CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
CAPITULO III
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
El bien moral para la vida de la
Iglesia y del mundo
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)
84. La cuestión
fundamental que las teorías morales recordadas antes plantean con
particular intensidad es la relación entre la libertad del hombre y la ley de
Dios, es decir, la cuestión de la relación entre libertad y verdad.
Según la fe cristiana y la doctrina de
la Iglesia «solamente la libertad que se somete a la Verdad conduce a la
persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en
la verdad y en realizar la verdad» 136.
La confrontación entre la posición de
la Iglesia y la situación social y cultural actual muestra inmediatamente la
urgencia de que precisamente sobre tal cuestión fundamental se
desarrolle una intensa acción pastoral por parte de la Iglesia misma:
«La cultura contemporánea ha perdido en gran parte este vínculo esencial entre
Verdad-Bien-Libertad y, por tanto, volver a conducir al hombre a redescubrirlo
es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia, por la
salvación del mundo. La pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?",
emerge también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no
sabe quién es, de dónde viene ni adónde va. Y
así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la persona humana en
situaciones de autodestrucción progresiva. De prestar oído a ciertas voces,
parece que no se debiera ya reconocer el carácter absoluto indestructible de
ningún valor moral. Está ante los ojos de todos el desprecio de la vida humana
ya concebida y aún no nacida; la violación permanente de derechos fundamentales
de la persona; la inicua destrucción de bienes necesarios para una vida
meramente humana. Y lo que es aún más grave: el hombre ya no está convencido de
que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La fuerza salvífica de la
verdad es contestada y se confía sólo a la libertad, desarraigada de toda
objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es
malo. Este relativismo se traduce, en el campo teológico, en desconfianza en la
sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley moral. A lo que la ley moral
prescribe se contraponen las llamadas situaciones concretas, no considerando
ya, en definitiva, que la ley de Dios es siempre el único
verdadero bien del hombre» 137.
85. La obra de discernimiento de estas
teorías éticas por parte de la Iglesia no se reduce a su denuncia o a su
rechazo, sino que trata de guiar con gran amor a todos los fieles en la
formación de una conciencia moral que juzgue y lleve a decisiones según verdad,
como exhorta el apóstol Pablo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien
transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,
2). Esta obra de la Iglesia encuentra su punto de apoyo —su secreto formativo—
no tanto en los enunciados doctrinales y en las exhortaciones pastorales a la
vigilancia, cuanto en tener la «mirada» fija en el Señor Jesús. La
Iglesia cada día mira con incansable amor a Cristo, plenamente consciente de
que sólo en él está la respuesta verdadera y definitiva al problema moral.
Concretamente, en Jesús
crucificado la Iglesia encuentra la respuesta al
interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo puede la obediencia a las
normas morales universales e inmutables respetar la unicidad e irrepetibilidad
de la persona y no atentar a su libertad y dignidad. La Iglesia hace suya la
conciencia que el apóstol Pablo tenía de la misión recibida: «Me envió
Cristo... a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar
la cruz de Cristo...; nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo
para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo
judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1
Co 1, 17. 23-24). Cristo crucificado revela el significado
auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y
llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad.
86. La reflexión racional y la
experiencia cotidiana demuestran la debilidad que marca la libertad del hombre.
Es libertad real, pero contingente. No tiene su origen absoluto e
incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para
la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la
libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como
un germen y hacer madurar con responsabilidad. Es parte constitutiva de la
imagen creatural, que fundamenta la dignidad de la persona, en la cual aparece
la vocación originaria con la que el Creador llama al hombre al verdadero Bien,
y más aún, por la revelación de Cristo, a entrar en amistad con él,
participando de su misma vida divina. Es, a la vez, inalienable autoposesión y
apertura universal a cada ser existente, cuando sale de sí mismo hacia el
conocimiento y el amor a los demás138. La
libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende a la comunión.
La razón y la experiencia muestran no
sólo la debilidad de la libertad humana, sino también su drama. El hombre
descubre que su libertad está inclinada misteriosamente a traicionar esta
apertura a la Verdad y al Bien, y que demasiado frecuentemente, prefiere, de
hecho, escoger bienes contingentes, limitados y efímeros. Más aún, dentro de
los errores y opciones negativas, el hombre descubre el origen de una rebelión
radical que lo lleva a rechazar la Verdad y el Bien para erigirse en principio
absoluto de sí mismo: «Seréis como dioses» (Gn 3, 5). La
libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su libertador: «para
ser libres nos libertó» él (Ga 5, 1).
87. Cristo manifiesta, ante todo, que
el reconocimiento honesto y abierto de la verdad es condición para la auténtica
libertad: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,
32) 139. Es
la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio. Al
respecto dice Jesús ante Pilato: «Para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Así los verdaderos adoradores
de Dios deben adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). En
virtud de esta adoración llegan a ser libres. Su relación con la
verdad y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más
profunda de la libertad.
Jesús manifiesta, además, con su misma
vida y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en el amor, es
decir, en el don de uno mismo. El que dice: «Nadie tiene mayor
amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13), va
libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt 26, 46), y en su
obediencia al Padre en la cruz da la vida por todos los hombres (cf. Flp 2,
6-11). De este modo, la contemplación de Jesús crucificado es la vía maestra
por la que la Iglesia debe caminar cada día si quiere comprender el pleno
significado de la libertad: el don de uno mismo en el servicio a Dios y
a los hermanos. La comunión con el Señor resucitado es la fuente
inagotable de la que la Iglesia se alimenta incesantemente para vivir en la
libertad, darse y servir. San Agustín, al comentar el versículo 2 del salmo
100, «servid al Señor con alegría», dice: «En la casa del Señor libre es la
esclavitud. Libre, ya que el servicio no le impone la necesidad, sino la
caridad... La caridad te convierta en esclavo, así como la verdad te ha hecho
libre... Al mismo tiempo tú eres esclavo y libre: esclavo, porque llegaste a
serlo; libre, porque eres amado por Dios, tu creador... Eres esclavo del Señor
y eres libre del Señor. ¡No busques una liberación que te lleve lejos de la
casa de tu libertador!» 140.
