pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En la celebración del Evangelio de la
vida es preciso saber apreciar y valorar también los gestos y
los símbolos, de los que son ricas las diversas tradiciones y costumbres
culturales y populares. Son momentos y formas de encuentro con las
que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el gozo por una vida que
nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana, el cuidado del que
sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la
participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de
inmortalidad.
En esta perspectiva, acogiendo también la
sugerencia de los Cardenales en el Consistorio de 1991, propongo que se celebre
cada año en las distintas Naciones una Jornada por la Vida, como
ya tiene lugar por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario
que esta Jornada se prepare y se celebre con la participación activa de todos
los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las
conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el
reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos
y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del
aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de
la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración, según sugiera la
evolución de la situación histórica.
86. Respecto al culto espiritual agradable a Dios
(cf. Rm 12, 1), la celebración del Evangelio de la
vida debe realizarse sobre todo en la existencia
cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno
mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del
don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este
don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia
humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes
y ancianos, sanos y enfermos.
En este contexto, rico en humanidad y amor, es
donde surgen también los gestos heroicos. Estos son la
celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque lo
proclaman con la entrega total de sí mismos; son la elocuente
manifestación del grado más elevado del amor, que es dar la vida por la persona
amada (cf. Jn 15, 13); son la participación en el misterio de
la Cruz, en la que Jesús revela cuánto vale para El la vida de cada hombre y
cómo ésta se realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de
casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes
gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre
ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según
criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e
incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.
A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio
silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de « todas las madres valientes,
que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos,
y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier
sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas ».111 Al desarrollar su misión « no siempre
estas madres heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de
civilización, a menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación,
no favorecen la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se
presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el
sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose innumerables
esposas y madres cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por
vuestro amor invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios
y en su amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo,
en el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el
poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112 « ¿De qué sirve, hermanos míos, que
alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? » (St 2,
14): servir el Evangelio de la vida
87. En virtud de la participación en la misión real
de Cristo, el apoyo y la promoción de la vida humana deben realizarse mediante
el servicio de la caridad, que se manifiesta en el testimonio
personal, en las diversas formas de voluntariado, en la animación social y en
el compromiso político. Esta es una exigencia particularmente
apremiante en el momento actual, en que la « cultura de la muerte » se
contrapone tan fuertemente a la « cultura de la vida » y con frecuencia parece
que la supera. Sin embargo, es ante todo una exigencia que nace de la « fe que
actúa por la caridad » (Gal 5, 6), como nos exhorta la Carta de
Santiago: « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo
fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una
hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y algunos de vosotros les
dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos", pero no les dais lo
necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras,
está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la caridad, hay una
actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos cargo
del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como
discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre
(cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia especial por
quien es más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al
hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado
—como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la
muerte— tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: « Cuanto
hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25,
40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por las palabras siempre
actuales de san Juan Crisóstomo: « ¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de
Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con
vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez ».113
El servicio de la caridad a la vida debe ser
profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y
discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus
fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de «
hacerse cargo » de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se
trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de un amor profundo por cada
hombre y mujer, se ha desarrollado a lo largo de los siglos una extraordinaria
historia de caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil
numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo
observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con
nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de una
acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben poner en práctica
formas discretas y eficaces de acompañamiento de la vida naciente,con
una especial cercanía a aquellas madres que, incluso sin el apoyo del padre, no
tienen miedo de traer al mundo su hijo y educarlo. Una atención análoga debe
prestarse a la vida que se encuentra en la marginación o en el sufrimiento,
especialmente en sus fases finales.
88. Todo esto supone una paciente y valiente obra
educativa que apremie a todos y cada uno a hacerse cargo del peso de
los demás (cf. Gal 6, 2); exige una continua promoción
de vocaciones al servicio, particularmente entre los jóvenes;
implica la realización de proyectos e iniciativasconcretas,
estables e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los medios para valorar con
competencia y serio propósito. Respecto a los inicios de la vida, los
centros de métodos naturales de regulación de la fertilidad han de ser
promovidos como una valiosa ayuda para la paternidad y maternidad responsables,
en la que cada persona, comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por
sí misma, y cada decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega
sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y
familiares, mediante su acción específica de consulta y prevención,
desarrollada a la luz de una antropología coherente con la visión cristiana de
la persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen un servicio precioso
para profundizar en el sentido del amor y de la vida y para sostener y
acompañar cada familia en su misión como « santuario de la vida ». Al servicio
de la vida naciente están también los centros de ayuda a la vida y las
casas o centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas
madres solteras y parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y
encuentran asistencia y apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una
vida naciente o recién dada a luz.
Ante condiciones de dificultad, extravío,
enfermedad y marginación en la vida, otros medios —como las comunidades
de recuperación de drogadictos, las residencias para menores o enfermos
mentales, los centros de atención y acogida para enfermos de SIDA, y las
cooperativas de solidaridad sobre todo para incapacitados— son
expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe inventar para dar a cada uno
razones nuevas de esperanza y posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia terrena llega a su fin, de
nuevo la caridad encuentra los medios más oportunos para que los ancianos, especialmente
si no son autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan
gozar de una asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a
sus exigencias, en particular a su angustia y soledad. En estos casos es
insustituible el papel de las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en las
estructuras sociales de asistencia y, si es necesario, recurriendo a los cuidados
paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y sociales,
presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento públicos como a
domicilio.
