CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
CAPÍTULO II
HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA
MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA VIDA
MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA VIDA
« La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto
» (1
Jn 1, 2): la mirada dirigida a Cristo, « Palabra de vida »
29. Ante las innumerables y graves amenazas contra
la vida en el mundo contemporáneo, podríamos sentirnos como abrumados por una
sensación de impotencia insuperable: ¡el bien nunca podrá tener la fuerza
suficiente para vencer el mal!
Este es el momento en que el Pueblo de Dios, y en
él cada creyente, está llamado a profesar, con humildad y valentía, la propia
fe en Jesucristo, « Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En realidad, elEvangelio
de la vida no es una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre
la vida humana; ni sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y
a causar cambios significativos en la sociedad; menos aún una promesa ilusoria
de un futuro mejor.
El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio dela persona misma de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Es la misma identidad manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10).
El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio dela persona misma de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Es la misma identidad manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10).
Así, por la palabra, la acción y la persona misma
de Jesús se da al hombre la posibilidad de « conocer » toda la
verdad sobre el valor de la vida humana. De esa « fuente » recibe, en
particular, la capacidad de « obrar » perfectamente esa verdad (cf. Jn 3,
21), es decir, asumir y realizar en plenitud la responsabilidad de amar y
servir, defender y promover la vida humana.
En efecto, en Cristo se anuncia definitivamente y
se da plenamente aquel Evangelio de la vidaque, anticipado ya en la
Revelación del Antiguo Testamento y, más aún, escrito de algún modo en el
corazón mismo de cada hombre y mujer, resuena en cada conciencia « desde el
principio », o sea, desde la misma creación, de modo que, a pesar de los
condicionamientos negativos del pecado, también puede ser conocido por
la razón humana en sus aspectos esenciales. Como dice el Concilio
Vaticano II, Cristo « con su presencia y manifestación, con sus palabras y
obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con
el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la
confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a
una vida eterna ».22
30. Por tanto, con la mirada fija en el Señor Jesús
queremos volver a escuchar de El « las palabras de Dios » (Jn 3, 34)
y meditar de nuevo el Evangelio de la vida. El sentido más
profundo y original de esta meditación del mensaje revelado sobre la vida
humana ha sido expuesto por el apóstol Juan, al comienzo de su Primera Carta: «
Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la
Palabra de vida —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos
testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y
que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que
también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1, 1-3).
En Jesús, « Palabra de vida », se anuncia y
comunica la vida divina y eterna. Gracias a este anuncio y a este don, la vida
física y espiritual del hombre, incluida su etapa terrena, encuentra plenitud
de valor y significado: en efecto, la vida divina y eterna es el fin al que
está orientado y llamado el hombre que vive en este mundo. El Evangelio
de la vida abarca así todo lo que la misma experiencia y la razón
humana dicen sobre el valor de la vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a
término.
« Mi fortaleza y mi canción es el Señor. El es mi
salvación » (Ex 15, 2): la vida es siempre un bien
31. En realidad, la plenitud evangélica del mensaje
sobre la vida fue ya preparada en el Antiguo Testamento. Es sobre todo en las
vicisitudes del Exodo, fundamento de la experiencia de fe del Antiguo
Testamento, donde Israel descubre el valor de la vida a los ojos de Dios. Cuando
parece ya abocado al exterminio, porque la amenaza de muerte se extiende a
todos sus recién nacidos varones (cf. Ex 1, 15-22), el Señor
se le revela como salvador, capaz de asegurar un futuro a quien está sin
esperanza. Nace así en Israel una clara conciencia: su vida no
está a merced de un faraón que puede usarla con arbitrio despótico; al
contrario, es objeto de un tierno y fuerte amor por parte de Dios.
La liberación de la esclavitud es el don de una
identidad, el reconocimiento de una dignidad indeleble y el inicio de
una historia nueva, en la que van unidos el descubrimiento de Dios y
de sí mismo. La experiencia del Exodo es original y ejemplar. Israel aprende de
ella que, cada vez que es amenazado en su existencia, sólo tiene que acudir a
Dios con confianza renovada para encontrar en él asistencia eficaz: « Eres mi
siervo, Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido!
» (Is 44, 21).
De este modo, mientras Israel reconoce el valor de
su propia existencia como pueblo, avanza también en la percepción del
sentido y valor de la vida en cuanto tal. Es una reflexión que se
desarrolla de modo particular en los libros sapienciales, partiendo de la
experiencia cotidiana de laprecariedad de la vida y de la
conciencia de las amenazas que la acechan. Ante las contradicciones de la
existencia, la fe está llamada a ofrecer una respuesta.
El problema del dolor acosa sobre todo a la fe y la
pone a prueba. ¿Cómo no oír el gemido universal del hombre en la meditación del
libro de Job? El inocente aplastado por el sufrimiento se pregunta
comprensiblemente: « ¿Para qué dar la luz a un desdichado, la vida a los que
tienen amargada el alma, a los que ansían la muerte que no llega y excavan en
su búsqueda más que por un tesoro? » (3, 20-21). Pero también en la más densa
oscuridad la fe orienta hacia el reconocimiento confiado y adorador del «
misterio »: « Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable » (Jb 42,
2).