De este modo, la Iglesia, y cada
cristiano en ella, está llamado a participar de la función real de
Cristo en la cruz (cf. Jn 12, 32), de la gracia y de la
responsabilidad del Hijo del hombre, que «no ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28) 141.
Por lo tanto, Jesús es la síntesis
viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la
voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo
indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es
la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad
vivida en la verdad.
Caminar en la luz (cf. 1 Jn 1, 7)
88. La contraposición, más aún, la
radical separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación y
realización de otra dicotomía más grave y nociva: la que se produce
entre fe y moral.
Esta separación constituye una de las
preocupaciones pastorales más agudas de la Iglesia en el presente proceso de
secularismo, en el cual muchos hombres piensan y viven como si Dios no
existiera. Nos encontramos ante una mentalidad que abarca —a menudo de
manera profunda, vasta y capilar— las actitudes y los comportamientos de los
mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de nuevo
criterio de interpretación y actuación para la existencia personal, familiar y
social. En realidad, los criterios de juicio y de elección seguidos por los
mismos creyentes se presentan frecuentemente —en el contexto de una cultura
ampliamente descristianizada— como extraños e incluso contrapuestos a los del
Evangelio.
Es, pues, urgente que los cristianos
descubran la novedad de su fe y su fuerza de juicio ante la
cultura dominante e invadiente: «En otro tiempo fuisteis tinieblas —nos
recuerda el apóstol Pablo—; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de
la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad.
Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras
infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas... Mirad atentamente
cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien
el tiempo presente, porque los días son malos» (Ef 5, 8-11. 15-16;
cf. 1 Ts 5, 4-8).
Urge recuperar y presentar una vez más
el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de
proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un
conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus
mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una
palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es
puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es
encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo,
camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de
confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Ga 2,
20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.
89. La fe tiene también un contenido
moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona
la acogida y la observancia de los mandamientos divinos. Como dice el
evangelista Juan, «Dios es Luz, en él no hay tinieblas alguna. Si decimos que
estamos en comunión con él y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la
verdad... En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos es un
mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente
en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos
en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él» (1 Jn 1,
5-6; 2, 3-6).
A través de la vida moral la fe llega a
ser confesión, no sólo ante Dios, sino también ante los
hombres: se convierte en testimonio. «Vosotros sois la luz del
mundo —dice Jesús—. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un
monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino
sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille
así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 14-16).
Estas obras son sobre todo las de la caridad (cf. Mt 25,
31-46) y de la auténtica libertad, que se manifiesta y vive en el don de uno
mismo. Hasta el don total de uno mismo, como hizo Cristo, que en la
cruz «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,
25). El testimonio de Cristo es fuente, paradigma y auxilio para el testimonio
del discípulo, llamado a seguir el mismo camino: «Si alguno quiere venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9,
23). La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar
al creyente al testimonio supremo del martirio. Siguiendo el
ejemplo de Jesús que muere en cruz, escribe Pablo a los cristianos de Éfeso:
«Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos y vivid en el amor como
Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave
aroma» (Ef 5, 1-2).
El martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios
90. La relación entre fe y moral
resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se
debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias
tuteladas por las normas morales que prohíben sin excepción los actos
intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral
manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad
personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el
esplendor de Dios (cf. Gn 9, 5-6).
El no poder aceptar las teorías éticas
«teleológicas», «consecuencialistas» y «proporcionalistas» que niegan la
existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados
y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente
elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y
acompaña la vida de la Iglesia.
91. Ya en la antigua alianza
encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada
hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a
los dos jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a
ceder a su pasión impura, responde así: «¡Qué aprieto me estrecha por todas
partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de
vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que
pecar delante del Señor» (Dn 13, 22-23). Susana, prefiriendo morir
inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y confianza
en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con
su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la ley de
Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí
la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso,
de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en
sus actos la santidad de Dios.
En los umbrales del Nuevo
Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del
Señor y aliarse con el mal, murió mártir de la verdad y la justicia142 y
así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,
17-29). Por esto, «fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a
testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado
lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien
se le había concedido bautizar al Redentor del mundo» 143.
En la nueva alianza se encuentran
numerosos testimonios de seguidores de Cristo —comenzando por
el diácono Esteban (cf. Hch 6, 8 - 7, 60) y el apóstol
Santiago (cf. Hch 12, 1-2)— que murieron mártires por confesar
su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor
Jesús, que ante Caifás y Pilato, «rindió tan solemne testimonio» (1 Tm 6,
13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros
innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer
el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf. Ap 13,
7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo del
rechazo también de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al
testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y entregan, igual que
Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (cf. Hb 5,
7).
La Iglesia propone el ejemplo de
numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la
verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo
pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su
testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el cual el amor implica
obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias
más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de
salvar la propia vida.
92. En el martirio, como confirmación
de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de
Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o
contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las
dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: «¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8, 36).
El martirio demuestra como ilusorio y
falso todo significado humano que se pretendiese atribuir,
aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí
mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el
de una violación de la «humanidad» del hombre, antes aún en quien
lo realiza que no en quien lo padece 144. El
martirio es, pues, también exaltación de la perfecta humanidad y
de la verdadera vida de la persona, como atestigua san Ignacio
de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su martirio: «Por
favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que
pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid
que imite la pasión de mi Dios» 145.
93. Finalmente, el martirio es un signo
preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de
Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero «usque
ad sanguinem» para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en
las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante
testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad
civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en
la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del
bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de
los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos
los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida
transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada
época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien,
ellos representan un reproche viviente para cuantos transgreden la ley
(cf. Sb 2, 2) y hacen resonar con permanente actualidad las
palabras del profeta: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan
oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por
amargo!» (Is 5, 20).