En particular, se debe revisar la función de
los hospitales, de las clínicas y de
las casas de salud: su verdadera identidad no es sólo la de
estructuras en las que se atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo
la de ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la muerte son
considerados e interpretados en su significado humano y específicamente
cristiano. De modo especial esta identidad debe ser clara y eficaz en los institutos
regidos por religiosos o relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y centros de servicio a la
vida, y todas las demás iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias
puedan aconsejar según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas
generosamente disponibles y profundamente conscientes de lo
fundamental que es el Evangelio de la vida para el bien del
individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el
personal sanitario: médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos
y religiosas, personal administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser
custodios y servidores de la vida humana. En el contexto cultural y social
actual, en que la ciencia y la medicina corren el riesgo de perder su dimensión
ética original, ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse
en manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta
tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra su
inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en la intrínseca e
imprescindible dimensión ética de la profesión sanitaria, como ya reconocía el
antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el
cual se exige a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida
humana y su carácter sagrado.
El respeto absoluto de toda vida humana inocente
exige tambiénejercer la objeción de concienciaante el aborto procurado y
la eutanasia. El « hacer morir » nunca puede considerarse un tratamiento
médico, ni siquiera cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición
del paciente: es más bien la negación de la profesión sanitaria que debe ser un
apasionado y tenaz « sí » a la vida. También la investigación biomédica, campo
fascinante y prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe
rechazar siempre los experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al
ignorar la dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de
los hombres y se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los
oprimen.
90. Un papel específico están llamadas a desempeñar
las personas comprometidas en el voluntariado: ofrecen una
aportación preciosa al servicio de la vida, cuando saben conjugar la capacidad
profesional con el amor generoso y gratuito. El Evangelio de la
vida las mueve a elevar los sentimientos de simple filantropía a la
altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y
cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro
de las necesidades de las personas iniciando —si es preciso— nuevos caminos
allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas las atenciones y el
apoyo.
El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio
de la vida se le sirva también medianteformas de animación social y
de compromiso político, defendiendo y proponiendo el valor de la vida
en nuestras sociedades cada vez más complejas y pluralistas. Los
individuos, las familias, los grupos y las asociaciones tienen una
responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la animación social y
en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos y legislativos
que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia democrática,
contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad
de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea corresponde en particular a los responsables
de la vida pública. Llamados a servir al hombre y al bien común,
tienen el deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida,
especialmente en el campo de las disposiciones legislativas. En
un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base
del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la responsabilidad
personal en la conciencia de los individuos investidos de autoridad. Pero nadie
puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un
mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la
propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente
contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento
para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y
a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres.
Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un
inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo
con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que,
ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia
ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las
democracias pluralistas, es difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida
por la presencia de fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin
embargo, movida por la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la
intimidad de cada conciencia, anima a los políticos, comenzando por los
cristianos, a no resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en
cuenta las posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la
afirmación y promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario
poner de relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar
las causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el
apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe
ser eje y motor de todas las políticas sociales. Por tanto, es
necesario promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar
condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la
maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales,
urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar entre sí
los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible la
atención a los niños y a los ancianos.
91. La problemática demográfica constituye
hoy un capítulo importante de la política sobre la vida. Las autoridades
públicas tienen ciertamente la responsabilidad de « intervenir para orientar la
demografía de la población »; 114 pero estas iniciativas deben siempre
presuponer y respetar la responsabilidad primaria e inalienable de los esposos
y de las familias, y no pueden recurrir a métodos no respetuosos de la persona
y de sus derechos fundamentales, comenzando por el derecho a la vida de todo
ser humano inocente. Por tanto, es moralmente inaceptable que, para regular la
natalidad, se favorezca o se imponga el uso de medios como la anticoncepción,
la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el problema demográfico
son otros: los Gobiernos y las distintas instituciones internacionales deben
mirar ante todo a la creación de las condiciones económicas, sociales,
médico-sanitarias y culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones
procreativas con plena libertad y con verdadera responsabilidad; deben además
esforzarse en « aumentar los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza
para que todos puedan participar equitativamente de los bienes de la creación.
Hay que buscar soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía
de comunión y de participación de bienes, tanto en el orden
internacional como nacional ».115 Este es el único camino que respeta la
dignidad de las personas y de las familias, además de ser el auténtico
patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio de la vida es,
pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito
privilegiado y favorable para una colaboración activa con los hermanos de las
otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo
de las obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente
impulsó. 116 Además, se presenta como espacio
providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras
religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la
promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de
todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer
milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de
la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias
imprevisibles.
