CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
CAPÍTULO III
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS
Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE
DE LA VIDA HUMANA
CAPÍTULO III
NO MATARÁS
LA LEY SANTA DE DIOS
LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos » (Mt 19, 17): Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó uno y le dijo:
"Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?" » (Mt 19,
16). Jesús responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos »
(Mt 19, 17). El Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la
participación en la vida misma de Dios. A esta vida se llega por la observancia
de los mandamientos del Señor, incluido también el mandamiento « no matarás ».
Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que Jesús recuerda al
joven que pregunta qué mandamientos debe observar: « Jesús dijo: "No
matarás, no cometerás adulterio, no robarás..." » (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no está nunca separado de su
amor; es
siempre un don para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal,
constituye un aspecto esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más
aún, es presentado como « evangelio », esto es, buena y gozosa noticia. También
el Evangelio de la vida es un gran don de Dios y, al mismo
tiempo, una tarea que compromete al hombre. Suscita asombro y gratitud en la
persona libre, y requiere ser aceptado, observado y estimado con gran
responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al hombre que la
ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se hace
mandamiento, y el mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de Dios, es querido por su
Creador como rey y señor. « Dios creó al hombre —escribe san Gregorio de Nisa—
de modo tal que pudiera desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre
fue creado a imagen de Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que,
desde el principio, su naturaleza está marcada por la realeza... También el
hombre es rey. Creado para dominar el mundo, recibió la semejanza con el rey
universal, es la imagen viva que participa con su dignidad en la perfección del
modelo divino ».38 Llamado
a ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos
los seres inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y
señor no sólo de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo 39 y,
en cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir por
medio de la generación, realizada en el amor y respeto del designio divino. Sin
embargo, no se trata de un señorío absoluto, sinoministerial, reflejo
real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo consabiduría
y amor, participando de la sabiduría y del amor inconmensurables de
Dios. Esto se lleva a cabo mediante la obediencia a su santa Ley: una
obediencia libre y gozosa (cf. Sal 119 118), que nace y crece
siendo conscientes de que los preceptos del Señor son un don gratuito confiado
al hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela de su dignidad personal y
para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y más aún con la vida,
el hombre no es dueño absoluto y árbitro incensurable, sino —y aquí radica su
grandeza sin par— que es « administrador del plan establecido por el Creador ».40
La vida se confía al hombre como un tesoro que no
se debe malgastar, como un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de
ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19,
12-27).
« Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre
» (cf. Gn 9,
5): la vida humana es sagrada e inviolable
53. « La vida humana es sagrada porque desde su
inicio comporta "la acción creadora de Dios" y permanece siempre en
una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la
vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede
atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente ».41 Con
estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la
revelación de Dios sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada Escritura impone
al hombre el precepto « no matarás » como mandamiento divino (Ex 20,
13; Dt 5, 17). Este precepto —como ya he indicado— se
encuentra en el Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece con
el pueblo elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios con
la humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la
propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del
hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por
tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se
refleja la inviolabilidad misma del Creador. Precisamente por esto, Dios se
hace juez severo de toda violación del mandamiento « no matarás », que está en
la base de la convivencia social. Dios es el defensor del inocente (cf. Gn 4,
9-15; Is 41, 14; Jr 50, 34; Sal 19
18, 15). También de este modo, Dios demuestra que « no se recrea en la
destrucción de los vivientes » (Sb 1, 13). Sólo Satanás puede gozar
con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2,
24). Satanás, que es « homicida desde el principio », y también « mentiroso y
padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a
los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de
vida.