Si el martirio es el testimonio
culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe
no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar
dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes
sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las
circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el
cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una
entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que —como
enseña san Gregorio Magno— le capacita a «amar las dificultades de este mundo a
la vista del premio eterno» 146.
94. En el dar testimonio del bien moral
absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una
confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones
religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la
acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la expresión
del poeta latino Juvenal: «Considera el mayor crimen preferir la supervivencia
al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir» 147. La
voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y
valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida.
En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la
Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la
creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: «Sabemos —dice san
Justino— que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las
doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al
menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo
que está en toda raza humana» 148.
Las normas morales universales e inmutables al servicio de la persona y
de la sociedad
95. La doctrina de la Iglesia, y en
particular su firmeza en defender la validez universal y permanente de los
preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas
veces como signo de una intransigencia intolerable, sobre todo en las
situaciones enormemente complejas y conflictivas de la vida moral del hombre y
de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la
condición maternal de la Iglesia. Ésta —se dice— no muestra comprensión y
compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la Iglesia no puede separarse
jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como esposa fiel de
Cristo, que es la verdad en persona: «Como Maestra, no se cansa de proclamar la
norma moral... De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el
árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la
naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la
norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder
las exigencias de radicalidad y de perfección» 149.
En realidad, la verdadera comprensión y
la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a
su libertad auténtica. Y esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando
la verdad moral, sino proponiéndola con su profundo significado de irradiación
de la sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Cristo, y de servicio al
hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de su felicidad 150.
Al mismo tiempo, la presentación
límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un respeto
profundo y sincero —animado por el amor paciente y confiado—, del que el hombre
necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a
dificultades, debilidades y situaciones dolorosas. La Iglesia, que jamás podrá
renunciar al «principio de la verdad y de la coherencia, según el cual no
acepta llamar bien al mal y mal al bien» 151, ha
de estar siempre atenta a no quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo
vacilante (cf. Is 42, 3). El Papa Pablo VI ha escrito: «No
disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de
caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado siempre con la paciencia
y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los
hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,
17), Él fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las
personas»152.
96. La firmeza de la Iglesia en
defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de
humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado que
no hay libertad fuera o contra la verdad, la defensa categórica —esto es, sin
concesiones o compromisos—, de las exigencias absolutamente irrenunciables de
la dignidad personal del hombre, debe considerarse camino y condición para la
existencia misma de la libertad.
Este servicio está dirigido a cada
hombre, considerado en la unicidad e irrepetibilidad de su ser y de su
existir. Sólo en la obediencia a las normas morales universales el hombre halla
plena confirmación de su unicidad como persona y la posibilidad de un verdadero
crecimiento moral. Precisamente por esto, dicho servicio está dirigido a todos
los hombres; no sólo a los individuos, sino también a la comunidad, a
la sociedad como tal. En efecto, estas normas constituyen el fundamento
inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana,
y por tanto de una verdadera democracia, que puede nacer y crecer solamente si
se basa en la igualdad de todos sus miembros, unidos en sus derechos y
deberes. Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay
privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre
ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la
tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales.
97. De este modo, las normas morales, y
en primer lugar las negativas, que prohíben el mal, manifiestan su significado y
su fuerza personal y social. Protegiendo la inviolable
dignidad personal de cada hombre, ayudan a la conservación misma del tejido
social humano y a su desarrollo recto y fecundo. En particular, los
mandamientos de la segunda tabla del Decálogo, recordados también por Jesús al
joven del evangelio (cf. Mt 19, 18), constituyen las reglas
primordiales de toda vida social.
Estos mandamientos están formulados en
términos generales. Pero el hecho de que «el principio, el sujeto y el fin de todas
las instituciones sociales es y debe ser la persona humana» 153,
permite precisarlos y explicitarlos en un código de comportamiento más
detallado. En ese sentido, las reglas morales fundamentales de la vida social
comportan unas exigencias determinadas a las que deben
atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. Más allá de las
intenciones, a veces buenas, y de las circunstancias, a menudo difíciles, las
autoridades civiles y los individuos jamás están autorizados a transgredir los
derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. Por lo cual, sólo
una moral que reconozca normas válidas siempre y para todos, sin ninguna
excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social, tanto
nacional como internacional.
La moral y la renovación de la vida social y política
98. Ante las graves formas de
injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen
pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas
personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se
difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal
y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia.
Ciertamente, es largo y fatigoso el
camino que hay que recorrer; muchos y grandes son los esfuerzos por realizar
para que pueda darse semejante renovación, incluso por las causas múltiples y
graves que generan y favorecen las situaciones de injusticia presentes hoy en
el mundo. Pero, como enseñan la experiencia y la historia de cada uno, no es
difícil encontrar, en el origen de estas situaciones, causas propiamente culturales, relacionadas
con una determinada visión del hombre, de la sociedad y del mundo. En realidad,
en el centro de la cuestión cultural está el sentido
moral, que a su vez se fundamenta y se realiza en el sentido
religioso 154.
99. Sólo Dios, el Bien supremo, es la
base inamovible y la condición insustituible de la moralidad, y por tanto de
los mandamientos, en particular los negativos, que prohíben siempre y en todo
caso el comportamiento y los actos incompatibles con la dignidad personal de
cada hombre. Así, el Bien supremo y el bien moral se encuentran en la verdad: la
verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por
él. Únicamente sobre esta verdad es posible construir una sociedad renovada y
resolver los problemas complejos y graves que la afectan, ante todo el de
vencer las formas más diversas de totalitarismo para abrir el
camino a la auténtica libertad de la persona. «El
totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no
existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su
plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice
relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación,
los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad
trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta
el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia
opinión, sin respetar los derechos de los demás... La raíz del totalitarismo
moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de
la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto,
sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni el
grupo, ni la clase social, ni la nación, ni el Estado. No puede hacerlo tampoco
la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría,
marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla» 155.