« La herencia del Señor son los hijos, recompensa
el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3): la familia «
santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo de la vida y para la vida
», es decisiva la responsabilidad de la familia:es una
responsabilidad que brota de su propia naturaleza —la de ser comunidad de vida
y de amor, fundada sobre el matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar
y comunicar el amor ».117 Se trata del amor mismo de Dios, cuyos
colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación
según el designio del Padre son los padres. 118 Es, pues, el amor que se hace gratuidad,
acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por
ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más
intensa y viva.
La familia está llamada a esto a lo largo de la
vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es
verdaderamente « el santuario de la vida..., el ámbito donde
la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra
los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las
exigencias de un auténtico crecimiento humano ».119 Por esto, el papel de la familia en la
edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.
Como iglesia doméstica, la familia
está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la
vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos,
llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes del
significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el
cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su
vez dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren que
el hijo, « si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don
para ambos: un don que brota del don ».120
Es principalmente mediante la educación de
los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio
de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y
decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres
inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega
sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la
justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad
y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora
de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda
para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la misión
educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el sentido verdadero
del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben estar atentos a cada
sufrimiento que encuentren a su alrededor y, principalmente, si saben
desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia los
enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.
93. Además, la familia celebra el Evangelio
de la vida con la oración cotidiana, individual y familiar: con ella
alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para
afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la
esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier otra forma de
oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la
familia, si es una vida hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración se transforma en
un servicio al Evangelio de la vida, que se expresa por medio
de la solidaridad, experimentada dentro y alrededor de la
familia como atención solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes
cosas de cada día. Una expresión particularmente significativa de solidaridad
entre las familias es la disponibilidad a la adopción o a
la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en
situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más
allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras
familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo.
Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción
a distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como
único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con
esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para
mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su
ambiente natural.
La solidaridad, entendida como « determinación firme
y perseverante de empeñarse por el bien común »,121 requiere también ser llevada a cabo
mediante formas de participación social y política. En
consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las
familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen para
que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a
la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y
promuevan.
94. Una atención particular debe prestarse a
los ancianos. Mientras en algunas culturas las personas de
edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel activo
importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado como un
peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede
surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso el rechazo de los ancianos
son intolerables. Su presencia en la familia o al menos la cercanía de la misma
a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos,
son de importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y
de comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones. Por ello, es
importante que se conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una especie
de « pacto » entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados
al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la
solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al
mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20,
12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. El anciano no se debe
considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene
que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias
al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y
debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el futuro de la humanidad se
fragua en la familia »,122 se debe reconocer que las actuales
condiciones sociales, económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y
difícil la misión de la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar
su vocación de « santuario de la vida », como célula de una sociedad que ama y
acoge la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea ayudada
y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo el
apoyo, incluso económico, que es necesario para que las familias puedan
responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la
Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada
familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con
el Evangelio de la vida.
« Vivid como hijos de la luz » (Ef 5, 8): para
realizar un cambio cultural
95. « Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es
lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las
tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado
por una lucha dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la
muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de
discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización general de las
conciencias y uncomún esfuerzo ético, para poner en
práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos
construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de
afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre;
nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los
cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y
valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con la
situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la misma
misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende «
transformar desde dentro, renovar la misma humanidad »; 123 es como la levadura que fermenta toda la
masa (cf. Mt 13, 33) y, como tal, está destinado a impregnar
todas las culturas y a animarlas desde dentro, 124 para que expresen la verdad plena sobre
el hombre y sobre su vida.
Se debe comenzar por la renovación de la
cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a
menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida
eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus
exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y
a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con
gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los
cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis.
Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar
para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos
promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes,
sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de
elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí
donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.
96. El primer paso fundamental para realizar este
cambio cultural consiste en la formación de la conciencia moral sobre
el valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma
importancia redescubrir el nexo inseparable entre vida y
libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba
también por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la
vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además
una relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación
al amor. Este amor, como don sincero de sí, 125 es el sentido más verdadero de la vida y
de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la formación de la conciencia
es eldescubrimiento del vínculo constitutivo entre la libertad y la
verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad de la verdad
objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida
base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio
ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público causante de
la muerte. 126
Es esencial pues que el hombre reconozca la
evidencia original de su condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la
vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el
hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo,
respetar en profundidad la vida y libertad de las demás personas. Aquí se
manifiesta ante todo que « el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud
que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios ».127 Cuando se niega a Dios y se vive como si
no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por
negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter
inviolable de su vida.
97. A la formación de la conciencia está vinculada
estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre a ser
cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad, lo
orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas
relaciones entre las personas.
En particular, es necesario educar en el valor de
la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión
pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se
ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la
existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación. La
sexualidad, riqueza de toda la persona, « manifiesta su significado íntimo al
llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor ».128 La banalización de la sexualidad es uno
de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida
naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos
puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la
auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación
que implica la formación de la castidad, como virtud que
favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado «
esponsal » del cuerpo.