Progresivamente la Revelación lleva a descubrir con
mayor claridad el germen de vida inmortal puesto por el Creador en el corazón
de los hombres: « El ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también
ha puesto el mundo en sus corazones » (Ecl 3, 11). Este germen
de totalidad y plenitud espera manifestarse en el amor, y realizarse,
por don gratuito de Dios, en la participación en su vida eterna.
« El nombre de Jesús ha restablecido a este hombre
» (cf. Hch 3,
16): en la precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el
sentido de la vida
32. La experiencia del pueblo de la Alianza se
repite en la de todos los « pobres » que encuentran a Jesús de Nazaret. Así
como el Dios « amante de la vida » (cf. Sb 11, 26) había
confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el Hijo de Dios
anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su existencia, que sus
vidas también son un bien al cual el amor del Padre da sentido y valor.
« Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos
quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres
la Buena Nueva » (Lc 7, 22). Con estas palabras del profeta Isaías
(35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el significado de su propia misión. Así,
quienes sufren a causa de una existencia de algún modo « disminuida », escuchan
de El la buena nueva de que Dios se interesa por ellos, y
tienen la certeza de que también su vida es un don celosamente custodiado en
las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres » son interpelados particularmente por
la predicación y las obras de Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que
lo siguen y lo buscan (cf. Mt 4, 23-25), encuentran en su
palabra y en sus gestos la revelación del gran valor que tiene su vida y del
fundamento de sus esperanzas de salvación.
Lo mismo sucede en la misión de la Iglesia desde
sus comienzos. Ella, que anuncia a Jesús como aquél que « pasó haciendo el bien
y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él » (Hch 10,
38), es portadora de un mensaje de salvación que resuena con toda su novedad
precisamente en las situaciones de miseria y pobreza de la vida del hombre. Así
hace Pedro en la curación del tullido, al que ponían todos los días junto a la
puerta « Hermosa » del templo de Jerusalén para pedir limosna: « No tengo plata
ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte
a andar » (Hch 3, 6). Por la fe en Jesús, « autor de la vida »
(cf. Hch 3, 15), la vida que yace abandonada y suplicante
vuelve a ser consciente de sí misma y de su plena dignidad.
La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no
se dirigen sólo a quienes padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de
marginación social, sino que conciernen más profundamente al sentido
mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones morales y
espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida está marcada por
la enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús
Salvador, la verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras:
« No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido
a llamar a conversión a justos, sino a pecadores » (Lc 5, 31-32).
En cambio, quien cree que puede asegurar su vida
mediante la acumulación de bienes materiales, como el rico agricultor de la
parábola evangélica, en realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy
pronto se verá privado de ella sin haber logrado percibir su verdadero
significado: « ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que
preparaste, ¿para quién serán? » (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de Jesús, desde el principio
al fin, se da esta singular « dialéctica » entre la experiencia de la
precariedad de la vida humana y la afirmación de su valor. En efecto, la
precariedad marca la vida de Jesús desde su nacimiento. Ciertamente
encuentra acogida en los justos, que se unieron al « sí »
decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38). Pero también
siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil
y busca al niño « para matarle » (Mt 2, 13), o que permanece
indiferente y distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que
entra en el mundo: « no tenían sitio en el alojamiento » (Lc 2, 7).
Del contraste entre las amenazas y las inseguridades, por una parte, y la
fuerza del don de Dios, por otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se
irradia desde la casa de Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es
salvación para toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las contradicciones y los
riesgos de la vida: « siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os
enriquecierais con su pobreza » (2 Cor 8, 9). La pobreza de la que
habla Pablo no es sólo despojarse de privilegios divinos, sino también
compartir las condiciones más humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2,
6-7). Jesús vive esta pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante
de la cruz: « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de
cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo
nombre » (Flp 2, 8-9). Es precisamente en su muerte donde Jesús
revela toda la grandeza y el valor de la vida, ya que su entrega en la
cruz es fuente de vida nueva para todos los hombres (cf.Jn 12, 32).
En este peregrinar en medio de las contradicciones y en la misma pérdida de la
vida, Jesús es guiado por la certeza de que está en las manos del Padre. Por
eso puede decirle en la cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23,
46), esto es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de
Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación
para toda la humanidad!
« Llamados... a reproducir la imagen de su Hijo
» (Rm 8,
28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre
34. La vida es siempre un bien. Esta es una
intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre
está llamado a comprender.
¿Por qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda la
Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y
admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la de las
demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la
tierra (cf.Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal 103
102, 14; 104 103, 29), es manifestación de Dios en el mundo, signo de su
presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal 8,
6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre
definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios ».23Al
hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus
raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la
realidad misma de Dios.