Por esto, la relación inseparable entre
verdad y libertad —que expresa el vínculo esencial entre la sabiduría y la
voluntad de Dios— tiene un significado de suma importancia para la vida de las
personas en el ámbito socioeconómico y sociopolítico, tal y como emerge de la
doctrina social de la Iglesia —la cual «pertenece al ámbito... de la teología y
especialmente de la teología moral» 156,— y
de su presentación de los mandamientos que regulan la vida social, económica y
política, con relación no sólo a actitudes generales sino también a precisos y
determinados comportamientos y actos concretos.
100. A este respecto, el Catecismo
de la Iglesia católica, después de afirmar: «en materia económica el
respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para
moderar el apego a los bienes de este mundo; de la virtud de la justicia, para
preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo
la regla de oro y según la generosidad del Señor, que "siendo rico, por
vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2
Co 8, 9)» 157,
presenta una serie de comportamientos y de actos que están en contraste con la
dignidad humana: el robo, el retener deliberadamente cosas recibidas como
préstamo u objetos perdidos, el fraude comercial (cf. Dt 25,
13-16), los salarios injustos (cf.Dt 24, 14-15; St 5,
4), la subida de precios especulando sobre la ignorancia y las necesidades
ajenas (cf. Am 8, 4-6), la apropiación y el uso privado de
bienes sociales de una empresa, los trabajos mal realizados, los fraudes
fiscales, la falsificación de cheques y de facturas, los gastos excesivos, el
derroche, etc. 158. Y
hay que añadir: «El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por
una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar
seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a
venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las
personas y sus derechos fundamentales reducirlos mediante la violencia a la
condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficios. San Pablo ordenaba
a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano "no como esclavo,
sino... como un hermano... en el Señor" (Flm 16)» 159.
101. En el ámbito político se debe
constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la
transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de
la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la
tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el
uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o
ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son
principios que tienen su base fundamental —así como su urgencia singular— en el
valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de
funcionamiento de los Estados160.
Cuando no se observan estos principios, se resiente el fundamento mismo de la
convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida,
amenazada y abocada a su disolución (cf. Sal 14, 3-4; Ap 18,
2-3. 9-24). Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que
condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo —la primera
entre ellas el marxismo—, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la
negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en
la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo
ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo
ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de
referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la
verdad. En efecto, «si no existe una verdad última —que guíe y oriente la
acción política—, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores
se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como
demuestra la historia» 161.
Así, en cualquier campo de la vida
personal, familiar, social y política, la moral —que se basa en la verdad y que
a través de ella se abre a la auténtica libertad— ofrece un servicio original,
insustituible y de enorme valor no sólo para cada persona y para su crecimiento
en el bien, sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo.
Gracia y obediencia a la ley de Dios
102. Incluso en las situaciones más
difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al sagrado
mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente,
la armonía entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y
se conquista con un alto precio: puede conllevar incluso el martirio. Pero,
como demuestra la experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a
romper esta armonía: «No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco...
No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7,
15. 19).
¿De dónde proviene, en última
instancia, esta división interior del hombre? Éste inicia su historia de pecado
cuando deja de reconocer al Señor como a su Creador, y quiere ser él mismo
quien decide, con total independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo.
«Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 5):
ésta es la primera tentación, de la que se hacen eco todas las demás
tentaciones a las que el hombre está inclinado a ceder por las heridas de la
caída original.
Pero las tentaciones se pueden vencer y
los pecados se pueden evitar porque, junto con los mandamientos, el Señor nos
da la posibilidad de observarlos: «Sus ojos están sobre los que le temen, él
conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha
dado licencia de pecar» (Si 15, 19-20). La observancia de la ley de
Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo
jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la
Iglesia, expresada así por el concilio de Trento: «Nadie puede considerarse
desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado que esté;
nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que
los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado.
"Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda,
te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas" y te ayuda para
que puedas. "Sus mandamientos no son pesados" (1 Jn 5,
3), "su yugo es suave y su carga ligera" (Mt 11,
30)» 162.
103. El ámbito espiritual de la
esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia
divina y con la colaboración de la libertad humana.
Es en la cruz salvífica de Jesús, en el
don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado traspasado
del Redentor (cf. Jn 19, 34), donde el creyente encuentra la
gracia y la fuerza para observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio
de las dificultades más graves. Como dice san Andrés de Creta, la ley misma
«fue vivificada por la gracia y puesta a su servicio en una composición
armónica y fecunda. Cada una de las dos conservó sus características sin
alteraciones y confusiones. Sin embargo, la ley, que antes era un peso gravoso
y una tiranía, se convirtió, por obra de Dios, en peso ligero y fuente de
libertad» 163.
Sólo en el misterio de la Redención de
Cristo están las posibilidades «concretas» del hombre. «Sería un error
gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un
"ideal" que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las
—se dice— posibilidades concretas del hombre: según un "equilibrio de los
varios bienes en cuestión". Pero, ¿cuáles son las "posibilidades
concretas del hombre"? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del
hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido
por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la
redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa
que él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la
verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de
la concupiscencia. Y si el hombre redimido sigue pecando, esto no se debe a la
imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del
hombre de substraerse a la gracia que brota de ese acto. El mandamiento de Dios
ciertamente está proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las
capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que,
aunque caído en el pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la
presencia del Espíritu» 164.
104. En este contexto se abre el justo espacio
a la misericordia de Dios por el pecador que se convierte, y a
la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás
significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla
a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado,
reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es
inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la
verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo,
incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud
corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la
objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales
absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los
juicios de valor.