La labor de educación para la vida requiere
la formación de los esposos para la procreación responsable. Esta
exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada
del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza
abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo
en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios
y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o a
tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos
modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las
leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima,
al servicio de la responsabilidad en la procreación, el recurso a los
métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido
precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen
posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores
morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería
eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también
a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada
formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio
personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y
difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los
valores morales que su uso supone.
La labor educativa debe tener en cuenta también el
sufrimiento y la muerte. En realidad forman parte de la experiencia humana,
y es vano, además de equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al
contrario, se debe ayudar a cada uno a comprender, en la realidad concreta y
difícil, su misterio profundo. El dolor y el sufrimiento tienen también un
sentido y un valor, cuando se viven en estrecha relación con el amor recibido y
entregado. En este sentido he querido que se celebre cada año la Jornada
Mundial del Enfermo, destacando « el carácter salvífico del
ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo, pertenece a la
esencia misma de la redención ».129 Por otra parte, incluso la muerte es algo
más que una aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se
proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia
de participación en su misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos decir que el cambio
cultural deseado aquí exige a todos el valor deasumir un nuevo estilo de
vida que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones
concretas —a nivel personal, familiar, social e internacional— la justa escala
de valores: la primacía del ser sobre el tener, 130 de la persona sobre las cosas.131 Este nuevo estilo de vida
implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y del
rechazo a su acogida: los demás no son contrincantes de quienes hay
que defenderse, sino hermanos y hermanas con quienes se ha de ser solidarios;
hay que amarlos por sí mismos; nos enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por una nueva cultura de la vida
nadie se debe sentir excluido: todos tienen un papel importante que desempeñar. La
misión de los profesores y de los educadores es,
junto con la de las familias, particularmente importante. De ellos dependerá
mucho que los jóvenes, formados en una auténtica libertad, sepan custodiar
interiormente y difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan
crecer en el respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad.
También los intelectuales pueden
hacer mucho en la construcción de una nueva cultura de la vida humana. Una
tarea particular corresponde a los intelectuales católicos, llamados
a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración
cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de
investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de la
reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción en las claras fuentes
del Evangelio, deben entregarse al servicio de una nueva cultura de la vida con
aportaciones serias, documentadas, capaces de ganarse por su valor el respeto e
interés de todos. Precisamente en esta perspectiva he instituido la Pontificia
Academia para la Vida con el fin de « estudiar, informar y formar en
lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a
la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor
relación con la moral cristiana y las directrices del Magisterio de la Iglesia
».132 Una aportación específica deben dar
también las Universidades, particularmente las católicas, y
los Centros, Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es la responsabilidad de los
responsables de los medios de comunicación social, llamados a trabajar para
que la transmisión eficaz de los mensajes contribuya a la cultura de la vida.
Deben, por tanto, presentar ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a
testimonios positivos y a veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con
gran respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que
deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura de la realidad, deben
negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o acrecentar sentimientos o
actitudes de indiferencia, desprecio o rechazo ante la vida. En la escrupulosa
fidelidad a la verdad de los hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo
la libertad de información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de
humanidad.
99. En el cambio cultural en favor de la vida las
mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda
determinante: les corresponde ser promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin
caer en la tentación de seguir modelos « machistas », sepa reconocer y expresar
el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia
ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de
violencia y de explotación.
Recordando las palabras del mensaje conclusivo del
Concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante:
« Reconciliad a los hombres con la vida ».133 Vosotras estáis llamadas a testimoniar
el significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la
acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación conyugal,
pero que deben ser el alma de cualquier relación interpersonal. La experiencia
de la maternidad favorece en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás
personas y, al mismo tiempo, os confiere una misión particular: « La maternidad
conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno
de la mujer... Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se está
formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio
hijo, sino hacia el hombre en general—, que caracteriza profundamente toda la
personalidad de la mujer ».134 En efecto, la madre acoge y lleva consigo
a otro ser, le permite crecer en su seno, le ofrece el espacio necesario,
respetándolo en su alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones
humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida
y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros
factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud.
Esta es la aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las
mujeres. Y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial quisiera tener para
vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia
sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no
duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso
dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior.
Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin
embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza.
Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo
habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de
toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento
de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo
Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas
amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los
defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro
compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas
criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más
necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del
hombre.
100. En este gran esfuerzo por una nueva cultura de
la vida estamos sostenidos y animados por la confianza de
quien sabe que el Evangelio de la vida, como el Reino de Dios,
crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29). Es
ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y
potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la « cultura de la
muerte » y los de que disponen los promotores de una « cultura de la vida y del
amor ». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para
quien nada es imposible (cf. Mt19, 26).
Con esta profunda certeza, y movido por la firme
solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a todos cuanto he dicho a las
familias comprometidas en sus difíciles tareas en medio de las insidias que las
amenazan: 135 es urgente una gran oración por la
vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana,
desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada
creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve
una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha
mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más
eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha
enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo
(cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía
de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo
alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de
tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y
de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones
inspirados en la civilización de la vida y del amor.