Lo afirma el libro del Génesis en el primer relato
de la creación, poniendo al hombre en el vértice de la actividad creadora de
Dios, como su culmen, al término de un proceso que va desde el caos informe
hasta la criatura más perfecta. Toda la creación está ordenada al
hombre y todo se somete a él: « Henchid la tierra y sometedla;
mandad... en todo animal que serpea sobre la tierra » (1, 28), ordena Dios al
hombre y a la mujer. Un mensaje semejante aparece también en el otro relato de
la creación: « Tomó, pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de
Edén, para que lo labrase y cuidase » (Gn 2, 15). Así se reafirma
la primacía del hombre sobre las cosas, las cuales están destinadas a él y
confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún motivo el hombre puede
ser sometido a sus semejantes y reducido al rango de cosa.
En el relato bíblico, la distinción entre el hombre
y las demás criaturas se manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su
creación se presenta como fruto de una especial decisión por parte de Dios, de
una deliberación que establece un vínculo particular y específico con
el Creador: « Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza
nuestra » (Gn 1, 26). La vida que Dios ofrece al
hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la
criatura.
Israel se peguntará durante mucho tiempo sobre el
sentido de este vínculo particular y específico del hombre con Dios. También el
libro del Eclesiástico reconoce que Dios al crear a los hombres « los revistió
de una fuerza como la suya, y los hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el autor
sagrado manifiesta no sólo su dominio sobre el mundo, sino también las
facultades espirituales más características del hombre, como la razón,
el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De saber e
inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si 17, 6). La
capacidad de conocer la verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en
cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt 32,
4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas visibles, tiene « capacidad para
conocer y amar a su Creador ».24 La
vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión
hacia una plenitud de vida, es germen de un existencia que supera los
mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al hombre para la
incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza » (Sb 2,
23).
35. El relato yahvista de la creación expresa
también la misma convicción. En efecto, esta antigua narración habla de un
soplo divino que es infundido en el hombre para que
tenga vida: « El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, sopló en sus
narices un aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente » (Gn 2,
7).
El origen divino de este espíritu de vida explica
la perenne insatisfacción que acompaña al hombre durante su existencia. Creado
por Dios, llevando en sí mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende
naturalmente a El. Al experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo
hombre hace suya la verdad expresada por san Agustín: « Nos hiciste, Señor,
para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti ».25
Qué elocuente es la insatisfacción de la que es
víctima la vida del hombre en el Edén, cuando su única referencia es el mundo
vegetal y animal (cf. Gn 2, 20). Sólo la aparición de la
mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus huesos y carne de su carne
(cf. Gn 2, 23), y en quien vive igualmente el espíritu de Dios
creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo interpersonal que es vital
para la existencia humana. En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo,
meta definitiva y satisfactoria de toda persona.
« ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el
hijo de Adán para que de él te cuides? », se pregunta el Salmista (Sal 8,
5). Ante la inmensidad del universo es muy poca cosa, pero precisamente este
contraste descubre su grandeza: « Apenas inferior a los ángeles le hiciste
(también se podría traducir: « apenas inferior a Dios »), coronándole de gloria
y de esplendor » (Sal8, 6). La gloria de Dios resplandece en el
rostro del hombre. En él encuentra el Creador su descanso, como
comenta asombrado y conmovido san Ambrosio: « Finalizó el sexto día y se
concluyó la creación del mundo con la formación de aquella obra maestra que es
el hombre, el cual ejerce su dominio sobre todos los seres vivientes y es como
el culmen del universo y la belleza suprema de todo ser creado. Verdaderamente
deberíamos mantener un reverente silencio, porque el Señor descansó de toda
obra en el mundo. Descansó al final en lo íntimo del hombre, descansó en su mente
y en su pensamiento; en efecto, había creado al hombre dotado de razón, capaz
de imitarle, émulo de sus virtudes, anhelante de las gracias celestes. En estas
dotes suyas descansa el Dios que dijo: "¿En quién encontraré reposo, si no
es en el humilde y contrito, que tiembla a mi palabra" (cf. Is 66,
1-2). Doy gracias al Señor nuestro Dios por haber creado una obra tan
maravillosa donde encontrar su descanso ».26
36. Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios
se oscurece por la irrupción del pecado en la historia. Con el pecado el hombre
se rebela contra el Creador, acabando por idolatrar a las
criaturas: « Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y
sirvieron a la criatura en vez del Creador » (Rm 1, 25). De este
modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la imagen de Dios, sino que
está tentado de ofenderla también en los demás, sustituyendo las relaciones de
comunión por actitudes de desconfianza, indiferencia, enemistad, llegando al
odio homicida. Cuando no se reconoce a Dios como Dios, se
traiciona el sentido profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los
hombres.
En la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a
resplandecer y se manifiesta en toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios
en carne humana: « El es Imagen de Dios invisible » (Col 1, 15), «
resplandor de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1, 3). El
es la imagen perfecta del Padre.
El proyecto de vida confiado al primer Adán
encuentra finalmente su cumplimiento en Cristo. Mientras la desobediencia de
Adán deteriora y desfigura el designio de Dios sobre la vida del hombre,
introduciendo la muerte en el mundo, la obediencia redentora de Cristo es
fuente de gracia que se derrama sobre los hombres abriendo de par en par a
todos las puertas del reino de la vida (cf. Rm 5, 12-21).