54. Explícitamente, el precepto « no matarás »
tiene un fuerte contenido negativo: indica el límite que nunca puede ser
transgredido. Implícitamente, sin embargo, conduce a una actitud positiva de
respeto absoluto por la vida, ayudando a promoverla y a progresar por el camino
del amor que se da, acoge y sirve. El pueblo de la Alianza, aun con lentitud y
contradicciones, fue madurando progresivamente en esta dirección, preparándose
así al gran anuncio de Jesús: el amor al prójimo es un mandamiento semejante al
del amor a Dios; « de estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los
Profetas » (cf. Mt 22, 36-40). « Lo de... no matarás... y
todos los demás preceptos —señala san Pablo— se resumen en esta fórmula:
"Amarás a tu prójimo como a ti mismo" » (Rm 13, 9; cf.Ga 5,
14). El precepto « no matarás », asumido y llevado a plenitud en la Nueva Ley,
es condición irrenunciable para poder « entrar en la vida » (cf. Mt 19,
16-19). En esta misma perspectiva, son apremiantes también las palabras del
apóstol Juan: « Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que
ningún asesino tiene vida eterna permanente en él » (1 Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la Tradición viva de la
Iglesia —como atestigua la Didaché, el más antiguo
escrito cristiano no bíblico— repite de forma categórica el mandamiento « no
matarás »: « Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande
es la diferencia que hay entre estos caminos... Segundo mandamiento de la
doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás
la vida al recién nacido... Mas el camino de la muerte es éste:... que no se
compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su Criador,
matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios; los que rechazan al
necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos, jueces injustos de
los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos, de todos estos
pecados! ».42
A lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia
siempre ha enseñado unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento
« no matarás ». Es sabido que en los primeros siglos el homicidio se
consideraba entre los tres pecados más graves —junto con la apostasía y el
adulterio— y se exigía una penitencia pública particularmente dura y larga
antes que al homicida arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en
la comunión eclesial.
55. No debe sorprendernos: matar un ser humano, en
el que está presente la imagen de Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo
Dios es dueño de la vida! Desde siempre, sin embargo, ante las
múltiples y a menudo dramáticas situaciones que la vida individual y social
presenta, la reflexión de los creyentes ha tratado de conocer de forma más
completa y profunda lo que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios. 43 En
efecto, hay situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los
valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la legítima
defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no
dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda
alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos
que a los demás son la base de un verdadero derecho a la propia
defensa. El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado en
el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo como
uno de los términos de la comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti
mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al
derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por
un amor heroico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el
espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48)
en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la legítima defensa puede ser no
solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la
vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad ».44 Por
desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva
a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir
al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no
fuese moralmente responsable por falta del uso de razón. 45
56. En este horizonte se sitúa también el problema
de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la
Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una
aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca
en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la
dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios
sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone «
tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta
».46 La
autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y
sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen,
como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este
modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y
la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una
ayuda para corregirse y enmendarse. 47
Es evidente que, precisamente para conseguir todas
estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser
valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema
de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir,
cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo,
gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos
casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece válido el principio
indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, según
el cual « si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas
contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las
personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios,
porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y
son más conformes con la dignidad de la persona humana ».48
57. Si se pone tan gran atención al respeto de toda
vida, incluida la del reo y la del agresor injusto, el mandamiento « no matarás
» tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente.Tanto
más si se trata de un ser humano débil e indefenso, que sólo en la fuerza absoluta
del mandamiento de Dios encuentra su defensa radical frente al arbitrio y a la
prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto carácter inviolable de la
vida humana inocente es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada
Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta
de forma unánime por su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel
« sentido sobrenatural de la fe » que, suscitado y sostenido por el Espíritu
Santo, preserva de error al pueblo de Dios, cuando « muestra estar totalmente
de acuerdo en cuestiones de fe y de moral ».49
Ante la progresiva pérdida de conciencia en los
individuos y en la sociedad sobre la absoluta y grave ilicitud moral de la
eliminación directa de toda vida humana inocente, especialmente en su inicio y
en su término, el Magisterio de la Iglesia ha intensificado
sus intervenciones en defensa del carácter sagrado e inviolable de la vida
humana. Al Magisterio pontificio, especialmente insistente, se ha unido siempre
el episcopal, por medio de numerosos y amplios documentos doctrinales y
pastorales, tanto de Conferencias Episcopales como de Obispos en particular.