En cambio, debemos recoger el mensaje
contenido en la parábola evangélica del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,
9-14). El publicano quizás podía tener alguna justificación por los pecados
cometidos, que disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se limita
solamente a estas justificaciones, sino que se extiende también a su propia
indignidad ante la santidad infinita de Dios: «¡Oh Dios! Ten compasión de mí,
que soy pecador» (Lc 18, 13). En cambio, el fariseo se justifica él
solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas. Nos
encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del
hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una conciencia penitente que
es plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en
las propias faltas, cualesquiera que sean las justificaciones subjetivas, una
confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta
una conciencia satisfecha de sí misma, que cree que puede observar
la ley sin la ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la
misericordia.
105. Se pide a todos gran vigilancia
para no dejarse contagiar por la actitud farisaica, que pretende eliminar la
conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta
particularmente con el intento de adaptar la norma moral a las propias
capacidades y a los propios intereses, e incluso con el rechazo del concepto
mismo de norma. Al contrario, aceptar la desproporción entre
ley y capacidad humana, o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del
hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a
recibirla. «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», se
pregunta san Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde: «¡Gracias
sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7, 24-25).
Encontramos la misma conciencia en esta
oración de san Ambrosio de Milán: «Nada vale el hombre, si tú no lo visitas. No
olvides a quien es débil; acuérdate, oh Señor, que me has hecho débil, que me
has plasmado del polvo. ¿Cómo podré sostenerme si tú no me miras sin cesar para
fortalecer esta arcilla, de modo que mi consistencia proceda de tu rostro? Si
escondes tu rostro, todo perece (Sal 103, 29): si tú me
miras, ¡pobre de mí! En mí no verás más que contaminaciones de delitos; no es
ventajoso ser abandonados ni ser vistos, porque, en el acto de ser vistos,
somos motivo de disgusto.
Sin embargo, podemos pensar que Dios no
rechaza a quienes ve, porque purifica a quienes mira. Ante él arde un fuego que
quema la culpa (cf. Jl 2, 3)» 165.
Moral y nueva evangelización
106. La evangelización es el desafío
más perentorio y exigente que la Iglesia está llamada a afrontar desde su
origen mismo. En realidad, este reto no lo plantean sólo las situaciones
sociales y culturales, que la Iglesia encuentra a lo largo de la historia, sino
que está contenido en el mandato de Jesús resucitado, que define la razón misma
de la existencia de la Iglesia: «Id por todo el mundo y proclamad la buena
nueva a toda la creación» (Mc 16, 15).
El momento que estamos viviendo —al
menos en no pocas sociedades—, es más bien el de un formidable desafío a
la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio
siempre nuevo y siempre portador de novedad, una evangelización que debe ser
«nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión» 166. La
descristianización, que grava sobre pueblos enteros y comunidades en otro
tiempo ricos de fe y vida cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su
falta de relevancia para la vida, sino también y necesariamente una
decadencia u oscurecimiento del sentido moral: y esto ya sea por la
disolución de la conciencia de la originalidad de la moral evangélica, ya sea
por el eclipse de los mismos principios y valores éticos fundamentales. Las
tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente
difundidas, se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como
usanzas, sino como concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico,
que reivindican una plena legitimidad cultural y social.
107. La evangelización —y
por tanto la «nueva evangelización»— comporta también el anuncio y la
propuesta moral. Jesús mismo, al predicar precisamente el reino de
Dios y su amor salvífico, ha hecho una llamada a la fe y a la conversión
(cf. Mc 1, 15). Y Pedro con los otros Apóstoles, anunciando la
resurrección de Jesús de Nazaret de entre los muertos, propone una vida nueva
que hay que vivir, un camino que hay que seguir para ser
discípulo del Resucitado (cf. Hch 2, 37-41; 3, 17-20).
De la misma manera —y más aún— que para
las verdades de fe, la nueva evangelización, que propone los fundamentos y
contenidos de la moral cristiana, manifiesta su autenticidad y, al mismo
tiempo, difunde toda su fuerza misionera cuando se realiza a través del don no
sólo de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular,
es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del
pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres,
la que constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede
percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor
de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las exigencias de la
ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por esto, la
Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a los creyentes a
buscar y a encontrar en los santos y santas, y en primer lugar en la Virgen
Madre de Dios llena de gracia y toda santa, el
modelo, la fuerza y la alegría para vivir una vida según los mandamientos de
Dios y las bienaventuranzas del Evangelio.
La vida de los santos, reflejo de la
bondad de Dios —del único que es «Bueno»—, no solamente constituye una
verdadera confesión de fe y un impulso para su comunicación a los otros, sino
también una glorificación de Dios y de su infinita santidad. La vida santa
conduce así a plenitud de expresión y actuación el triple y unitario «munus
propheticum, sacerdotale et regale» que cada cristiano recibe como don
en su renacimiento bautismal «de agua y de Espíritu» (Jn 3, 5). Su
vida moral posee el valor de un «culto espiritual» (Rm 12, 1;
cf. Flp 3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable
fuente de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos,
especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la
cruz, el cristiano comulga con el amor de entrega de Cristo y se capacita y
compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos
de vida. En la existencia moral se revela y se realiza también el efectivo
servicio del cristiano: cuanto más obedece con la ayuda de la gracia a la ley
nueva del Espíritu Santo, tanto más crece en la libertad a la cual está llamado
mediante el servicio de la verdad, la caridad y la justicia.