« Os escribimos esto para que nuestro gozo sea
completo » (1 Jn 1, 4): el Evangelio de la vida es para la
ciudad de los hombres
101. « Os escribimos esto para que nuestro gozo sea
completo » (1 Jn 1, 4). La revelación delEvangelio de la
vida se nos da como un bien que hay que comunicar a todos: para que
todos los hombres estén en comunión con nosotros y con la Trinidad (cf. 1
Jn 1, 3). No podremos tener alegría plena si no comunicamos este
Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los
creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y
promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe
luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a
la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida
hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela
sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede
comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente
a todos.
Por esto, nuestra acción de « pueblo de la vida y
para la vida » debe ser interpretada de modo justo y acogida con simpatía.
Cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de
toda persona inocente —desde la concepción a su muerte natural— es uno de los
pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, « quiere simplemente promover
un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la
defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la
más débil ».136
El Evangelio de la vida es para la ciudad de los
hombres. Trabajar
en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante
la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común
sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y
desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede
tener bases sólidas una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad
de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o
tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana
sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede
fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad,
como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber verdadera
democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se
respetan sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera
paz, si no se defiende y promueve la vida, como
recordaba Pablo VI: « Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz,
especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el contrario,
donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y
defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante
de la convivencia social ».137
El « pueblo de la vida » se alegra de poder compartir
con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el « pueblo
para la vida » y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer
para el verdadero bien de la ciudad de los hombres.
CONCLUSIÓN
102. Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve
espontáneamente al Señor Jesús, « el Niño nacido para nosotros » (cf. Is 9,
5), para contemplar en El « la Vida » que « se manifestó » (1 Jn 1,
2). En el misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el
hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que
culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte
y será para la humanidad entera principio de vida nueva.
Quien acogió « la Vida » en nombre de todos y para
bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación
personal estrechísima con el Evangelio de la vida. El
consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad son el origen mismo
del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres (cf. Jn 10,
10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida del Verbo hecho
carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la muerte
definitiva y eterna.
Por esto María, « como la Iglesia de la que es
figura, es madre de todos los que renacen a la vida. Es, en efecto, madre de
aquella Vida por la que todos viven, pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en
cierto modo, a todos los que debían vivir por ella ».138
Al contemplar la maternidad de María, la Iglesia
descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a
manifestarla. Al mismo tiempo, la experiencia maternal de la Iglesia muestra la
perspectiva más profunda para comprender la experiencia de María como modelo
incomparable de acogida y cuidado de la vida.
« Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer
vestida del sol » (Ap 12, 1): la maternidad de
María y de la Iglesia
103. La relación recíproca entre el misterio de la
Iglesia y María se manifiesta con claridad en la « gran señal » descrita en el
Apocalipsis: « Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol,
con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza »
(12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa
en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el
« germen y el comienzo » del Reino de Dios. 139 La Iglesia ve este misterio realizado de
modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el
designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección.
La « Mujer vestida del sol » —pone de relieve el
Libro del Apocalipsis— « está encinta » (12, 2). La Iglesia es plenamente
consciente de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar
llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios.
Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad
de María, que concibió y dio a luz al que es « Dios de Dios », « Dios verdadero
de Dios verdadero ». María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos,
en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad
inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para la Iglesia,
llamada a ser la « nueva Eva », madre de los creyentes, madre de los «
vivientes » (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se
realiza —también de esto la Iglesia es consciente— en medio de « los dolores y
del tormento de dar a luz » (Ap 12, 2), es decir, en la perenne
tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando
el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la
vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y
las tinieblas no la vencieron » (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su
maternidad bajo el signo del sufrimiento: « Este está puesto... para ser señal
de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que
queden al descubierto las intenciones de muchos corazones » (Lc 2,
34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón
dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con
El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a la cruz de
Jesús » (Jn 19, 25), María participa de la entrega que el Hijo hace
de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra definitivamente para nosotros.
El « sí » de la Anunciación madura plenamente en la Cruz, cuando llega para
María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a cada hombre que se hace
discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a su
madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer,
ahí tienes a tu hijo" » (Jn19, 26).
« El Dragón se detuvo delante de la Mujer... para
devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz » (Ap 12, 4): la
vida amenazada por las fuerzas del mal
104. En el Libro del Apocalipsis la « gran señal »
de la « Mujer » (12, 1) es acompañada por « otra señal en el cielo » : se trata
de « un gran Dragón rojo » (12, 3), que simboliza a Satanás, potencia personal
maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen en la
historia y dificultan la misión de la Iglesia.
También en esto María ilumina a la Comunidad de los
creyentes. En efecto, la hostilidad de las fuerzas del mal es una oposición
encubierta que, antes de afectar a los discípulos de Jesús, va contra su Madre.
Para salvar la vida del Hijo de cuantos lo temen como una amenaza peligrosa,
María debe huir con José y el Niño a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la Iglesia a tomar
conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre
el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al
niño recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura de Cristo, al que
María engendra en la « plenitud de los tiempos » (Gal 4, 4) y que
la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de
la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada
niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque —como recuerda
el Concilio— « el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre ».140 Precisamente en la « carne » de cada
hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de
modo que elrechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas,
es realmente rechazo de Cristo. Esta es la verdad fascinante,
y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa
presentando incansablemente: « El que reciba a un niño como éste en mi nombre,
a mí me recibe » (Mt 18, 5); « En verdad os digo que cuanto hicisteis
a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25,
40).