Afirma el apóstol Pablo: « Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el
último Adán, espíritu que da vida » (1 Cor 15, 45).
La plenitud de la vida se da a cuantos aceptan
seguir a Cristo. En ellos la imagen divina es restaurada, renovada y llevada a
perfección. Este es el designio de Dios sobre los seres humanos: que «
reproduzcan la imagen de su Hijo » (Rm 8, 29). Sólo así, con el
esplendor de esta imagen, el hombre puede ser liberado de la esclavitud de la
idolatría, puede reconstruir la fraternidad rota y reencontrar su propia
identidad.
« Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 26): el
don de la vida eterna
37. La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a
los hombres no se reduce a la mera existencia en el tiempo. La vida, que desde
siempre está « en él » y es « la luz de los hombres » (Jn 1, 4),consiste
en ser engendrados por Dios y participar de la plenitud de su amor: «
A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que
creen en su nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de
deseo de hombre, sino que nació de Dios » (Jn 1, 12-13).
A veces Jesús llama esta vida, que El ha venido a
dar, simplemente así: « la vida »; y presenta la generación por parte de Dios
como condición necesaria para poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado
al hombre: « El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios » (Jn 3,
3). El don de esta vida es el objetivo específico de la misión de Jesús: él «
es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6, 33), de
modo que puede afirmar con toda verdad: « El que me siga... tendrá la luz de la
vida » (Jn 8, 12).
Otras veces Jesús habla de « vida eterna », donde
el adjetivo no se refiere sólo a una perspectiva supratemporal. « Eterna » es
la vida que Jesús promete y da, porque es participación plena de la vida del «
Eterno ». Todo el que cree en Jesús y entra en comunión con El tiene la vida
eterna (cf.Jn 3, 15; 6, 40), ya que escucha de El las únicas
palabras que revelan e infunden plenitud de vida en su existencia; son las «
palabras de vida eterna » que Pedro reconoce en su confesión de fe: « Señor, ¿a
quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y
sabemos que tú eres el Santo de Dios » (Jn 6, 68-69). Jesús mismo
explica después en qué consiste la vida eterna, dirigiéndose al Padre en la
gran oración sacerdotal: « Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo » (Jn 17,
3). Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde
ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida
divina.
38. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de
Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor
y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta
inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo. El creyente hace
suyas las palabras del apóstol Juan: « Mirad qué amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es » (1 Jn3,
1-2).
Así alcanza su culmen la verdad cristiana
sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su
procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en
su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y completa
su exaltación del hombre: « el hombre que vive » es « gloria de Dios », pero «
la vida del hombre consiste en la visión de Dios ».27
De aquí derivan unas consecuencias inmediatas para
la vida humana en su misma condición terrena, en la que ya ha
germinado y está creciendo la vida eterna. Si el hombre ama instintivamente la
vida porque es un bien, este amor encuentra ulterior motivación y fuerza, nueva
extensión y profundidad en las dimensiones divinas de este bien. En esta
perspectiva, el amor que todo ser humano tiene por la vida no se reduce a la
simple búsqueda de un espacio donde pueda realizarse a sí mismo y entrar en
relación con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa conciencia de poder
hacer de la propia existencia el « lugar » de la manifestación de Dios, del
encuentro y de la comunión con El. La vida que Jesús nos da no disminuye
nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume y conduce a su destino
último: « Yo soy la resurrección y la vida...; todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás » (Jn 11, 25.26).
« A cada uno pediré cuentas de la vida de su
hermano » (Gn 9, 5): veneración y amor por la vida de todos
39. La vida del hombre proviene de Dios, es su don,
su imagen e impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios
es el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella.
Dios mismo lo afirma a Noé después del diluvio: « Os prometo reclamar vuestra
propia sangre: la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno
reclamaré el alma humana » (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa
de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su
acción creadora: « Porque a imagen de Dios hizo El al hombre » (Gn 9,
6).
La vida y la muerte del hombre están, pues, en las
manos de Dios, en su poder: « El, que tiene en su mano el alma de todo ser
viviente y el soplo de toda carne de hombre », exclama Job (12, 10). « El Señor
da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar » (1 S 2, 6). Sólo
El puede decir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce este poder como
voluntad amenazante, sino como cuidado y solicitud amorosa hacia sus
criaturas. Si es cierto que la vida del hombre está en las manos de
Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que
acoge, alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi alma en paz y silencio como
niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en
mí! » (Sal 131 130, 2; cf. Is 49, 15; 66, 12-13; Os11,
4). Así Israel ve en las vicisitudes de los pueblos y en la suerte de los
individuos no el fruto de una mera casualidad o de un destino ciego, sino el
resultado de un designio de amor con el que Dios concentra todas las
potencialidades de vida y se opone a las fuerzas de muerte que nacen del
pecado: « No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de
los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera » (Sb 1,
13-14).
40. De la sacralidad de la vida deriva su carácter
inviolable, inscrito desde el principio en el corazón del hombre, en
su conciencia. La pregunta « ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10), con la
que Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera matado a su hermano Abel,
presenta la experiencia de cada hombre: en lo profundo de su conciencia siempre
es llamado a respetar el carácter inviolable de la vida —la suya y la de los
demás—, como realidad que no le pertenece, porque es propiedad y don de Dios
Creador y Padre.