108. En la raíz de la nueva
evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y suscita en sus
frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu de
Cristo, principio y fuerza de la fecundidad de la santa Madre Iglesia,
como nos recuerda Pablo VI: «No habrá nunca evangelización posible sin la
acción del Espíritu Santo»167. Al
Espíritu de Jesús, acogido por el corazón humilde y dócil del creyente, se
debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la
santidad en la gran variedad de las vocaciones, de los dones, de las
responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida. Es el Espíritu
Santo —afirmaba ya Novaciano, expresando de esta forma la fe auténtica de la
Iglesia— «aquel que ha dado firmeza a las almas y a las mentes de los
discípulos, aquel que ha iluminado en ellos las cosas divinas; fortalecidos por
él, los discípulos no tuvieron temor ni de las cárceles ni de las cadenas por
el nombre del Señor; más aún, despreciaron a los mismos poderes y tormentos del
mundo, armados ahora y fortalecidos por medio de él, teniendo en sí los dones
que este mismo Espíritu dona y envía como alhajas a la Iglesia, esposa de
Cristo. En efecto, es él quien suscita a los profetas en la Iglesia, instruye a
los maestros, sugiere las palabras, realiza prodigios y curaciones, produce
obras admirables, concede el discernimiento de los espíritus, asigna las tareas
de gobierno, inspira los consejos, reparte y armoniza cualquier otro don
carismático y, por esto, perfecciona completamente, por todas partes y en todo,
a la Iglesia del Señor» 168.
En el contexto vivo de esta nueva
evangelización, destinada a generar y a nutrir «la fe que actúa por la caridad»
(Ga 5, 6) y en relación con la obra del Espíritu Santo, podemos
comprender ahora el puesto que en la Iglesia, comunidad de los creyentes,
corresponde a la reflexión que la teología debe desarrollar sobre la
vida moral, de la misma manera que podemos presentar la misión y
responsabilidad propia de los teólogos moralistas.
El servicio de los teólogos moralistas
109. Toda la Iglesia, partícipe
del «munus propheticum» del Señor Jesús mediante el don de su
Espíritu, está llamada a la evangelización y al testimonio de una vida de fe.
Gracias a la presencia permanente en ella del Espíritu de verdad (cf. Jn 14,
16-17), «la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1
Jn 2, 20. 27) no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa
peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo
el pueblo cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos"
presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» 169.
Para cumplir su misión profética, la
Iglesia debe despertar continuamente o reavivar la propia vida
de fe (cf. 2 Tm 1, 6), en especial mediante una reflexión cada
vez más profunda, bajo la guía del Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe
misma. Es al servicio de esta «búsqueda creyente de la comprensión de la fe»
donde se sitúa, de modo específico, la vocación del teólogo en la
Iglesia: «Entre las vocaciones suscitadas por el Espíritu en la Iglesia
—leemos en la Instrucción Donum veritatis— se distingue la del
teólogo, que tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio,
una comprensión cada vez más profunda de la palabra de Dios contenida en la
Escritura inspirada y transmitida por la Tradición viva de la Iglesia. Por su
propia naturaleza, la fe interpela la inteligencia, porque descubre al hombre
la verdad sobre su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad
revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos
frente a su insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo,
invita a nuestra razón —don de Dios otorgado para captar la verdad— a entrar en
el ámbito de su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo que
ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe
respondiendo a la invitación de la voz de la verdad, ayuda al pueblo de Dios,
según el mandamiento del apóstol (cf. 1 P 3, 15), a dar cuenta
de su esperanza a aquellos que se lo piden»170.
Para definir la identidad misma y, por
consiguiente, realizar la misión propia de la teología, es fundamental
reconocer su íntimo y vivo nexo con la Iglesia, su misterio, su vida y
misión: «La teología es ciencia eclesial, porque crece en la Iglesia y
actúa en la Iglesia... Está al servicio de la Iglesia y por lo tanto debe
sentirse dinámicamente inserta en la misión de la Iglesia, especialmente en su
misión profética» 171. Por
su naturaleza y dinamismo, la teología auténtica sólo puede florecer y
desarrollarse mediante una convencida y responsable participación y pertenencia a
la Iglesia, como comunidad de fe, de la misma manera que el
fruto de la investigación y la profundización teológica vuelve a esta misma
Iglesia y a su vida de fe.
110. Cuanto se ha dicho hasta ahora
acerca de la teología en general, puede y debe ser propuesto de nuevo para
la teología moral, entendida en su especificidad de reflexión
científica sobre el Evangelio como don y mandamiento de vida nueva, sobre
la vida según «la verdad en el amor» (Ef 4, 15), sobre la vida de
santidad de la Iglesia, o sea, sobre la vida en la que resplandece la verdad
del bien llevado hasta su perfección. No sólo en el ámbito de la fe, sino
también y de modo inseparable en el ámbito de la moral, interviene el Magisterio
de la Iglesia, cuyo cometido es «discernir, por medio de juicios
normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son
conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como
también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con
estas exigencias» 172.
Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio de la
Iglesia enseña también a los fieles los preceptos particulares y determinados,
y les pide considerarlos como moralmente obligatorios en conciencia. Además,
desarrolla una importante tarea de vigilancia, advirtiendo a los fieles de la
presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos, cuando la conciencia
de los mismos no logra reconocer la exactitud y la verdad de las reglas morales
que enseña el Magisterio.
Se inserta aquí la función específica
de cuantos por mandato de los legítimos pastores enseñan teología moral en los
seminarios y facultades teológicas. Tienen el grave deber de instruir a los
fieles —especialmente a los futuros pastores— acerca de todos los mandamientos
y las normas prácticas que la Iglesia declara con autoriad 173. No
obstante los eventuales límites de las argumentaciones humanas presentadas por
el Magisterio, los teólogos moralistas están llamados a profundizar las razones
de sus enseñanzas, a ilustrar los fundamentos de sus preceptos y su
obligatoriedad, mostrando su mutua conexión y la relación con el fin último del
hombre 174. Compete
a los teólogos moralistas exponer la doctrina de la Iglesia y dar, en el
ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal, interno y
externo, a la enseñanza del Magisterio sea en el campo del dogma como en el de
la moral 175.
Uniendo sus fuerzas para colaborar con el Magisterio jerárquico, los teólogos
se empeñarán por clarificar cada vez mejor los fundamentos bíblicos, los
significados éticos y las motivaciones antropológicas que sostienen la doctrina
moral y la visión del hombre propuestas por la Iglesia.