« No habrá ya muerte » (Ap 21, 4): esplendor
de la resurrección
105. La anunciación del ángel a María se encuentra
entre estas confortadoras palabras: « No temas, María » y « Ninguna cosa es
imposible para Dios » (Lc 1, 30.37). En verdad, toda la existencia
de la Virgen Madre está marcada por la certeza de que Dios está a su lado y la
acompaña con su providencia benévola. Esta es también la existencia de la
Iglesia, que encuentra « un lugar » (Ap 12, 6) en el desierto,
lugar de la prueba, pero también de la manifestación del amor de Dios hacia su
pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo
para la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos
asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: « Lucharon
vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se
levanta ».141
El Cordero inmolado vive con las señales de la pasión
en el esplendor de la resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de
la historia: desata sus « sellos » (cf. Ap 5, 1-10) y afirma,
en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la vida sobre la
muerte. En la « nueva Jerusalén », es decir, en el mundo nuevo, hacia
el que tiende la historia de los hombres, « no habrá ya muerte, ni
habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado » (Ap 21,
4).
Y mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la
vida y para la vida, caminamos confiados hacia « un cielo nuevo y una tierra
nueva » (Ap 21, 1), dirigimos la mirada a aquélla que es para
nosotros « señal de esperanza cierta y de consuelo ».142
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo,
solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi
Pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
1. En realidad, la expresión «
Evangelio de la vida » no se encuentra como tal en la Sagrada Escritura. Sin
embargo, expresa bien un aspecto esencial del mensaje bíblico.
2. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 22.
3. Cf. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71
( 1979), 275.
4. Cf. Ibid, 14: l.c.,
285.
5. Const. past, Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 27.
6. Cf. Carta a todos los Obispos de la
Iglesia sobre la intangibilidad de la vida humana inocente (19 mayo 1991): Insegnamenti XIV,
1 (1991), 1293-1296.
7. Ibid., l.c., 1294.
8. Carta a las Familias Gratissimam
sane (2
febrero 1994), 4: AAS 86 ( 1994), 871.
9. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83
(1991), 842.
11. Cf. S. Ambrosio, De Noe,
26, 94-96: CSEL 32, 480-481.
12. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1867 y 2268.
13. De Cain et Abel,
II, 10, 38: CSEL 32, 408.
14. Cf. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación: AAS 80
(1988), 70-102.
15. Discurso durante la Vigilia de
oración en la VIII Jornada Mundial de la Juventud (14 agosto 1993), II,
3: AAS 86 (1994), 419.
16. Discurso a los participantes en
el Convenio de estudio sobre «El derecho a la vida y Europa» (18 diciembre
1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446-1447.
17. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 36.
18.
Cf. ibid., 16.
19. Cf. S.
Gregorio Magno, Moralia in Job, 13, 23: CCL 143 A, 683.
20. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71
( 1979), 274.
21. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 50.
22. Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
23. « Gloria Dei vivens homo
»: Contra las herejías, IV, 20, 7: SCh 100/2,
648-649.
24. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 12.
25. Confesiones, I,
1: CCL 27, 1.
26 Exameron, VI,
75-76: CSEL 32, 260-261.
27. « Vita autem hominis visio
Dei »: Contra las herejías, IV, 20, 7. SCh 100/2,
648-649.
28. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 38; AAS (
1991), 840-841.
29. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987),
34: AAS 80 ( 1988), 560.
30. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 50.
31. Carta a las Familias Gratissimam
sane (2
febrero 1994), 9: AAS 86 ( 1994), 878; cf. Pío XII, Carta
enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42
(1950), 574.
32. « Animas enim a Deo immediate
creari catholica fides nos retinere iubet »: Pío XII, Carta enc.Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42
( 1950), 575.
33. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 50; cf. Exhort, ap, Familiaris consortio (22 noviembre 1981 ),
28: AAS 74 (1982), 114.
34. Homilías, II,
1; CCSG 3, 39.
35. Véanse, por ejemplo, los Salmos
22/21, 10-11; 71/70, 6; 139/138, 13-14.
36. Expositio Evangelii
secundum Lucam, II, 22-23: CCL 14, 40-41.
37. S. Ignacio de Antioquía, Carta
a los Efesios, 7, 2; Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, II, 82.
38. La creación del hombre,
4: PG 44, 136.
39. Cf. S. Juan Damasceno, La
fe recta, 2, 12: PG 94, 920.922, citado en S. Tomás de
Aquino,Summa Theologiae, I-II, Prol.
40. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 13: AAS 60
( 1968), 489.
41. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), Introd.,
5: AAS 80 (1988), 76-77; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2258.
42. Didaché, I, 1; II,
1-2; V, 1 y 3: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 2-3, 6-9,
14-17; cf.Carta del Pseudo-Bernabé, XIX, 5: l.c., 90-93.
43. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2263-2269; cf, Catecismo
del Concilio de Trento III, 327-332.