Tampoco ha faltado, fuerte e incisiva en su brevedad, la intervención del
Concilio Vaticano II. 50
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a
Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia
católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser
humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada
en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en
el propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la
Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el
Magisterio ordinario y universal. 51
La decisión deliberada de privar a un ser humano
inocente de su vida es siempre mala desde el punto de vista moral y nunca puede
ser lícita ni como fin, ni como medio para un fin bueno. En efecto, es una
desobediencia grave a la ley moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante;
y contradice las virtudes fundamentales de la justicia y de la caridad. « Nada
ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o
embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además
puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su
responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna
autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo ».52
Cada ser humano inocente es absolutamente igual a
todos los demás en el derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda
auténtica relación social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la
verdad y la justicia, reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer
como persona y no como una cosa de la que se puede disponer. Ante la norma
moral que prohíbe la eliminación directa de un ser humano inocente « no
hay privilegios ni excepciones para nadie.No hay ninguna diferencia entre
ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las
exigencias morales somos todos absolutamente iguales ».53
« Mi embrión tus ojos lo veían » (Sal 139 138,
16): el delito abominable del aborto
58. Entre todos los delitos que el hombre puede
cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo
hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define,
junto con el infanticidio, como « crímenes nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se
ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación
del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal
evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más
incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el
derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más
que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por
su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de
autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay,
los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz
por oscuridad » (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe
la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo
», que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la
opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un
malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de
las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa,
como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su
existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se
manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en
particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican.
Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en
absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y
menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto
de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la
fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se hallatotalmente
confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su
seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide
su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del
aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la
decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones
puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar
algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para
los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer
tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no
nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y
dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser
humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no
nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante
todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente
a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta
decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo: 55 de
esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de
comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden
olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de
familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan
fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda
de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes
directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los
médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la
competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los
legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la
medida en que haya dependido de ellos, los administradores de las estructuras
sanitarias utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no
menos grave afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad
de permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes
debieron haber asegurado —y no lo han hecho— políticas familiares y sociales
válidas en apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con
particulares dificultades económicas y educativas. Finalmente, no se puede
minimizar el entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a
instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan
sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo. En
este sentido, el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas
concretas y del daño que se les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente
social: es una herida gravísima causada a la sociedad y a su
cultura por quienes deberían ser sus constructores y defensores. Como he
escrito en mi Carta a las Familias, « nos encontramos ante una enorme
amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda
la civilización ».56 Estamos
ante lo que puede definirse como una « estructura de pecado » contra la
vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto
sosteniendo que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de
días, no puede ser todavía considerado una vida humana personal. En realidad, «
desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que
no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se
desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde
entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna otorga una
preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado
el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus
características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de
una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para
desarrollarse y poder actuar ».57 Aunque
la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de
ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el
embrión humano ofrecen « una indicación preciosa para discernir racionalmente
una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un
individuo humano podría no ser persona humana? ».58
Por lo demás, está en juego algo tan importante
que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad
de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de
cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por
esto, más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones
filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la
Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación
humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el
respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y
unidad corporal y espiritual: « El ser humano debe ser respetado y
tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a
partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona,
principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida ».59
61. Los textos de la Sagrada
Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no
contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal modo al
ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda también a
este caso el mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e inviolable en cada
momento de su existencia, también en el inicial que precede al nacimiento. El
hombre, desde el seno materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo,
que lo forma y lo plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un
pequeño embrión informe y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días
están contados y cuya vocación está ya escrita en el « libro de la vida »
(cf. Sal 139 138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el
seno materno, —como testimonian numerosos textos bíblicos 60— el
hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana —como bien
señala la Declaración emitida al respecto por la Congregación
para la Doctrina de la Fe 61— es
clara y unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el
aborto como desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto
con el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y
del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su
doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien
demuestra la ya citada Didaché. 62 Entre
los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras recuerda que los
cristianos consideran como homicidas a las mujeres que recurren a medicinas
abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la madre, son ya «
objeto, por ende, de la providencia de Dios ».63 Entre
los latinos, Tertuliano afirma: « Es un homicidio anticipado impedir el
nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga
desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será ».64
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma
doctrina ha sido enseñada constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus
Pastores y Doctores. Incluso las discusiones de carácter científico y
filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma espiritual, nunca
han provocado la mínima duda sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio pontificio más
reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común. En particular, Pío
XI en la Encíclica Casti connubii rechazó las pretendidas
justificaciones del aborto;65 Pío
XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a
destruir la vida humana aún no nacida, « tanto si tal destrucción se entiende
como fin o sólo como medio para el fin »; 66 Juan
XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque « desde que aflora, ella
implica directamente la acción creadora de Dios ».67 El
Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el
aborto: « se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos ».68
La disciplina canónica de la Iglesia, desde
los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban
con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido
ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho
Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de
excomunión. 69 También
la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que «
quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae
sententiae »,70 es
decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito
conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación
el delito no se hubiera producido: 71 con
esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más
graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el
camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene
como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y
favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal
y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había
cambiado y que era inmutable. 72 Por
tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en
comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto
y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han
concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto
directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral
grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente.
Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita;
es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal. 73
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna
ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito,
por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre,
reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia.
63. La valoración moral del aborto se debe aplicar
también a las recientes formas de intervención sobre los embriones
humanos que, aun buscando fines en sí mismos legítimos, comportan
inevitablemente su destrucción. Es el caso de los experimentos con
embriones, en creciente expansión en el campo de la investigación
biomédica y legalmente admitida por algunos Estados. Si « son lícitas las
intervenciones sobre el embrión humano siempre que respeten la vida y la
integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que
tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su
supervivencia individual »,74 se
debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto
de experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres
humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda
persona. 75
La misma condena moral concierne también al
procedimiento que utiliza los embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces
« producidos » expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro— sea
como « material biológico » para ser utilizado, sea como abastecedores
de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas
enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes, aun
cuando beneficie a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece la valoración moral de
las técnicas de diagnóstico prenatal, que permiten identificar
precozmente eventuales anomalías del niño por nacer. En efecto, por la
complejidad de estas técnicas, esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y
articuladamente. Estas técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de
riesgos desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a
posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y consciente
aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las posibilidades de curación
antes del nacimiento son hoy todavía escasas, sucede no pocas veces que estas
técnicas se ponen al servicio de una mentalidad eugenésica, que acepta el
aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos
de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable,
porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de
« normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación
incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad
con que tantos hermanos nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez,
viven su existencia cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un
testimonio particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la
vida y que la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para
los demás. La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y
sufrimiento, acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como
agradece a todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes
han sido abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o
enfermedades.
« Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39): el
drama de la eutanasia
64. En el otro extremo de la existencia, el hombre
se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la
medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia,
la experiencia de la muerte se presenta con algunas características nuevas. En
efecto, cuando prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en
que da placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza
insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte,
considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta
a un futuro rico de posibles experiencias interesantes, se convierte por el
contrario en una « liberación reivindicada » cuando se considera que la
existencia carece ya de sentido por estar sumergida en el dolor e
inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su
relación fundamental con Dios, cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa
tener el derecho de pedir incluso a la sociedad que le garantice posibilidades
y modos de decidir sobre la propia vida en plena y total autonomía. Es
particularmente el hombre que vive en países desarrollados quien se comporta
así: se siente también movido a ello por los continuos progresos de la medicina
y por sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante sistemas y aparatos
extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica médica son hoy capaces no
sólo de resolver casos antes sin solución y de mitigar o eliminar el dolor,
sino también de sostener y prolongar la vida incluso en situaciones de extrema
debilidad, de reanimar artificialmente a personas que perdieron de modo
repentino sus funciones biológicas elementales, de intervenir para disponer de
órganos para trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la
tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse de la
muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin «
dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que podría
parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo
e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la
« cultura de la muerte », que avanza sobre todo en las sociedades del
bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el
creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso
e insoportable. Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la
sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de criterios de
eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente inhábil no
tiene ya valor alguno.