111. El servicio que los teólogos
moralistas están llamados a ofrecer en la hora presente es de importancia
primordial, no sólo para la vida y la misión de la Iglesia, sino también para
la sociedad y la cultura humana. Compete a ellos, en conexión íntima y vital
con la teología bíblica y dogmática, subrayar en la reflexión científica «el
aspecto dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que el hombre debe dar a la
llamada divina en el proceso de su crecimiento en el amor, en el seno de una
comunidad salvífica. De esta forma, la teología moral alcanzará una dimensión
espiritual interna, respondiendo a las exigencias de desarrollo pleno de
la "imago Dei" que está en el hombre, y a las leyes del
proceso espiritual descrito en la ascética y mística cristianas» 176.
Ciertamente, la teología moral y su
enseñanza se encuentran hoy ante una dificultad particular. Puesto que la
doctrina moral de la Iglesia implica necesariamente una dimensión
normativa, la teología moral no puede reducirse a un saber elaborado
sólo en el contexto de las así llamadas ciencias humanas. Mientras
éstas se ocupan del fenómeno de la moralidad como hecho histórico y social, la
teología moral, aun sirviéndose necesariamente también de los resultados de las
ciencias del hombre y de la naturaleza, no está en absoluto subordinada a los
resultados de las observaciones empírico-formales o de la comprensión
fenomenológica. En realidad, la pertinencia de las ciencias humanas en teología
moral siempre debe ser valorada con relación a la pregunta primigenia: ¿Qué
es el bien o el mal? ¿Qué hacer para obtener la vida eterna?
112. El teólogo moralista debe aplicar,
por consiguiente, el discernimiento necesario en el contexto de la cultura
actual, prevalentemente científica y técnica, expuesta al peligro del
pragmatismo y del positivismo. Desde el punto de vista teológico, los
principios morales no son dependientes del momento histórico en el que vienen a
la luz. El hecho de que algunos creyentes actúen sin observar las enseñanzas
del Magisterio o, erróneamente, consideren su conducta como moralmente justa cuando
es contraria a la ley de Dios declarada por sus pastores, no puede constituir
un argumento válido para rechazar la verdad de las normas morales enseñadas por
la Iglesia. La afirmación de los principios morales no es competencia de los
métodos empírico-formales. La teología moral, fiel al sentido sobrenatural de
la fe, sin rechazar la validez de tales métodos, —pero sin limitar tampoco a
ellos su perspectiva—, mira sobre todo a la dimensión espiritual del
corazón humano y su vocación al amor divino.
En efecto, mientras las ciencias
humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto empírico
y estadístico de «normalidad», la fe enseña que esta normalidad lleva consigo
las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es decir,
está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al hombre el camino
del retorno «al principio» (cf. Mt 19, 8), un camino que con
frecuencia es bien diverso del de la normalidad empírica. En este sentido, las
ciencias humanas, no obstante todos los conocimientos de gran valor que
ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores decisivos de las normas
morales. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre y
sobre su camino moral y, de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores, y
les anuncia la misericordia divina, que actúa incesantemente para preservarlos
tanto de la desesperación de no poder conocer y observar plenamente la ley
divina, cuanto de la presunción de poderse salvar sin mérito. Además, les
recuerda la alegría del perdón, sólo el cual da la fuerza para reconocer una
verdad liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino de vida.
113. La enseñanza de la doctrina moral
implica la asunción consciente de estas responsabilidades intelectuales,
espirituales y pastorales. Por esto, los teólogos moralistas, que aceptan la
función de enseñar la doctrina de la Iglesia, tienen el grave deber de educar a
los fieles en este discernimiento moral, en el compromiso por el verdadero bien
y en el recurrir confiadamente a la gracia divina.
Si la convergencia y los conflictos de
opinión pueden constituir expresiones normales de la vida pública en el
contexto de una democracia representativa, la doctrina moral no puede depender
ciertamente del simple respeto de un procedimiento; en efecto, ésta no viene
determinada en modo alguno por las reglas y formas de una deliberación de tipo
democrático. El disenso, mediante contestaciones calculadas y
de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario
a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la constitución jerárquica
del pueblo de Dios. En la oposición a la enseñanza de los pastores no
se puede reconocer una legítima expresión de la libertad cristiana ni de las
diversidades de los dones del Espíritu Santo. En este caso, los pastores tienen
el deber de actuar de conformidad con su misión apostólica, exigiendo que sea
respetado siempre el derecho de los fieles a recibir la
doctrina católica en su pureza e integridad: «El teólogo, sin olvidar jamás que
también es un miembro del pueblo de Dios, debe respetarlo y comprometerse a
darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe» 177.
Nuestras responsabilidades como pastores
114. La responsabilidad de la fe y la
vida de fe del pueblo de Dios pesa de forma peculiar y propia sobre los
pastores, como nos recuerda el concilio Vaticano II: «Entre las principales
funciones de los obispos destaca el anuncio del Evangelio. En efecto, los
obispos son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a
Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad
de Cristo. Predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que
hay que llevar a la práctica y la iluminan con la luz del Espíritu Santo.
Sacando del tesoro de la Revelación lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13,
52), hacen que dé frutos y con su vigilancia alejan los errores que amenazan a
su rebaño (cf. 2 Tm 4, 1-4)» 178.
Nuestro común deber, y antes aún nuestra
común gracia, es enseñar a los fieles, como pastores y obispos de la Iglesia,
lo que los conduce por el camino de Dios, de la misma manera que el Señor Jesús
hizo un día con el joven del evangelio. Respondiendo a su pregunta: «¿Qué he de
hacer de bueno para conseguir vida eterna?», Jesús remitió a Dios, Señor de la
creación y de la Alianza; recordó los mandamientos morales, ya revelados en el
Antiguo Testamento; indicó su espíritu y su radicalidad, invitando a su
seguimiento en la pobreza, la humildad y el amor: «Ven, y sígueme». La verdad
de esta doctrina tuvo su culmen en la cruz con la sangre de Cristo: se
convirtió, por el Espíritu Santo, en la ley nueva de la Iglesia y de todo
cristiano.