44. Catecismo de la Iglesia Católica, 2265.
45. Cf. S. 'I'omás de Aquino, Summa
Theologiae, II-II, q. 6-1, a. 7; S. Alfonso de Ligorio, Theologia
moralis, I. III, tr. 4, C. 1 dub. 3.
46. Catecismo de la Iglesia Católica, 2266.
47. Cf. Ibid.
48. N. 2267.
49. Conc, Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
50. Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 27.
51. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
52. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo
1980), II: AAS 72 ( 1980), 546.
53. Carta enc, Veritatis splendor (6 agosto 1993), 96: AAS 85
( 1993 ), 1209.
54. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 51: « Abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina ».
55. Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988),14: AAS 80
(1988), 1686.
56. N. 21: AAS 86
(1994), 920.
57. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Declaración sobre el aborto
procurado (18
noviembre 1974), 12-13: AAS 66 (1974), 738.
58. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 1: AAS 80
(1988), 78-79.
59. Ibid., l.c.,
79.
60. Así el profeta Jeremías: « Me
fue dirigida la palabra del Señor en estos términos: "Antes de haberte
formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía
consagrado: yo profeta de las naciones te constituí" » (1, 4-5). El
Salmista, por su parte, se dirige de este modo al Señor: « En ti tengo mi apoyo
desde el seno, tú mi porción desde las entrañas de mi madre » (Sal71/70,
6; cf. Is 46, 3; Jb 10, 8-12; Sal 22/21,
10-11). También el evangelista Lucas -en el magnífico episodio del encuentro de
las dos madres, Isabel y María, y de los hijos, Juan el Bautista y Jesús,
ocultos todavía en el seno materno (cf. 1, 39-45)- señala cómo el niño advierte
la venida del Niño y exulta de alegría.
61. cf. Declaración sobre el aborto
procurado (18
noviembre 1974). AAS 66 (1974), 740-747.
62. « No matarás al hijo en el seno
de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido »: V, 2, Patres
Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 17.
63. Legación en favor de
los cristianos, 35: PG 6, 969.
64. Apologeticum, IX,
8; CSEL 69, 24.
65. Cf. Carta enc. Casti connubii (31 diciembre 1930),
II: AAS 22 (1930), 562-592.
66. Discurso a la Unión
médico-biológica «S. Lucas» (12 noviembre 1944): Discorsi e
radiomessaggi, VI, (1944-1945),191; cf, Discurso a la Unión Católica
Italiana de Comadronas(29 octubre 1951), 2: AAS 43 (1951), 838.
67. Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53
( 1961 ), 447.
68. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 51.
69. Cf. Can. 2350, § 1.
70. Código de Derecho
Canónico, can. 1398; cf. Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, can. 1450 ~ 2.
71. Cf. Ibid.,
can.1329; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can.
1417.
72. Cf. Discurso al Congreso de la
Asociación de Juristas Católicos Italianos (9 diciembre 1972):AAS 64
(1972), 777; Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 14: AAS 60
( 1968), 490.
73. Cf. Conc Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
74. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 3: AAS 80
(1988), 80.
75. Cf. Carta de los derechos de la
familia (22
octubre 1983), art. 4b, Tipografía Políglota Vaticana, 1983,
76. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo
1980), II: AAS 72 (1980), 546.
77. Ibid., IV, l.c.,
551.
78. Cf. Ibid.
79. Discurso a un grupo internacional de
médicos (24
febrero 1957), III; AAS 49 (1957), 147; Cf.. Congregación para
la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia, III: AAS 72
(1980), 547-548.
80. Pío XII, Discurso a un grupo internacional de
médicos (24
febrero 1957), III: AAS 49 (1957), 145.
81. Cf. Pío XII, Discurso a un grupo internacional de
médicos (24
febrero 1957): AAS 49 (1957), 129-147; Congregación del San
Oficio, Decretum de directa insontium occisione (2 diciembre
1940): AAS 32 ( 1940), 553-554; Pablo VI, Mensaje a la
televisión francesa: « Toda vida es sagrada » (27 enero 1971): Insegnamenti IX
1971 ), 57-58; Discurso al International College of Surgeons (1 junio
1972): AAS 64 (1972), 432-436; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 27.
82. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 25.
83. Cf. S. Agustín, De
Civitate Dei I, 20: CCL 47, 22; S. Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 6, a. 5.
84. Cf. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo
1980), I: AAS 72 (1980), 545; Catecismo de la Iglesia Católica, 2281-2283.
85. Epistula 204,
5: CSEL 57, 320.
86. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 18.
87. Cf. Carta ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984),
14-24: AAS 76 ( 1984 ), 214-234.
88. Cf, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 46: AAS 83
(1991), 850; Pío XII,Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1944): AAS 37
(1945), 10-20.
89. Cf. Carta enc, Veritatis splendor (6 agosto 1993), 97 y
99: AAS 85 ( 1993 ), 1209-1211.
90. Congregación para la Doctrina
de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida
humana naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), III; AAS 80
(1988), 98.
91. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7.
92. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I-II, q. 96, a. 2.
93. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 7.