65. Para un correcto juicio moral sobre la
eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad. Por eutanasia
en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una
omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de
eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las
intenciones o de los métodos usados ».76
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar
al llamado « ensañamiento terapéutico », o sea, ciertas
intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser
desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser
demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte
se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia « renunciar a unos tratamientos
que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia,
sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos
similares ».77 Ciertamente
existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se
debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los
medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las
perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o
desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la
aceptación de la condición humana ante al muerte. 78
En la medicina moderna van teniendo auge los
llamados « cuidados paliativos », destinados a hacer más
soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo,
asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto
aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos
tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto
comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de
elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el
dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera
consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe
considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir
el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la
conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales
circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y
morales ».79 En
efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos
razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de
manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la
medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia
propia sin grave motivo »: 80 acercándose
a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus
obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con
plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el
Magisterio de mis Predecesores 81 y
en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la
eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto
eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta
doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal. 82
Semejante práctica conlleva, según las
circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente
inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo
ha rechazado como decisión gravemente mala. 83 Aunque
determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan
llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación
innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad
subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un
acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la
renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con
las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en
general. 84 En
su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de
Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo
sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces
bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16, 13;
cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a
realizarla mediante el llamado « suicidio asistido » significa hacerse
colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que
nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. « No es lícito
—escribe con sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo
pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de
aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse
».85 La
eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de
la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa
piedad, más aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En
efecto, la verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y
no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la
eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los
familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos
—como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo
incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se
configura como un homicidio que otros practican en una persona
que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además
al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o
legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir.
Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores
del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el
poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32,
39; cf. 2 R 5, 7;1 S 2, 6). El ejerce su poder
siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre
usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa
fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil
queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la
sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda
relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en cambio, el camino
del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común
condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina
con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo
encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la
tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo
aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de
ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen.
Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma de la
condición humana alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo « juzga
certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina
total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que
lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte
».86
Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada
por la fe cristiana y este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su
realización por la misma fe, que promete y ofrece la participación en la
victoria de Cristo Resucitado: es la victoria de Aquél que, mediante su muerte
redentora, ha liberado al hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6,
23), y le ha dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8,
11). La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la
resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del
sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria
para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta novedad como una
pertenencia total al Señor que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de
nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos,
para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos
ya muramos, del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el
Señor significa vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia
al Padre (cf. Flp 2, 8), aceptando encontrarla en la « hora »
querida y escogida por El (cf. Jn 13, 1), que es el único que
puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir para el
Señor significa también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí
mismo un mal y una prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a
serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y
por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado. De
este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a
El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más
íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad. 87 Esta
es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada
a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su
Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres
» (Hch 5,
29): ley civil y ley moral
68. Una de las características propias de los
atentados actuales contra la vida humana —como ya se ha dicho— consiste en la
tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen
derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los
ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la
asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien
aún no ha nacido o está gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según
una lógica proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada
con otros bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa
situación concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación
justa de los bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la
moralidad de su decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia
civil y de la armonía social, debería respetar esta decisión, llegando incluso
a admitir el aborto y la eutanasia.
Otras veces se cree que la ley civil no puede
exigir que todos los ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más
elevado que el que ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley debería
siempre manifestar la opinión y la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y
reconcerles también, al menos en ciertos casos extremos, el derecho al aborto y
a la eutanasia. Por otra parte, la prohibición y el castigo del aborto y de la
eutanasia en estos casos llevaría inevitablemente —así se dice— a un aumento de
prácticas ilegales, que, sin embargo, no estarían sujetas al necesario control
social y se efectuarían sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si
sostener una ley no aplicable concretamente no significaría, al final, minar
también la autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a
sostener que, en una sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada
persona una plena autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de
quien aún no ha nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las
diversas opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción particular
en detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la cultura democrática de
nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento
jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones
de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce
y vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad común y
objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos
—que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos—
exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia
individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son
necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la
voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su
actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia
privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias
diametralmente opuestas en apariencia. Por un lado, los individuos reivindican
para sí la autonomía moral más completa de elección y piden que el Estado no
asuma ni imponga ninguna concepción ética, sino que trate de garantizar el
espacio más amplio posible para la libertad de cada uno, con el único límite
externo de no restringir el espacio de autonomía al que los demás ciudadanos
también tienen derecho. Por otro lado, se considera que, en el ejercicio de las
funciones públicas y profesionales, el respeto de la libertad de elección de
los demás obliga a cada uno a prescindir de sus propias convicciones para
ponerse al servicio de cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes
reconocen y tutelan, aceptando como único criterio moral para el ejercicio de
las propias funciones lo establecido por las mismas leyes. De este modo, la
responsabilidad de la persona se delega a la ley civil, abdicando de la propia
conciencia moral al menos en el ámbito de la acción pública.