El mandamiento relativo al carácter inviolable de
la vida humana ocupa el centro de las « diez palabras » de la alianza
del Sinaí (cf. Ex 34, 28). Prohíbe, ante todo, el
homicidio: « No matarás » (Ex 20, 13); « No quites la vida al
inocente y justo » (Ex 23, 7); pero también condena —como se
explicita en la legislación posterior de Israel— cualquier daño causado a otro
(cf. Ex 21, 12-27). Ciertamente, se debe reconocer que en el
Antiguo Testamento esta sensibilidad por el valor de la vida, aunque ya muy
marcada, no alcanza todavía la delicadeza del Sermón de la Montaña, como se
puede ver en algunos aspectos de la legislación entonces vigente, que
establecía penas corporales no leves e incluso la pena de muerte. Pero el
mensaje global, que corresponde al Nuevo Testamento llevar a perfección, es una
fuerte llamada a respetar el carácter inviolable de la vida física y la
integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo que obliga a
hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: « Amarás a tu prójimo como a ti
mismo » (Lv 19, 18).
41. El mandamiento « no matarás », incluido y
profundizado en el precepto positivo del amor al prójimo, es confirmado
por el Señor Jesús en toda su validez. Al joven rico que le pregunta:
« Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna? », responde: «
Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19,
16.17). Y cita, como primero, el « no matarás » (v. 18). En el Sermón de la
Montaña, Jesús exige de los discípulos una justicia superior a
la de los escribas y fariseos también en el campo del respeto a la vida: «
Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será
reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su
hermano, será reo ante el tribunal » (Mt 5, 21-22).
Jesús explicita posteriormente con su palabra y sus
obras las exigencias positivas del mandamiento sobre el carácter inviolable de
la vida. Estas estaban ya presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación
se preocupaba de garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de
vida débil y amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el
pobre en general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21,
22; 22, 20-26). Con Jesús estas exigencias positivas adquieren vigor e impulso
nuevos y se manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van desde cuidar la
vida delhermano (familiar, perteneciente al mismo pueblo,
extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse cargo del forastero, hasta
amar al enemigo.
No existe el forastero para quien debe hacerse
prójimo del necesitado, incluso asumiendo la responsabilidad de su
vida, como enseña de modo elocuente e incisivo la parábola del buen samaritano
(cf. Lc 10, 25-37). También el enemigo deja de serlo para
quien está obligado a amarlo (cf. Mt 5, 38-48; Lc 6,
27-35) y « hacerle el bien » (cf. Lc 6, 27.33.35), socorriendo
las necesidades de su vida con prontitud y sentido de gratuidad (cf. Lc 6,
34-35). Culmen de este amor es la oración por el enemigo, mediante la cual
sintonizamos con el amor providente de Dios: « Pues yo os digo: Amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre
celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e
injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento de Dios para
salvaguardar la vida del hombre tiene su aspecto más profundo en la exigencia
de veneración y amor hacia cada persona y su vida. Esta es la
enseñanza que el apóstol Pablo, haciéndose eco de la palabra de Jesús
(cf. Mt 19, 17-18), dirige a los cristianos de Roma: « En
efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos
los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo.La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por
tanto, la ley en su plenitud » (Rm 13, 9-10).
« Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra
y sometedla » (Gn 1, 28):responsabilidades del hombre ante la vida
42. Defender y promover, respetar y amar la vida es
una tarea que Dios confía a cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante
suya, a participar de la soberanía que El tiene sobre el mundo: « Y Dios los
bendijo, y les dijo Dios: "Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la
tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y
en todo animal que serpea sobre la tierra" » (Gn 1, 28).
El texto bíblico evidencia la amplitud y
profundidad de la soberanía que Dios da al hombre. Se trata, sobre todo, del dominio
sobre la tierra y sobre cada ser vivo, como recuerda el libro de la
Sabiduría: « Dios de los Padres, Señor de la misericordia... con tu Sabiduría
formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, y
administrase el mundo con santidad y justicia » (9, 1.2-3). También el Salmista
exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y del honor recibidos del
Creador: « Le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti
bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias del campo, y
las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las sendas de las aguas » (Sal 8,
7-9).