Esta respuesta a la
pregunta moral Jesucristo la confía de modo particular a nosotros, pastores de
la Iglesia, llamados a hacerla objeto de nuestra enseñanza, mediante el
cumplimiento de nuestro «munus propheticum». Al mismo tiempo, nuestra
responsabilidad de pastores, ante la doctrina moral cristiana, debe ejercerse también
bajo la forma del «munus sacerdotale»: esto ocurre cuando
dispensamos a los fieles los dones de gracia y santificación como medios para
obedecer a la ley santa de Dios, y cuando con nuestra oración constante y
confiada sostenemos a los creyentes para que sean fieles a las exigencias de la
fe y vivan según el Evangelio (cf. Col 1, 9-12). La doctrina
moral cristiana debe constituir, sobre todo hoy, uno de los ámbitos
privilegiados de nuestra vigilancia pastoral, del ejercicio de nuestro «munus
regale».
115. En efecto, es la primera vez que
el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los elementos
fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento
pastoral necesario en situaciones prácticas y culturales complejas y hasta
críticas.
A la luz de la Revelación y de la
enseñanza constante de la Iglesia y especialmente del concilio Vaticano II, he
recordado brevemente los rasgos esenciales de la libertad, los valores
fundamentales relativos a la dignidad de la persona y a la verdad de sus actos,
hasta el punto de poder reconocer, al obedecer a la ley moral, una gracia y un
signo de nuestra adopción en el Hijo único (cf. Ef 1, 4-6).
Particularmente, con esta encíclica se proponen valoraciones sobre algunas
tendencias actuales en la teología moral. Las doy a conocer ahora, en
obediencia a la palabra del Señor que ha confiado a Pedro el encargo de
confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), para iluminar y
ayudar nuestro común discernimiento.
Cada uno de nosotros conoce la
importancia de la doctrina que representa el núcleo de las enseñanzas de esta
encíclica y que hoy volvemos a recordar con la autoridad del sucesor de Pedro.
Cada uno de nosotros puede advertir la gravedad de cuanto está en juego, no
sólo para cada persona sino también para toda la sociedad, con la reafirmación
de la universalidad e inmutabilidad de los mandamientos morales y, en
particular, de aquellos que prohíben siempre y sin excepción los actos
intrínsecamente malos.
Al reconocer tales mandamientos, el
corazón cristiano y nuestra caridad pastoral escuchan la llamada de Aquel que
«nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Dios nos pide ser santos como él es
santo (cf. Lv 19, 2), ser perfectos —en Cristo— como él es
perfecto (cf. Mt 5, 48): la exigente firmeza del mandamiento se
basa en el inagotable amor misericordioso de Dios (cf. Lc 6,
36), y la finalidad del mandamiento es conducirnos, con la gracia de Cristo,
por el camino de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios.
116. Como obispos, tenemos el deber
de vigilar para que la palabra de Dios sea enseñada fielmente. Forma
parte de nuestro ministerio pastoral, amados hermanos en el episcopado, vigilar
sobre la transmisión fiel de esta enseñanza moral y recurrir a las medidas
oportunas para que los fieles sean preservados de cualquier doctrina y teoría
contraria a ello. A todos nos ayudan en esta tarea los teólogos; sin embargo,
las opiniones teológicas no constituyen la regla ni la norma de nuestra
enseñanza. Su autoridad deriva, con la asistencia del Espíritu Santo y en
comunión «cum Petro et sub Petro», de nuestra fidelidad a la fe
católica recibida de los Apóstoles. Como obispos tenemos la obligación grave de
vigilar personalmente para que la «sana doctrina» (1
Tm 1, 10) de la fe y la moral sea enseñada en nuestras diócesis.
Una responsabilidad particular tienen
los obispos en lo que se refiere a las instituciones católicas. Ya
se trate de organismos para la pastoral familiar o social, o bien de
instituciones dedicadas a la enseñanza o a los servicios sanitarios, los
obispos pueden erigir y reconocer estas estructuras y delegar en ellas algunas
responsabilidades; sin embargo, nunca están exonerados de sus propias
obligaciones. A ellos compete, en comunión con la Santa Sede, la función de
reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo de «católico»
a escuelas 179,
universidades 180 o
clínicas, relacionadas con la Iglesia.
117. En el corazón del cristiano, en el
núcleo más secreto del hombre, resuena siempre la pregunta que el joven del
Evangelio dirigió un día a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para
conseguir vida eterna?» (Mt 19, 16). Pero es necesario que cada uno
la dirija al Maestro «bueno», porque es el único que puede responder en la
plenitud de la verdad, en cualquier situación, en las circunstancias más
diversas. Y cuando los cristianos le dirigen la pregunta que brota de sus
conciencias, el Señor responde con las palabras de la nueva alianza confiada a
su Iglesia. Ahora bien, como dice el Apóstol de sí mismo, nosotros somos
enviados «a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar
la cruz de Cristo» (1 Co 1, 17). Por esto, la respuesta de la
Iglesia a la pregunta del hombre tiene la sabiduría y la fuerza de Cristo
crucificado, la Verdad que se dona.
Cuando los hombres presentan a la
Iglesia los interrogantes de su conciencia, cuando los fieles se
dirigen a los obispos y a los pastores, en su respuesta está la voz de
Jesucristo, la voz de la verdad sobre el bien y el mal. En la palabra
pronunciada por la Iglesia resuena, en lo íntimo de las personas, la voz de
Dios, el «único que es Bueno» (Mt 19, 17), único que «es Amor» (1
Jn4, 8. 16).
En la unción del
Espíritu, sus palabras suaves y exigentes se hacen luz y vida para el
hombre. El apóstol Pablo nos invita de nuevo a la confianza, porque «nuestra
capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva
alianza, no de la letra, sino del Espíritu... El Señor es el Espíritu, y donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con
el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como
actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 59. 17-18).
(Continúa en: CONSLUSIÓN)