70. La raíz común de todas estas tendencias es
el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la
cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una
condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el
respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la
mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes,
llevarían al autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del
respeto de la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus
terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en los
que se han cometido crímenes en nombre de la « verdad ». Pero crímenes no menos
graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen
cometiendo también en nombre del « relativismo ético ». Cuando una mayoría
parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida
humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una
decisión « tiránica » respecto al ser humano más débil e indefenso? La
conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la
humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso
estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos
sin escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso popular?
En realidad, la democracia no puede mitificarse
convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad.
Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como tal, un instrumento y no un
fin. Su carácter « moral » no es automático, sino que depende de su conformidad
con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe
someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los
medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el
valor de la democracia, esto se considera un positivo « signo de los tiempos »,
como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias
veces. 88 Pero
el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y
promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada
persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como
considerar el « bien común » como fin y criterio regulador de la vida política.
En la base de estos valores no pueden estar
provisionales y volubles « mayorías » de opinión, sino sólo el reconocimiento
de una ley moral objetiva que, en cuanto « ley natural » inscrita en el corazón
del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una
trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner
en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo
ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un
puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y
contrapuestos. 89
Alguien podría pensar que semejante función, a
falta de algo mejor, es también válida para los fines de la paz social. Aun
reconociendo un cierto aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver
cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una
paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la
dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo
ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación de
los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que
tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino
incluso la formación del consenso. En un situación así, la democracia se
convierte fácilmente en una palabra vacía.
71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo
de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores
humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del
ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por
tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden
crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y
promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta
los elementos fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley
civil y ley moral, tal como son propuestos por la Iglesia, pero que
forman parte también del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la
humanidad.
Ciertamente, el cometido de la ley
civil es diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin
embargo, « en ningún ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la
conciencia ni dictar normas que excedan la propia competencia »,90 que
es la de asegurar el bien común de las personas, mediante el reconocimiento y
la defensa de sus derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la
moralidad pública. 91 En
efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada
convivencia social en la verdadera justicia, para que todos « podamos vivir una
vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad » (1 Tm 2, 2).
Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a todos los miembros de la
sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que pertenecen
originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y
garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho inviolable de
cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública puede, a veces,
renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más grave, 92 sin
embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos —aunque
éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a
otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el
de la vida. La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún
modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la
sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden
dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad. 93
A este propósito, Juan XXIII recordó en la
Encíclica Pacem in terris: « En la época moderna se
considera realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los
deberes de la persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los
poderes públicos consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar
y promover aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más
fácil el cumplimiento de los respectivos deberes. "Tutelar el intangible
campo de los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus
obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos". Por esta
razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los
atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de
obligatoriedad lo que ellos prescriban ».94
72. En continuidad con toda la tradición de la
Iglesia se encuentra también la doctrina sobre la necesaria conformidad
de la ley civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez más,
en la citada encíclica de Juan XXIII: « La autoridad es postulada por el orden
moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los
gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente,
en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en
conciencia...; más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y
degeneraría en abuso ».95 Esta
es una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe:
« La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto,
deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la
razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y
se convierte más bien en un acto de violencia ».96 Y
añade: « Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de
la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley
natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley ».97
La primera y más inmediata aplicación de esta
doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y
originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como
el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos
inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable
a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de
todos ante la ley. Se podría objetar que éste no es el caso de la eutanasia,
cuando es pedida por el sujeto interesado con plena conciencia. Pero un Estado
que legitimase una petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo,
estaría legalizando un caso de suicidio-homicidio, contra los principios
fundamentales de que no se puede disponer de la vida y de la tutela de toda
vida inocente. De este modo se favorece una disminución del respeto a la vida y
se abre camino a comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones
sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el
aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo,
sino también al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de
auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida,
precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la
sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e
irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue
que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por
ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes
que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no
crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen
una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción
de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación
apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades
públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1
P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29). Ya en el
Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida,
encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la autoridad.
Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había ordenado matar
a todo recién nacido varón. Ellas « no hicieron lo que les había mandado el rey
de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños » (Ex 1, 17). Pero
es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: « Las
parteras temían a Dios » (ivi). Es precisamente de la
obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su
absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las
leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto
incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que « aquí se
requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta,
como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a
ella, « ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante,
ni darle el sufragio del propio voto ».98
Un problema concreto de conciencia podría darse en
los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer
una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos
autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de
votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que
mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la
introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos
organismos internacionales, en otras Naciones —particularmente aquéllas que han
tenido ya la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas— van
apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no sea posible
evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya
absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede
lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los
daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de
la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se
presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un
intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.
74. La introducción de legislaciones injustas pone
con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de
conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio
derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces
las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de
posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de
avance en la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de
algunas acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en
el articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de
vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer
justamente que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve
escándalo y favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los
atentados contra la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez
más a una lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil cuestión moral es
necesario tener en cuenta los principios generales sobre la cooperación
en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres
de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no
prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la
legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de
vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación
se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la
configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración
directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la
intención inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede
justificarse invocando el respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en
el hecho de que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada
uno realiza personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie
puede nunca substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo
(cf. Rm 2, 6; 14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una
injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano
fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona humana a realizar una
acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma
libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su orientación a la verdad y
al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho
esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley
civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase
consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería
asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las
instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a
la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino
también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y
profesional.
« Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lc 10, 27): «
promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino
de la vida. Los preceptos morales negativos, es decir, los que
declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción, tienen
un valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en toda
circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados
comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad
de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse
por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable
con la comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de
orientar la propia vida a Dios. 99
Ya en este sentido los preceptos morales negativos
tienen una importantísima función positiva: el « no » que exigen
incondicionalmente marca el límite infranqueable más allá del cual el hombre
libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el mínimo que debe respetar y
del que debe partir para pronunciar innumerables « sí », capaces de abarcar
progresivamente el horizonte completo del bien (cf. Mt 5,
48). Los mandamientos, en particular los preceptos morales negativos, son el
inicio y la primera etapa necesaria del camino hacia la libertad: « La primera
libertad —escribe san Agustín— es no tener delitos... como homicidio,
adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros
parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no
debe tenerlos), comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es
una libertad incoada, no es perfecta ».100
76. El mandamiento « no matarás » establece, por
tanto, el punto de partida de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a
promover activamente la vida y a desarrollar determinadas actitudes y
comportamientos a su servicio. Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad
hacia las personas que nos han sido confiadas y manifestamos, con las obras y
según la verdad, nuestro reconocimiento a Dios por el gran don de la vida
(cf. Sal 139 138, 13-14).
El Creador ha confiado la vida del hombre a su
cuidado responsable, no para que disponga de ella de modo arbitrario, sino para
que la custodie con sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de
la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según
la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la
acogida del otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose
y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede
llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da
contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del
hombre al hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea
entre los hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del
misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El
mismo Espíritu llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y
apela a su responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la
acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su medida.
77. En esta ley nueva se inspira y plasma el
mandamiento « no matarás ». Por tanto, para el cristiano implica en definitiva
el imperativo de respetar, amar y promover la vida de cada hermano, según las
exigencias y las dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. « El dio su vida
por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos » (1
Jn 3, 16).
El mandamiento « no matarás », incluso en sus
contenidos más positivos de respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga
a todo hombre. En efecto, resuena en la conciencia moral de cada uno como un
eco permanente de la alianza original de Dios creador con el hombre; puede ser
conocido por todos a la luz de la razón y puede ser observado gracias a la acción
misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn 3,
8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro
prójimo es un servicio de amor, para que siempre se defienda y promueva su vida,
especialmente cuando es más débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo
personal sino también social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto
incondicional de la vida humana como fundamento de una sociedad renovada.
Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre
y de cada mujer y trabajar con constancia y valor, para que se instaure
finalmente en nuestro tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura
nueva de la vida, fruto de la cultura de la verdad y del amor.
(Continúa en el Capítulo IV)
(Continúa en el Capítulo IV)