El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín
del mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica
sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios
puso al servicio de su dignidad personal, de su vida: respecto no sólo al
presente, sino también a las generaciones futuras. Es la cuestión
ecológica —desde la preservación del « habitat » natural de las
diversas especies animales y formas de vida, hasta la « ecología humana »
propiamente dicha28— que
encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución
respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. En realidad, « el dominio
confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar
de libertad de "usar y abusar", o de disponer de las cosas como mejor
parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada
simbólicamente con la prohibición de "comer del fruto del árbol"
(cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza
visible, estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales,
cuya transgresión no queda impune ».29
43. Una cierta participación del hombre en la
soberanía de Dios se manifiesta también en laresponsabilidad
específica que le es confiada en relación con la vida
propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice en
el don de la vida mediante la procreación por parte del hombre
y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: « El
mismo Dios, que dijo « no es bueno que el hombre esté solo » (Gn 2,
18) y que « hizo desde el principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19,
4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra
creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y multiplicaos » (Gn
1, 28) ».30
Hablando de una « cierta participación especial »
del hombre y de la mujer en la « obra creadora » de Dios, el Concilio quiere
destacar cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente
humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman « una
sola carne » (Gn 2, 24) y también a Dios mismo que se hace
presente. Como he escrito en laCarta a las Familias, « cuando de la unión conyugal de
los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen
y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está
inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los esposos, en
cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación
de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos
subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo
está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra
generación "sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede
provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como
sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de
la creación ».31
Esto lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente,
el texto sagrado refiriendo la exclamación gozosa de la primera mujer, « la
madre de todos los vivientes » (Gn 3, 20). Consciente de la intervención
de Dios, Eva dice: « He adquirido un varón con el favor del Señor » (Gn 4,
1). Por tanto, en la procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se
transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación del alma
inmortal. 32 En
este sentido se expresa el comienzo del « libro de la genealogía de Adán »: «
El día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y
hembra, los bendijo, y los llamó "Hombre" en el día de su creación.
Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su
imagen, a quien puso por nombre Set » (Gn 5, 1-3). Precisamente en
esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a
la nueva criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos « a
cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y
enriquece su propia familia cada día más ».33 En
este sentido el obispo Anfiloquio exaltaba el « matrimonio santo, elegido y
elevado por encima de todos los dones terrenos » como « generador de la
humanidad, artífice de imágenes de Dios ».34
Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son
asociados a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el
don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Sin embargo, más allá de la misión específica de
los padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de
manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en condiciones de
mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda, pidiendo
ser amado y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de sufrimiento:
hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados... Todo lo
que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25,
31-46).
« Porque tú mis vísceras has formado » (Sal 139 138,
13): la dignidad del niño aún no nacido
44. La vida humana se encuentra en una situación
muy precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la
eternidad. Están muy presentes en la Palabra de Dios —sobre todo en relación
con la existencia marcada por la enfermedad y la vejez— las exhortaciones al
cuidado y al respeto. Si faltan llamadas directas y explícitas a salvaguardar
la vida humana en sus orígenes, especialmente la vida aún no nacida, como
también la que está cercana a su fin, ello se explica fácilmente por el hecho
de que la sola posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar la vida en
estas condiciones se sale del horizonte religioso y cultural del pueblo de
Dios.
En el Antiguo Testamento la esterilidad es temida
como una maldición, mientras que la prole numerosa es considerada como una
bendición: « La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las
entrañas » (Sal 127 126, 3; cf. Sal 128 127, 3-4).
Influye también en esta convicción la conciencia que tiene Israel de ser el
pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse según la promesa hecha a Abraham:
« Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas... así será tu
descendencia » (Gn 5, 15). Pero es sobre todo palpable la certeza
de que la vida transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como
atestiguan tantas páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la
concepción, de la formación de la vida en el seno materno, del nacimiento y del
estrecho vínculo que hay entre el momento inicial de la existencia y la acción
del Dios Creador.
« Antes de haberte formado yo en el seno materno,
te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado » (Jr 1,
5): la existencia de cada individuo, desde su origen, está en el
designio divino. Job, desde lo profundo de su dolor, se detiene a
contemplar la obra de Dios en la formación milagrosa de su cuerpo en el seno
materno, encontrando en ello un motivo de confianza y manifestando la certeza
de la existencia de un proyecto divino sobre su vida: « Tus manos me formaron,
me plasmaron, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me
hiciste como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me
vertiste como leche y me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y
me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu
solicitud cuidó mi aliento » (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la
intervención de Dios sobre la vida en formación resuenan también en los
Salmos. 35
¿Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos
de este maravilloso proceso de formación de la vida pueda ser sustraído de la
sabia y amorosa acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre?
Ciertamente no lo pensó así la madre de los siete hermanos, que profesó su fe
en Dios, principio y garantía de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo
fundamento de la esperanza en la nueva vida más allá de la muerte: « Yo no sé
cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la
vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del
mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas
las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no
miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes » (2 M 7, 22-23).
45. La revelación del Nuevo Testamento confirma el reconocimiento
indiscutible del valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación
de la fecundidad y la espera diligente de la vida resuenan en las palabras con
las que Isabel se alegra por su embarazo: « El Señor... se dignó quitar mi
oprobio entre los hombres » (Lc 1, 25). El valor de la persona
desde su concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la
Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno. Son
precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era mesiánica:
en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la presencia del Hijo
de Dios entre los hombres. « Bien pronto —escribe san Ambrosio— se manifiestan
los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor... Isabel fue
la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia,
porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en
cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María,
Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la
presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente,
logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un
doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios
hijos. El niño saltó de gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no
fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto
el hijo, quedó también colmada la madre ».36
« ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado
soy"! » (Sal 116 115, 10): la vida en la vejez y en el
sufrimiento
46. También en lo relativo a los últimos momentos
de la existencia, sería anacrónico esperar de la revelación bíblica una
referencia expresa a la problemática actual del respeto de las personas
ancianas y enfermas, y una condena explícita de los intentos de anticipar
violentamente su fin. En efecto, estamos en un contexto cultural y religioso
que no está afectado por estas tentaciones, sino que, en lo concerniente al
anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para
la familia y la sociedad.