94 Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963 ), II: AAS 55
( 1963 ), 273-274; la cita interna está tomada del Radiomensaje de Pentecostés 1941 (1 junio 1941 ) de Pío
XII: AAS 33 ( 1941 ), 200. Sobre este tema la Encíclica hace
referencia en nota a: Pío XI, Carta enc. Mit brennender Sorge(14 marzo 1937): AAS 29
(1937), 159; Carta enc. Divini Redemptoris (19 marzo 1937), III: AAS29
(1937), 79; Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1942): AAS 35
(1943), 9-24.
95. Carta enc. Pacem in terris (11 abril
1963), l.c., 271.
96. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um.
97. Ibid., I-II, q. 95,
a. 2. El Aquinate cita a S.. Agustín: «Non videtur esse lex, quae insta non
fuerit», De libero arbitrio, I, 5, 11: PL 32,
1227.
98. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto
procurado (18
noviembre 1974), 22: AAS 66 (1974), 744.
99. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1753-1755; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993),
81-82; AAS 85 (1993), 1198-1199.
100. In Iohannis Evangelium
Tractatus, 41,10: CCL 36, 363; cf. Carta enc. Veritatis splendor(6 agosto 1993), 13: AAS 85
(1993), 1144.
101. Exhort, ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre
1975),14: AAS 68 (1976), 13,
102. Cf. Misal romano,
Oración del celebrante antes de la comunión.
103. Cf. S. Ireneo: « Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens, qui
fuerat annuntiatus »,Contra las herejías, IV, 34, 1: SCh 100/2,
846-847.
104. Cf. S. Tomás de Aquino «
Peccator inveterascit, recedens a novitate Christi », In Psalmos
Davidis lectura, 6, 5.
105. Sobre las
bienaventuranzas, Sermón VII: PG 44, 1280.
106. Cf. Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 116: AAS 85
( 1993 ), 1224.
107. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 37: AAS 83
( 1991 ), 840.
108. Cf. Mensaje con ocasión de la
Navidad de 1967: AAS 60 ( 1968), 40.
109. Pseudo-Dionisio
Areopagita, Sobre los nombres divinos, 6, 1-3: PG 3,
856-857.
110. Pablo VI, Pensamiento
sobre la muerte, Instituto Pablo VI, Brescia 1988, 24.
111. Homilía para la beatificación
de Isidoro Bakanja, Elisabetta Canori Mora y Gianna Beretta Molla (24 abril
1994): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29
abril 1994, 2.
112. Ibid.
113. Homilías sobre Mateo, L,
3: PG 58, 508.
114. Catecismo de la Iglesia Católica, 2372.
115. Discurso a la IV Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo(12 octubre 1992), 15: AAS 85
(1993), 819.
116. Cf. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, l2; Const.
past. Gaudium et spes,sobre la Iglesia en el mundo
actual, 90.
117. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
17: AAS 74 (1982), 100.
118. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 50.
119. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83
(1991), 842.
120. Discurso a los participantes en
el VII Simposio de Obispos europeos sobre el tema «Las actitudes contemporáneas
ante el nacimiento y la muerte: un desafío para la evangelización» (17 octubre 1989), 5: Insegnamenti XII,
2 (1989), 945. La tradición bíblica presenta a los hijos precisamente como un
don de Dios (cf. Sal 127/126, 3); y como un signo de su
bendición al hombre que camina por los caminos del Señor (cf. Sal 128/127,
3-4).
121. Cart enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987),
38: AAS 80 (1988), 565-566.
122. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
86: AAS 74 (1982), 188.
123. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975),
18: AAS 68 (1976), 17.
124. Cf. Ibid., 20, l.c., 18.
125. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 24.
126. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 17: AAS 83
(1991), 814; Carta enc.Veritatis splendor (6 agosto 1993),
95-101: AAS 85 (1993), 1208-1213.
127. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 24: AAS 83
(1991), 822.
128. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981),
37: AAS 74 (1982), 128.
129. Carta con que se instituye la
Jornada Mundial del Enfermo (13 mayo 1992), 2: InsegnamentiXV, 1 (1992), 1440.
130. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 35; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 15: AAS 59
(1967), 265.
131. Cf. Carta a las Familias Gratissimam
sane (2
febrero 1994), 13: AAS 86 (1994), 892.
132. Motu proprio Vitae mysterium (11 febrero 1994), 4: AAS 86
(1994), 386-387.
133. Mensajes del Concilio a
la humanidad (8 diciembre 1965): A las mujeres.
134. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 18: AAS 80
(1988), 1696.
135. Cf. Carta a las Familias Gratissimam
sane (2
febrero 1994), 5: AAS 86 (1994), 872
136. Discurso a los participantes en
la reunión de estudio sobre el tema «El derecho a la vida y Europa» (18
diciembre 1987): Insegnamenti X, 3 (1987), 1446.
137. Mensaje para la Jornada Mundial
de la Paz 1977: AAS 68
(1976), 711-712.
138. Bto. Guerrico D'Igny, In Assumptione B. Mariae, sermo
I, 2: PL, 185, 188.
139. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 5.
140. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 22.
141. Misal romano, Secuencia del
domingo de Pascua de Resurrección.
142. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 68.