La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de
veneración (cf. 2
M 6, 23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso,
al contrario, reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde
mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me
abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras » (Sal 71
70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que « no
habrá jamás... viejo que no llene sus días » (Is 65, 20).
Sin embargo, ¿cómo afrontar en la vejez el declive
inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? El creyente sabe
que su vida está en las manos de Dios: « Señor, en tus manos está mi
vida » (cf. Sal 16 15, 5), y que de El acepta también el
morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por qué desaprobar
el agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de
la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe
confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su designio de amor.
Incluso en el momento de la enfermedad, el
hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a renovar su
confianza fundamental en El, que « cura todas las enfermedades » (cf. Sal103
102, 3). Cuando parece que toda expectativa de curación se cierra ante el
hombre —hasta moverlo a gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo
me seco como el heno » (Sal102 101, 12)—, también entonces el creyente
está animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios. La
enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a
la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy
desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10); « Señor, Dios mío, clamé
a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de
entre los que bajan a la fosa » (Sal 30 29, 3-4).
47. La misión de Jesús, con las numerosas
curaciones realizadas, manifiesta cómo Dios se preocupa también de la
vida corporal del hombre. « Médico de la carne y del espíritu »,37 Jesús
fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres y a sanar los
corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61,
1). Al enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en
la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: « Id
proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad
muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt 10, 7-8;
cf. Mc 6, 13; 16, 18).
Ciertamente, la vida del cuerpo en su
condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que
se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, « quien
quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A este propósito, los
testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse
a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10,
17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También la muerte de Juan
el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la existencia terrena no es
un bien absoluto; es más importante la fidelidad a la palabra del Señor, aunque
pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). Y Esteban,
mientras era privado de la vida temporal por testimoniar fielmente la resurrección
del Señor, sigue las huellas del Maestro y responde a quienes le apedrean con
palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60), abriendo el camino a
innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre puede decidir
arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta
decisión el Creador, en quien « vivimos, nos movemos y existimos » (Hch17,
28).
« Todos los que la guardan alcanzarán la vida
» (Ba 4,
1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu
48. La vida lleva escrita en sí misma de un modo
indeleble su verdad. El hombre, acogiendo el don de Dios, debe
comprometerse a mantener la vida en esta verdad, que le es
esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a la falta de
sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de poder ser también una
amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas las barreras que
garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada situación.
La verdad de la vida es revelada por el mandamiento
de Dios. La
palabra del Señor indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para
poder respetar su propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el
específico mandamiento « no matarás » (Ex 20, 13; Dt5,
17) asegura la protección de la vida, sino que toda la Ley del
Señor está al servicio de esta protección, porque revela aquella
verdad en la que la vida encuentra su pleno significado.
Por tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con
su pueblo esté tan fuertemente ligada a la perspectiva de la vida, incluso en
su dimensión corpórea. El mandamiento se presenta en ella como camino
de vida: « Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia.
Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas
al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y
normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra
a la que vas a entrar para tomarla en posesión » (Dt 30, 15-16).
Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia del pueblo de Israel,
sino el mundo de hoy y del futuro, así como la existencia de toda la humanidad.
En efecto, es absolutamente imposible que la vida se conserve auténtica y plena
alejándose del bien; y, a su vez, el bien está esencialmente vinculado a los
mandamientos del Señor, es decir, a la « ley de vida » (Si 17, 9).
El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que carga
sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y la vida
se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda
plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel
al « no matarás » cuando no se observan las otras « palabras de vida » (Hch 7,
38), relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento
acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto
se querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo si nos
abrimos a la plenitud de la verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la
palabra « no matarás » volverá a brillar como un bien para el hombre en todas
sus dimensiones y relaciones. En este sentido podemos comprender la plenitud de
la verdad contenida en el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús
en su respuesta a la primera tentación: « No sólo de pan vive el hombre,
sino... de todo lo que sale de la boca del Señor » (8, 3; cf. Mt 4,
4).
Sólo escuchando la palabra del Señor el hombre
puede vivir con dignidad y justicia; observando la Ley de Dios el hombre puede
dar frutos de vida y felicidad: « todos los que la guardan alcanzarán la vida,
mas los que la abandonan morirán » (Ba 4, 1).
49. La historia de Israel muestra lo difícil
que es mantener la fidelidad a la ley de la vida, que Dios ha inscrito
en el corazón de los hombres y ha entregado en el Sinaí al pueblo de la
Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de vida alternativos al plan de Dios,
los Profetas reivindican con fuerza que sólo el Señor es la fuente auténtica de
la vida. Así escribe Jeremías: « Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron,
Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el
agua no retienen » (2, 13). Los Profetas señalan con el dedo acusador a quienes
desprecian la vida y violan los derechos de las personas: « Pisan contra el
polvo de la tierra la cabeza de los débiles » (Am 2, 7); « Han
llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr 19, 4). Entre ellos
el profeta Ezequiel censura varias veces a la ciudad de Jerusalén, llamándola «
la ciudad sanguinaria » (22, 2; 24, 6.9), « ciudad que derramas sangre en medio
de ti » (22, 3).
Pero los Profetas, mientras denuncian las ofensas
contra la vida, se preocupan sobre todo de suscitar la espera de un
nuevo principio de vida, capaz de fundar una nueva relación con Dios y
con los hermanos abriendo posibilidades inéditas y extraordinarias para
comprender y realizar todas las exigencias propias del Evangelio de la
vida. Esto será posible únicamente gracias al don de Dios, que purifica
y renueva: « Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas
vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un
corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo » (Ez 36,
25-26; cf. Jr 31, 31-34). Gracias a este « corazón nuevo » se
puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la
vida: ser un don que se realiza al darse. Este es el mensaje
esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la figura del Siervo del
Señor: « Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus
días... Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is 53, 10.11).
En Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un
corazón nuevo mediante su Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino
que la lleva a su cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y los
Profetas se resumen en la regla de oro del amor recíproco (cf. Mt 7,
12). En El la Ley se hace definitivamente « evangelio », buena noticia de la
soberanía de Dios sobre el mundo, que reconduce toda la existencia a sus raíces
y a sus perspectivas originarias. Es la Ley Nueva, « la ley
del espíritu que da la vida en Cristo Jesús » (Rm 8, 2), cuya
expresión fundamental, a semejanza del Señor que da la vida por sus amigos
(cf. Jn 15, 13), es el don de sí mismo en el amor a
los hermanos: « Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al
vida, porque amamos a los hermanos » (1 Jn3, 14). Es ley de libertad, de
alegría y de bienaventuranza.
« Mirarán al que atravesaron » (Jn 19, 37): en
el árbol de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida
50. Al final de este capítulo, en el que hemos
meditado el mensaje cristiano sobre la vida, quisiera detenerme con cada uno de
vosotros a contemplar a Aquél que atravesaron y que atrae a
todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando « el
espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en
este árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio
de la vida.
En las primeras horas de la tarde del viernes
santo, « al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra... El velo
del Santuario se rasgó por medio » (Lc 23, 44.45). Es símbolo de
una gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y
las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. Hoy nosotros nos encontramos
también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de la muerte » y la
« cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de
la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como
centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana.
Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la
tierra. Vive el momento de su máxima « impotencia », y su vida parece
abandonada totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos de sus
asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado (cf. Mc 15,
24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo « que había
expirado de esa manera », exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios » (Mc 15, 39). Así, en el momento de su debilidad extrema se
revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su
gloria!
Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida
y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre
implorando el perdón para sus perseguidores (cf. Lc 23, 34) y
dice al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te
aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso » (Lc 23, 43). Después
de su muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos
resucitaron » (Mt 27, 52). La salvación realizada por Jesús es don
de vida y de resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús había dado
también la salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch 10,
38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran signo
de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir, en
liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida misma de
Dios.
En la Cruz se renueva y realiza en su plena y
definitiva perfección el prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el
desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9).
También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre
amenazado en su existencia encuentra la esperanza segura de liberación y
redención.
51. Existe todavía otro hecho concreto que llama mi
atención y me hace meditar con emoción: « Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo:
"Todo está cumplido". E inclinando la cabeza entregó el espíritu ». (Jn 19,
30). Y el soldado romano « le atravesó el costado con una lanza y al instante
salió sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La «
entrega del espíritu » presenta la muerte de Jesús semejante a la de cualquier
otro ser humano, pero parece aludir también al « don del Espíritu », con el que
nos rescata de la muerte y nos abre a una vida nueva.
El hombre participa de la misma vida de Dios. Es la
vida que, mediante los sacramentos de la Iglesia —de los que son símbolo la
sangre y el agua manados del costado de Cristo—, se comunica continuamente a
los hijos de Dios, constituidos así como pueblo de la nueva alianza. De
la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ».
La contemplación de la Cruz nos lleva, de este
modo, a las raíces más profundas de cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en
el mundo había dicho: « He aquí que vengo, Señor, a hacer tu voluntad »
(cf. Hb 10, 9), se hizo en todo obediente al Padre y, «
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo »
(Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.
El, que no había « venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos » (Mc 10, 45),
alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor amor, que el que
da su vida por sus amigos » (Jn 15, 13). Y El murió por nosotros
siendo todavía nosotros pecadores (cf.Rm 5, 8).
De este modo proclama que la vida encuentra
su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación se hace alabanza y
agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus
huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos llamados a dar nuestra
vida por los hermanos, realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido
y el destino de nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado
ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si
cada día, contigo y como Tú, somos obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y
generoso toda palabra que sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a «
no matar » la vida del hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.
(Continúa en el Capítulo III)
(Continúa en el Capítulo III)